Viajemos a Londres, a finales de la década de 1840. Un joven muchacho de padres italianos afincados en la metrópoli británica trataba de forjarse su carrera como pintor y poeta. Una tarde de verano, mientras paseaba por el centro de Londres, decidió entrar en una vetusta tienda. Miró por aquí y por allá, y descubrió un polvoriento montón de carpetas que contenían hojas garabateadas y algunas cartas. Le picó la curiosidad y comenzó a hojear aquellos papeles. De pronto se detuvo ante un pequeño hatillo atado con balduque, que desató con cuidado. Al fijar su mirada en las primeras hojas se topó con unos dibujos prodigiosos acompañados de algunos poemas. No sabía quién había realizado tan primorosa composición, así que preguntó al dueño de la tienda: «¿Quién es el autor de estos documentos?». «Nadie que merezca la pena ser tenido en cuenta», contestó. Y prosiguió: «Creo que me los dejó un familiar de un tal William Blake, que se deshizo de ellos tras su muerte, un pintor bastante malo que no cosechó ningún éxito en vida». Pero el joven artista sabía que lo que allí había encontrado era un verdadero tesoro. El texto ilustrado que había descubierto eran las Anotaciones a los ‘Discursos’ de sir Joshua Reynolds.
Este es el episodio en el que un joven Dante Gabriel Rossetti entró en contacto con la pintura y la poesía de William Blake, uno de los más reconocidos artistas de la Inglaterra de finales del XVIII y comienzos del XIX. Así es como dos almas gemelas, las de dos artistas y poetas, entraron en contacto casi por casualidad. Y es que nuestro joven Rossetti, después de este hallazgo, sería también protagonista de un evento artístico de primer orden. Vamos a ver.
Rossetti tenía más ilusión y entusiasmo que habilidad artística, pero no es menos cierto que ese espíritu de superación le llevaría a ocupar, años más tarde, un lugar destacado en el panteón de los pintores británicos. Gabriel Charles Dante Rossetti (tal era su nombre completo) había empezado su formación en las bellas artes en la Academia Sass. Esta escuela preparaba a los jóvenes que querían acceder a la Royal Academy, la institución nacional que acogía a los nuevos valores. En el verano de 1845, tras pasar una prueba, Dante Gabriel logró por fin el reconocimiento y pasó a ser alumno formal de esta reconocida entidad.
No obstante, él era consciente de sus carencias y no estaba muy convencido de que su destino fuera a seguir el dictado de las normas del establishment. Lejos de amedrentarse, buscó un maestro que le ayudara con el arte del dibujo y la perspectiva, y lo encontró en Ford Madox Brown, un artista que, aunque era reconocido, seguía sus pasos por libre, lejos de los dictámenes del buen gusto dictado por la academia.
Con Brown como maestro, Dante Gabriel Rossetti, empezó a buscar a otros artistas afines, tanto en las exposiciones de la Royal Academy como fuera. En la muestra de ese año se fijó en un cuadro titulado La víspera de santa Inés, firmado por un tal William Holman Hunt. Ni corto ni perezoso se presentó ante el joven pintor y se granjeó su amistad. Quiso la fortuna que Hunt vendiera este cuadro en la exposición, con cuyo dinero alquiló un estudio en Cleveland Street. Allí los jóvenes pintores comenzaron no solo a trabajar juntos, sino a debatir sobre el arte de su época. Criticaban a la academia de seguir unos principios caducos que habían sido dictados casi un siglo atrás por el pintor Joshua Reynolds, y se hacían eco de un interés ya manifestado por críticos como John Ruskin, por el arte del Renacimiento primitivo. Gracias a la amistad con Hunt, pronto se unió a este cenáculo John Everett Millais, todo un niño prodigio en el arte de la pintura.
Quizá nos pueda resultar extraño, pero en los cenáculos artísticos de la época, sobre todo a partir de las ideas del mencionado Ruskin, se hablaba de los artistas prerrafaelitas aludiendo a todos aquellos pintores tardomedievales y del primer Renacimiento italiano. Y es más que posible que fuera uno de estos críticos el que comentara que algunas de las obras de estos barbilampiños pintores londinenses se parecían al estilo empleado por los primitivos italianos, a esos prerrafaelitas, calificativo que adoptaron estos jóvenes con gusto.
