Vi un artículo de Savater en el que, reconociendo que apenas veía la televisión, aunque defendía el medio motejando de tontos de remate a quienes la llaman «la caja tonta» (cosa con la que es imposible no estar de acuerdo), tomaba partido por Pablo Motos/El hormiguero en su pugna contra David Broncano/La revuelta, solo porque consideraba a este un títere del gobierno socialista. Juzgar un programa por la cadena que lo emite es un poco como despreciar a un equipo de fútbol por el estadio donde juega sin pararse a examinar cómo se juega, pero allá Savater con sus filias y fobias, le debe uno tantos buenos ratos que no lo va a condenar por un capricho al que, faltaba más, tiene derecho por muy equivocado que le parezca a uno. A mí, sin embargo, sí me parece interesante hacer un ejercicio de televisión comparada, aunque lo malo de este «combate del siglo» que nos han vendido entre dos multimillonarios —no es un ataque, que conste, es una mera, y muy envidiosa, descripción—, lo malo, digo, es que el de nuestra televisión es un combate del siglo que se ha ido repitiendo noche tras noche durante los últimos meses, y en algún momento hará callo y ya dará igual si empatan o gana uno o el otro. No nos coge de nuevas, tampoco, en las historias de nuestra televisión es capítulo infalible el dedicado a la pugna que durante unos pocos meses mantuvieron en las madrugadas el Missisipi de Pepe Navarro contra las Crónicas Marcianas de Sardá.
Lo primero que hay que decir es que el señor que insistió en fichar a Broncano para la televisión pública por veintiocho millones de euros —y dos temporadas, sin que los malos datos de audiencia repercutieran en caso de darse en la emisión del programa— acertó de pleno, hizo bien en dimitir cuando no aceptaron su propuesta y le salió redonda la jugada porque ahora es presidente de la cosa. Tuvo un día inspirado, fue consecuente, los hechos y la audiencia le dieron la razón y le vino la recompensa. Ni idea de cuál sea su currículum, pero me parece fuera de toda duda de que el hombre sabe un rato de televisión y de comportamientos de lo que Enzensberger llamaba, a cuento del entretenimiento, «la manipulación industrial de las conciencias», y no sé si eso mismo se puede decir de todos los que le han precedido en el cargo.
En la comparación entre programas me parece que La revuelta cuenta con una herramienta difícil de combatir y superar —más allá de las necias antipatías o simpatías ideológicas que lleven a cada espectador a sintonizar uno u otro programa—: la potencia adictiva de lo inesperado. El programa de Broncano no avisa nunca quiénes son los invitados, sigue un mismo patrón cada noche gastando unos minutos, que a veces son los mejores, dedicándoselos al público del teatro, que parece siempre como que haya ingerido una buena dosis de adrenalina, por ser cautos. El presentador, después de tocar el bombo, en una reivindicación futbolística muy efectiva, dedica unos minutos a hablar con este y con aquel (una de las fuerzas de su programa es que no todo él es lo que vemos: viene precedido de un preshow en que un ayudante ha examinado a los componentes del público y seguido de una labor de edición, pues no se emite en directo) y luego vienen las entrevistas que son puras antientrevistas porque rara vez se habla de lo que se supone que ha llevado hasta el teatro a los invitados: en promoción La revuelta emplea dos minutos, pone un tráiler, hace —copiando a Jimmy Fallon— la presentación con redoble de tambor del producto que se promocione —disco, película, programa, obra teatral— y pasa a hablar de cualquier cosa hasta que Broncano dice: la entrevista está hecha, casi como si hubiera cumplimentado un trámite administrativo. Curiosamente las únicas entrevistas realmente interesantes que ha hecho, y en las que se nota que el propio presentador está intrigado, son las que les hace a personas que no pertenecen al famoseo: un jugador de ajedrez, un cirujano, un escalador… gente que cuenta historias fascinantes contra la espuma banal de esa élite de actores, músicos, entretenedores que, enfundados en sus personajes, suelen resultar tediosos a pesar de los significativos esfuerzos del presentador por bajarlos a la realidad, auténtico campeón de la espontaneidad apoyado por unos colaboradores siempre alertas que se las arreglan para colar golpes de veras geniales, para incrustar un chiste verbal, un comentario sarcástico, unas risas. La actitud festiva del público muy a menudo se hace un poco hartible, que decimos en el sur, acercando el show a la fiesta de fin de curso de unos muchachos de COU que se han pasado con los refrescos energéticos.
