En un mundo donde el contenido se sirve con la misma rapidez que se dispara un arma de fuego en EEUU, llega la segunda temporada de El juego del calamar, una serie sobre estimada que, al parecer, se ha convertido en sinónimo de intriga, crítica social y, por supuesto, explícita tortura visual para aquellos que buscan profundidad narrativa. Desde luego, el título ya es una advertencia: El juego del calamar, un título misterioso que en España no tiene sentido alguno, y lo más grave es que su incoherencia no se limita al nombre, sino que se extiende, como un virus, por todos los rincones de esta nueva entrega.
Intentemos desentrañar el misterio del título. En Corea, el «juego del calamar» es una reminiscencia de un entretenimiento infantil, una mezcla entre «saltar la valla» y «la rayuela» con tintes de estrategia marcial, algo que presuponemos que cualquier niño coreano de los setenta recordaría con cierto cariño. En España, el calamar se queda en la paella —sí, en la paella, no he venido aquí a hacer amigos— y no se asocia ni de lejos con la estrategia o el juego. Pero Netflix, en su inagotable esfuerzo por globalizar hasta los conceptos más locales, nos ha dejado con esta traducción extraña, sin preocuparse por cómo suena a oídos hispanohablantes. ¡Qué más da si el calamar juega o no! Lo importante es que haya suficiente sangre digital y planos aéreos de coreanos que mientras lloran ejercen con teatralidad muecas espantosas.
Ahora bien, el problema real no es el título, sino lo que se esconde detrás de él. La primera temporada, con sus críticas veladas al capitalismo desenfrenado y su puesta en escena colorista y claustrofóbica, al menos tenía el encanto de la novedad. Era un festival del absurdo con trajes de colores y personas anodinas jugando a morir de maneras creativas. Pero la segunda temporada… ah, la segunda temporada. Aquí es donde todo colapsa como exrepública soviética acercándose a la Unión Europea. Y hablemos del ritmo narrativo. Hay episodios que se alargan como una partida de ajedrez donde solo quedan los dos reyes. Las tramas se estiran sin pudor, confiando en que los espectadores, presos de una mezcla de morbo y aburrimiento, seguirán haciendo clic en «siguiente episodio» porque, total, ¿qué otra cosa hay que ver hasta que aparezca la segunda temporada de Separación? Las subtramas, presuntamente ideadas para aportar profundidad, terminan pareciendo trabajos de fin de curso de un estudiante de cine que leyó a Antonin Artaud por primera vez y decidió que tenía que poner su huella en el mundo.
Los nuevos personajes no ayudan. En un esfuerzo evidente por rellenar el metraje, Netflix nos ofrece una galería de clichés andantes: un rapero monguer que debe pasta, una coreana del norte que es (casi) buena —por eso ha huido a Corea del Sur—, y la archiregurgitante estrella del K-pop con encefalograma plano. Todos ellos se mueven por la trama como si estuvieran en un videoclip barato, con diálogos que parecen haber sido escritos por un chatbot programado para imitar dramas adolescentes. Más que enriquecer la historia, parecen sacados de una audición fallida de reality show, aportando al conjunto un aire de artificialidad que ni siquiera el más indulgente de los espectadores puede ignorar. Visualmente, la serie sigue siendo atractiva, eso sí. Pero ya sabemos que con suficiente presupuesto cualquiera puede hacer que un plano parezca sacado de una película de Kubrick. Lo difícil es darle sentido y alma a lo que está delante de la cámara. Aquí, lo que vemos es una acumulación de imágenes bonitas, pero huecas. ¿De qué sirve una estética impecable si los personajes caminan por el decorado como figurantes de una obra de teatro de secundaria?
Y llegamos al tema de la violencia. En esta segunda temporada, la brutalidad se ha convertido en el eje central de la serie, pero no de una manera reflexiva o provocadora, sino gratuita. Hay una delgada línea entre la crítica social y el sensacionalismo, y El juego del calamar la cruza con la elegancia de un tertuliano haciendo méritos en un programa de media tarde en televisión. Las muertes, lejos de impactar, terminan generando un extraño bostezo colectivo. ¡Ah, otra vez alguien explota en mil pedazos! Pasemos al siguiente. La crítica social también es de parvulario. La primera temporada tenía algo de sutil: señalaba las injusticias del sistema con cierto ingenio. La segunda opta por el martillo. Los ricos son malvados, los pobres son víctimas, y no hay espacio para matices si no vas paseando por Collbató. Al final, la serie cae en la misma trampa que intenta denunciar: convertir el sufrimiento humano en entretenimiento para masas.
Puestos a elegir un «Battle Royale», antes que sentarse a ver el escaparate de obviedades que es El juego del calamar, invito a los lectores a que descubran la japonesa Alice in Borderland, un laberinto intelectual a medio camino entre Cube y Mad Max que desafía al espectador. Esta serie, con su Tokio desierto y postapocalíptico, no se contenta con lanzar críticas sociales prefabricadas. No, aquí la narrativa se sumerge en el existencialismo, la naturaleza de la humanidad y los límites de la moralidad cuando se enfrentan a la pura supervivencia.
La estética de Alice in Borderland es menos llamativa, pero infinitamente más inmersiva. Los escenarios, que mezclan la devastación con lo mundano, invitan a la reflexión y al desconcierto. Los juegos, lejos de ser una simple excusa para la violencia, son puzles meticulosamente diseñados que exploran la inteligencia, el trabajo en equipo y la psicología humana. Y los personajes, ah, los personajes. Arisu y Usagi son mucho más que vehículos narrativos; son seres humanos tridimensionales cuya evolución emocional y psicológica es tan importante como la trama misma. Mientras El juego del calamar parece concebido para provocar frases exclamativas que acaban en «Bro!», Alice in Borderland está hecha para debates frikis donde cada prueba se analiza científicamente y cada silencio cómplice se interpreta como si fuera una viñeta de Alan Moore.
Con la llegada de la segunda temporada de ambas series, las diferencias se hacen aún más evidentes. La nueva entrega de El juego del calamar sigue con sus traiciones predecibles, más vueltas de tuerca que se ven venir a un parsec de distancia e introduce como novedad al mundo cripto como nuevo reino de Hades. Es entretenida, sí, especialmente para adolescentes de 14 a 50 años, pero también agotadora en su insistencia por repetir los mismos trucos que la hicieron famosa. En cambio, la segunda temporada de Alice in Borderland profundiza en sus temas centrales y lleva a sus personajes a terrenos aún más oscuros y complejos. La serie no tiene miedo de reinventarse, de explorar nuevas dinámicas, de empujar los límites de su narrativa y, sobre todo, tiene al Rey de tréboles que es un gusto verlo.
N.A.: Aprovechado que es 28 de diciembre me he permitido publicar esta reseña sin ver la temporada 2 de la serie basándome en los comentarios de un adolescente. No way.
Pues me ha encantado la broma 😂