De este modo, inspirados por el arte del Quattrocento, y deleznando el arte italiano a partir de Rafael, se conjuraron todos ellos para dar un giro respecto a los dictados de la academia y constituyeron la famosa Hermandad Prerrafaelita, uno de los primeros movimientos de vanguardia en el arte occidental. A partir de este momento, todos sus cuadros añadirían a la firma las siglas P. R. B. (Pre-Raphaelite Brotherhood). Y todo ello gracias al entusiasmo y liderazgo de ese muchacho de origen italiano, Dante Gabriel Rossetti.
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Hecha esta introducción sobre quiénes fueron los prerrafaelitas, vamos allá con sus contemporáneos. El período del que vamos a tratar abarca temporalmente el reinado de Victoria (1837-1901) y de su hijo Eduardo (1901-1910). Aunque se trata de una convención temporal y no vinculada directamente con el patrocinio de estos monarcas (aunque sí que es cierto que en la corta vida del príncipe Alberto, marido de la reina Victoria, fue un mecenas de las artes y las ciencias) ese carácter británico imperial ha convenido en llamar «victoriano» y «eduardiano», respectivamente, a estos períodos cronológicos.
Los británicos, como todos sabemos, siempre han seguido sus propias normas: conducen por la izquierda, miden la temperatura en grados Fahrenheit, usan otras medidas como las millas o los pies y, en lo que al arte respecta, también siguieron sus propias convicciones. Si nos fijamos en ese casi completo siglo XIX y comienzos del XX, las pautas artísticas dictadas por la Royal Academy fueron ajenas al arte europeo focalizado en París como su capital. Mientras en el continente triunfaba el impresionismo, el captar la realidad tal y como es percibida por los sentidos, los británicos miraban a la Edad Media y a la mitología.
De alguna manera, la Inglaterra victoriana vio cómo su arte vivía un segundo romanticismo. Como sabemos, las décadas de 1810 a 1830 habían constituido el período del desarrollo del interés por el individuo, por la naturaleza y por el amor que no tiene sentido si no es ante la muerte. Los románticos arraigaron en Francia con artistas tan geniales como Gericault o Delacroix, y en Alemania con la figura de Friedrich, todo un gigante, pero también Inglaterra puede estar orgullosa de tener a dos grandes románticos como Turner y Constable. Su visión subjetiva y arcaica, aunque transformada, conforma una línea artística que tiene su continuación en el prerrafaelismo y que calará hondo en la pintura posterior abanderada por la academia. Este segundo romanticismo tiene dos elementos clave: la mujer como expresión máxima de la belleza, y la mirada al pasado clásico y medieval y a la mitología como temas artísticos fundamentales.
Los nacionalismos que había propugnado el primer romanticismo arraigaron con fuerza en la Inglaterra victoriana. Las figuras de Chaucer, el gran autor de Los cuentos de Canterbury y padre de la lengua inglesa en el siglo XIV, y sobre todo de Thomas Malory, de cuyo puño salieron los relatos que adaptaron las leyendas griálicas francesas y alemanas al entorno británico, fundamentalmente a través del texto La muerte de Arturo, escrito en el siglo XV, fueron reivindicados por los artistas victorianos como veremos más adelante.
El no querer mirar a lo que acontecía en el viejo continente, fundamentalmente en París, llevó a los artistas británicos a fijar la vista también en la Antigüedad, a través de personajes mitológicos, bíblicos e históricos, para recrear escenarios egipcios, hebreos, griegos y romanos, en los que insertaron fundamentalmente la figura de la mujer. Y es que fuera cual fuese el período representado en los lienzos, siempre había una fémina de extraordinaria belleza que ocupaba el rol principal de la materia expuesta en el lienzo. Ya fueran diosas o mortales, reinas o plebeyas, ninfas o gorgonas, inocentes o fatales, las mujeres protagonizaron, sin lugar a dudas, la pintura victoriana.