Ese mundillo del famoseo, esa élite en la que todos son o parecen amigos de todos y todos van invitados a los conciertos o estrenos o aperturas de restaurantes de todos, es el punto más débil del programa de Pablo Motos. Le cuesta sorprender. Su lista de invitados es larguísima porque su programa ha sido líder durante casi veinte años, pero todos más o menos pertenecen a una misma dimensión: la de la fama, que ya sabemos que cuesta y hay que pagarla con sudor, pero tampoco hay tanto famoso que resista tres entrevistas sin que nos gane la pereza. Ha habido gente que ha pasado ya veinte veces por su programa, y aunque sus entrevistas están mucho más elaboradas y preparadas que las de Broncano, el hecho de que los entrevistados sean siempre los mismos —esta temporada ha tratado de hacer de Hollywood un nuevo barrio de Madrid— y el espacio dedicado a la promoción de productos de actualidad se lleve una buena parte de las entrevistas, implica que sea muy rara la que no resulte cansina y abaratada por el bienquedismo o se quede en un no menos hartible blablablá (en eso los que vienen de Hollywood se demuestran grandes profesionales porque saben que siguen interpretando, que la promoción es solo la parte más importante de la película que promocionan). La otra parte del programa de Motos se dedica, aparentemente, a la ciencia, pero muy a menudo se conforma todo en un «puedo y no quiero» (no hay errata ni dislexia en la expresión). Un «puedo y no quiero» en el que se prefiere el espectáculo a la pedagogía (supongo que con la excusa de que a esas horas a nadie le apetece aprender nada que tenga algo de valor y todos preferimos ver cómo cae un coche desde un noveno piso y se estampa contra una piscina de bolas, por decir algo: la vaciedad del entretenimiento, volviendo a Enzensberger y a la definición de entretener como «impedir que alguien haga lo que tiene que hacer»). Reconozco que cuando veo algunos de los muy espectaculares números que preparan en El hormiguero, con el enorme esfuerzo de producción invisible que llevan detrás. Tengo esta sensación: es como si Dante Alighieri en lugar de emplear su talento, su energía y su potencia en escribir los tercetos de la Comedia, los hubiera dedicado a escribir un manual para jugar a las canicas. Algo así. Cosa no exenta de mérito, pero prescindible y encarecida.
Cuando la pandemia, el programa de Motos tuvo que reinventarse para no parar y ahí descubrieron la sección por la que ha recibido tantos ataques ideologizados: la tertulia. Dado su buen rendimiento en cuanto a espectadores, después de que pasara la covid, las tertulias se mantuvieron como la espoleta que habría de significar a El hormiguero, para los simpatizantes del gobierno, como enemigo acérrimo del gobierno y embajador en prime time de la fachosfera. No sé en qué manual de estilo está escrito que un programa de entretenimiento no puede dedicar parte de su duración a tertulias de signo político, toda vez que han sido los propios políticos los que han hecho todo lo posible por pervertir la política para volverla entretenimiento. Lo cierto es que a Motos le cayó el sambenito de enemigo público número uno de Pedro Sánchez, colaboradores de emisoras claramente progubernamentales la tomaron con él asegurando que empleaba métodos mafiosos y confeccionaba no sé qué listas negras, lo que llevó a su vez a considerar que el fichaje de Broncano para las noches de la televisión pública era un movimiento del gobierno para debilitar las tertulias de El hormiguero. Si hubiese sido así, no parece haberlo conseguido porque se ha producido algo verdaderamente meritorio y sorprendente en estos meses: un parecido número de espectadores ve cada noche los dos programas, el de Broncano ha logrado llevar ante el televisor a gente, sobre todo jóvenes, que antes no tenía costumbre pero no ha logrado rascarle espectadores al de Motos.
