No recuerdo la primera vez que vi E.T. (Steven Spielberg, 1982). Sé que no fue en un cine, pues donde vivía no había. Recuerdo que tras verla, salí a la calle montado en la BMX que teníamos los niños de entonces antes de que se inventaran las «bicicletas de montaña» para rodar por el asfalto, y pedaleé como si no hubiera un mañana, mientras en mi cabeza sobrevolaba las casas del pueblo don de crecí. Eso es E.T. para mí. Entre otras muchas cosas, un canto a la libertad y a la inocencia, quizás el más bonito, porque no hay nada comparable a ver el jodido mundo de los adultos a través de los ojos de un niño. Donde lo complejo se vuelve sencillo. De eso hablaba la quinta película de ese mago del séptimo arte del entretenimiento (no hay nada de malo en ello) que es Steven Spielberg.
Para los niños que crecimos en los ochenta hay dos películas que ocupan un lugar preferente en nuestra memoria sentimental y que, con el paso del tiempo, se han convertido en reveladoras. Una es E.T. y la otra es The Goonies (Richard Donner, 1985). Especialmente con la primera, los niños de aquellos oscuros años ochenta españoles descubrimos que había un país muy lejano en la que la gente vivía en casas unifamiliares con jardín y perro, había taquillas en los colegios, una cosa llamada Halloween y los críos vivían apasionantes aventuras a la puerta de casa y comían chocolates rellenos de algo tan exótico como la mantequilla de cacahuete. La historia es de sobra conocida. Un extraterrestre (bueno) queda varado en la Tierra y es acogido como uno más de la pandilla por un crío, Elliot, con problemas de cariño. Y a partir de ahí, la trama, una metáfora del «amigo imaginario» con importantes notas autobiográficas de la infancia del propio director del filme. La película batió todos los récords de taquilla, fue nominada a nueve Óscar de la academia pero solo se quedó con cuatro premios en categorías técnicas. Lo normal, dada la tendencia de la crítica «sesuda» a despreciar todo aquello considerado «mundano», por ser del gusto del gran público. Y E.T. lo era, pues pocas películas han reunido ante la pantalla a hijos, padres y abuelos con idéntico resultado: la sonrisa y la lágrima a partes iguales. Richard Attenboroug, que aquel año de 1982 se llevó la preciada estatuilla a la mejor pe lícula con su aburrida Gandhi, reconoció: «Yo esta ba seguro no solo de que E.T. podría ganar, sino de que ganaría. Era inventiva, poderosa, y maravillosa. Yo hago películas más mundanas».
Hace años, una conocida marca de coches realizó una campaña que era una genialidad. Un niño sale del colegio y se monta en el asiento de atrás del coche donde le espera su padre. Es sentarse el crío y, en dos frases, deja al descubierto el engranaje del sistema:
—Papá, ¿sabes que mi amiga Nerea es negra?
—Claro, claro que lo sabía…
—Pues yo no.
He ahí la primera moraleja. Ante los ojos de un niño, no hay diferencias, y eso incluye a los seres llegados de otro planeta. Son los adultos los que las construyen representados por todo ese aparato punitivo que es la sociedad y, en último término, el Estado. FBI, CIA, NSA, policía en general o una madre que teme por la vida de su imaginativo hijo.
Hay quien dice que Spielberg es en realidad una especie de sádico que gusta de maltratar niños. Puede ser y basta echar un vistazo a su filmografía. Véase por ejemplo Tiburón (1975), Indiana Jones y el templo maldito (1984), la inefable Inteligencia Artificial (2001) o incluso Gremlins (1984), de la que fue productor. También que lo que rodea a E.T. (o a The Goonies) es clavado a lo visto en clásicos del terror de los ochenta como Poltergeist (1982). Hay muchas y variadas lecturas, incluso apocalípticas, que rodean a E.T. La imagen de un futuro sombrío que ya hemos visto desfilar ante nuestros ojos. Puede ser, pero todas esas lecturas son subjetivas y cada cual escoge con qué quedarse. A fin de cuentas, solo muchos años des pués, aquellos niños que vimos E.T. ojipláticos nos dimos cuenta de que aquel país lejano de la pantalla escondía una realidad que la película también mostraba: hogares desestructurados y cierto desarraigo vital de los habitantes de ese paraíso artificial que, por medio del capitalismo, nos hemos dado. Pero qué más da. Que se joda el mundo, las críticas sesudas y los estudios culturales de nuevo cuño. No hay como tener hijos a los que poder poner mi vieja copia de E.T. y rememorar, en el brillo de sus ojos, aquella primera vez en que supe que las bicicletas podían volar o que, a ojos de un niño, es posible verse en la mirada de «el otro». Aunque para establecer una conferencia con casa fuera necesario construirse un teléfono con un magnetófono de juguete y una lata de café.