Y esa belleza se expresa a través de un estereotipo. La mujer suele tener un rostro dulce, un tanto aniñado, con una larga melena lisa, las más de las veces pelirroja, de cuerpo de apariencia frágil pero nunca débil. Es en el gesto donde radica la diferencia: la dulzura se puede tornar en amargura, la decisión en aburrimiento o la bondad en radical crueldad. Es esta mujer a la que se asoció el apelativo de prerrafaelita, pues Rossetti, Millais y Hunt fueron los primeros en desarrollarla, pero la Royal Academy, fagocitando un arte que había nacido en su contra, hizo suya a esta mujer. Esta fémina versátil encajaría con todas las heroínas y villanas de un mundo arcaico que ya hacía tiempo que había dejado de existir. Ese es este rincón de las islas británicas donde el arquetipo de la doncella germinó con tal fuerza que se convirtió en el buque insignia del arte victoriano.
Ese enclaustramiento de la mujer ideal en lo vetusto, lejos de la modernidad de su tiempo que ya se estaba dando en el continente, es el que sacó a los victorianos fuera del mercado del arte europeo. Es por esto que la pintura británica de este período apenas pudo ser apreciada fuera de las islas y fue también ignorada en los libros de historia del arte. Así, la pintura victoriana se quedó aislada más allá del canal de la Mancha.
Los clientes de los artistas británicos los encontramos también dentro de sus fronteras. Los galeristas londinenses primero, y los empresarios de las regiones más pudientes del orbe anglosajón después, fueron los principales comitentes de los pintores victorianos, generando así un arte autárquico que apenas permeó fuera de las fronteras british. Su objetivo fue decorar las grandes mansiones de las islas.
Pero este fenómeno duró solo hasta la llegada de la Primera Guerra Mundial. Tras esta catástrofe, el arte inglés se topó con una realidad cruel y dura que borró de un plumazo de los lienzos las andanzas del rey Arturo o los peplos romanos.
No sería hasta comienzos del siglo XX cuando, gracias a las subastas y los coleccionistas, los viejos cuadros que habían permanecido tradicionalmente en las familias británicas, arrinconadas en los sótanos cogiendo polvo, salieron de su olvidada reclusión para ser dadas a conocer a todo el mundo. Y entonces empezó la segunda juventud de estas obras que, desconocidas a la par que fantásticas, se abrieron por fin el hueco que les corresponde en la historiografía del arte.
En España, pese a nuestra tradición coleccionista, apenas contamos con un cuadro victoriano en el Museo del Prado, La siesta, de Lawrence Alma-Tadema, donado por un diplomático español en tierras británicas. Y no fue hasta el siglo XXI cuando tímidamente comenzaron a llegar exposiciones de prerrafaelitas a nuestro país. Fue en la Fundación La Caixa en 2004 donde pudimos ver Los prerrafaelitas: la visión de la naturaleza, en la que la Tate Gallery (el templo del arte victoriano en Londres) cedió su más preciado tesoro, la Ofelia de Millais, para que los madrileños abriéramos los ojos y quedáramos prendados de la pelirroja más famosa del arte victoriano, acompañada de toda una serie de paisajes de los maestros londinenses. En el Thyssen, primero tímidamente, aparecieron un buen puñado de cuadros victorianos camuflados en la exhibición De Cranach a Monet de la colección Pérez Simón de México, para luego llegar ya con toda su pompa en la flamante Alma-Tadema y la pintura victoriana en la colección Pérez Simón de 2014, exposición que supuso un hito en su género, solo detrás de la muestra de 2009 en el Museo del Prado titulada La bella durmiente. Pintura victoriana del Museo del Arte de Ponce de 2009. Como vemos, ambas exposiciones se conformaron con parte de museos y colecciones hispanoamericanas. Otras muestras que incluyeron artistas victorianos en sus nóminas fueron William Blake (1757-1820) Visiones en el arte británico en CaixaForum en 2012 y William Morris y compañía: el movimiento Arts and Crafts en Gran Bretaña en la Fundación Juan March en 2018. Los victorianos nos habían visitado, por fin, en todo su esplendor.
Y si todo va bien, tal vez tengamos la suerte de acoger en Madrid un nuevo museo, sito en la conocida como Serrería Belga, antaño hogar de Medialab Prado, donde es posible que vayamos a custodiar parte de la colección Perez Simón a la que acabamos de aludir. De momento hay una muestra en Cibeles, en el complejo expositivo de CentroCentro. Será una suerte para nosotros si contamos con esta muestra en tierras matritenses para poder así acercarnos de vez en cuando a presentar nuestros respetos a los pintores victorianos.
Si quieres saber más, te recomendamos: La vanguardia prerrafaelita. Levantando el velo, aquí en Jot Down.