El programa de Broncano —ni idea de por qué reconocido como producto propio por la izquierda— superó cualquier expectativa no solo plantándole cara en cuanto a audiencia al de Motos —ni idea de por qué reconocido como producto propio por la derecha— sino ganándole en estricta coincidencia de franja horaria de emisión muchas noches. Broncano tiene una virtud, que ya tenía Wyoming, tan innegable como plausible: es la capacidad protectora de reírse de sí mismo y ridiculizarse —«esta mierda», le llama a menudo a lo que hace—, de donde cualquier ataque que se le haga ya viene precedido por su propia capacidad para ponerse en solfa a sí mismo. Aparte de eso, él representa una especie de pasotismo triunfal: desde sus declaraciones astutas —con las que es imposible no estar de acuerdo— de que «se sobrevalora mucho el trabajo», hasta su querencia por la sorpresa, por no saber muy bien qué van a echarle para que la espontaneidad haga su eecto: por supuesto esto también debe estar muy trabajado, y prueba de ello es uno de los momentos televisivos del año, cuando, entrevistando a la cantante Amaia, esta sacudió a la audiencia para despedir la temporada con la interpretación de una canción que comenzó a capela sentada en el sofá de invitados y acabó en la calle acompañada de banda de tambores y cornetas y que casi íntegramente fue rodada en plano único. Me entero de que esa actuación alucinó a los veintegenarios y dejó indiferentes a los cincuentañeros, y hacen mal estos últimos porque la canción era pura trova cubana y la realización una clase magistral, si la hubiera cantado Silvio Rodríguez con su guitarra habrían echado una lágrima recordando nuestras adolescencias, estoy seguro, y lo bueno de todo ello es que, a pesar de la peste de reguetonismo barato que padecemos —no hablo de Residente, y su magistral «René», y de algún otro auténtico poeta— todavía puede colarse en algún sitio alguna melodía que esté a la altura del «Acuérdate de Abril» de Amaury Pérez o el «Cuando digo futuro» de Silvio, tampoco está tan mal (y conste que esto lo dice alguien que cree que la única obra maestra que se ha escrito en español en el último medio siglo es «Para ti» de Fernando Márquez, ya sé que estoy equivocado, pero esto es como el chiste del escorpión, la naturaleza).
La cosa es que el roce entre los dos programas abandonó lo virtual y alcanzó la confrontación directa cuando La revuelta entrevistó al motociclista Jorge Martín, campeón del mundo de moto GP, y los de El hormiguero se enteraron y consiguieron que esa entrevista no se emitiese porque tenían contrato con el motero para que les concediese la primera entrevista. Broncano y su equipo decidieron que ese día El hormiguero atentó contra su trabajo —por sobrevalorado que esté trabajar— y como protesta emitieron un documental de una berrea de ciervos: por increíble que parezca estuvieron a unas décimas de igualar con quince minutos de ciervos la audiencia de El hormiguero que entrevistaba al actor británico Hugh Grant. No tardó en contestar el propio Motos rompiendo la dinámica de El hormiguero de hacer como si el rival no existiese —cosa que los diferencia también porque en La revuelta los chistes sobre El hormiguero son casi una pauta y hasta llegan a decir sin problema alguno a quién están entrevistando a la misma hora en la que ellos están emitiéndose—, se quejó de la tergiversación de los hechos. Contó que ellos habían pactado una entrevista con el campeón del mundo cuando aún no lo era, que esa entrevista debía ser la primera que se diera en televisión y que al haberse enterado de que días antes de la entrevista que tenían previsto hacerle iba a emitirse otra en otro programa contactaron al mánager del campeón que se ocupó de cancelar la entrevista. Motos se quejaba, con razón, de que un asunto tan peregrino como ese hubiera merecido atención en tertulias, telediarios de la televisión pública y demás, suscitando hasta respuestas de presentadoras del ente público como Silvia Intxaurrondo que lo desmentían cogiendo muy por los pelos lo dicho por el presentador. No es verdad que la noticia de que El hormiguero obligara a cancelar la entrevista con el campeón de motos en La revuelta abriera un telediario, pero sí que los telediarios se hicieron eco de ella como si fuese algo más que una vulgar disputa entre programas. Lo cierto es que al final ambos espacios entrevistaron al muchacho y ambas entrevistas fueron lógicamente tediosas porque como todo el mundo sabe los pájaros no entienden nada de ornitología y el muchacho, simpatiquísimo, tampoco daba para charlas trascendentales —a pesar de que se juega la vida a trescientos por hora en cada carrera: solo la inconsciencia se lo permite. Quizá por eso la de Broncano funcionó mejor: hablaron de cualquier cosa como es habitual en las antientrevistas que hace Broncano (a mí me dio un ataque de melancolía porque el entrevistador se puso a leer los nombres de los campeones grabados en la copa y dijo que debía estar mal que se repitiera tanto el de un tal Agostini: Giacomo Agostini, santo cielo, cuántas mañanas de domingo viéndolo triunfar en tantos circuitos para ser ahora un nombre que ni los moteros de nueva hornada recuerdan).
Lo más paradójico de que nos hayan tenido entretenidos con dos programas de entretenimiento es que, cumpliendo ambos, en la medida de sus fuerzas y talentos, con su misión, ambos desperdicien la colosal potencia que se han ganado para, de vez en cuando, no digo que todas las noches, pero de vez en cuando, colar en sus nutridas audiencias algo de verdadera realidad. No la realidad emitida hasta la saciedad de casos de corrupción en las altas esferas y declaraciones de este y de aquella para hacer ruido, no la realidad de las promociones de productos que llenarán el Wizink o agrandarán las cuentas de Netflix. Sino la realidad en la que la corrupción es norma y costumbre del país que tenemos. Hay un profesor de treinta y pocos, David Martín Saez, que ha abierto un crowdfunding porque está litigando contra universidades en las que, a pesar de un currículum invencible, ha sido derrotado en una, la Autónoma de Madrid, por un hijo de un profesor del departamento —filósofo él que nos da muchas lecciones sobre comportamientos éticos—, por un presunto plagiario en otra —la de Murcia— y por la candidata de la casa en otra —la Universidad de Granada— a la que primero le ganó la plaza pero la derrotada recurrió y la comisión se vio obligada a darle la razón bajándole la nota al ganador, al que no se le permitió recurrir. A pesar de que el profesor Martín Sáez ha conseguido finalmente colocarse en otra universidad, quiere seguir adelante con los litigios para visibilizar el mal endémico de la universidad española, esa endogamia que impide que despegue y obliga a que la definición de universidad como lugar de la excelencia no sea más que una fachada donde la mediocridad tiene su asiento, el favoritismo corrupto está a la orden del día y es raro el departamento donde corruptelas y mobing no llene los pasillos de pesadumbre y repugnancia o haga huir todo lo lejos que puedan a las mejores mentes de la nueva generación. Echa uno de menos que a gente como este joven profesor no le hagan sitio alguna vez, no en un programa de denuncias que todos quitamos porque ya estamos cansados de vida difícil a esas horas, sino en un programa de puro entretenimiento. Porque estoy seguro de que nos partiríamos de risa si lo oyéramos contar la de cutreces y putadas que tienen que soportar los jóvenes investigadores. Colar así en el entretenimiento, contra el que uno no tiene nada, un poco de realidad diaria y, ya de paso, para que se nos bajen los humos de españolidad o progreso, que acosadores, rectores cobardes, instructores de casos que miran para otra parte, excelencias de mierda (por supuesto todo presuntamente), vean lucir sus vergüenzas prime time, y susciten las risas o los abucheos de la gente, a ver si así dejan de sentirse impunes y de protegerse los unos a los otros y, de camino, logramos que el entretenimiento sirva para algo más que para que desconectemos.
El profesor universitario se llama Daniel, no David. Gracias de antemano por la fe de erratas.