Menos mal que siempre hay un crítico olisqueando por todos los rincones del palacio de la cultura, especialmente en los días de desfile, porque si algo no gusta a los burgueses es el desorden en los contratos. Todo gremio criminal necesita de una mínima autoregulación, pero de todos es sabido de los pintores y los poetas son delincuentes especialmente bárbaros y briosos, tendientes por naturaleza a excesos súbitos y alegres, y eso, en el palacio de la cultura, solo se puede permitir en los días de carnaval. Para el resto del año, uno debe ser anunciado por el mayordomo según un protocolo milenario, y así la señora del banquero sabe desde el principio con quien exactamente está compartiendo la bandeja de los canapés.
Naturalmente esto es la teoría, pero ahí tenemos lo que ocurrió en la fiesta del año 1874, cuando los impresionistas quisieron colarse en la cena de gala disfrazados de repartidores de cerveza belga. Por suerte, como ya he dicho, siempre hay un crítico olfateando por todas partes y un olor extraño fue rápidamente detectado. Y así, mientras los invitados comentaban distraídamente qué tal sabían los nuevos versos de tal o cual poeta oficial (sin ponerse de acuerdo, como siempre, porque unos los encontraban excesivamente salados y otros demasiado dulces), o a cuánto estaba en la bolsa del arte el desnudo mitológico (que prácticamente mantenía el mismo precio de otros años, con una pequeña variación si las olas del mar estaban firmadas por Cabanel), con gran sutileza un ejército de guardaespaldas se situó estratégicamente en torno a los infiltrados. ¿Y qué hacer entonces? Si el enemigo al que te enfrentas es tan vago que no tiene ni ganas, ya no de hacer un sublime manifiesto que deje aturdido a los lectores, sino que ni siquiera se molesta en poner nombre a su vanguardia, entonces no te queda más remedio que ponérselo tú, para que así alguien de la organización se encargue de los revoltosos y les ponga en el lugar del desfile que les será adjudicado. Solo así la fiesta trascurrirá según los parámetros previstos y los burgueses podrán volver a sus casas satisfechos y con la cartera provisionalmente un poco más ligera de lo habitual. Todo esto es más fácil, naturalmente, si el agitador se presenta con el carnet de agitador en la mano. De este modo se gana tiempo y en pocas horas el botín ha sido debidamente repartido entre las editoriales, los museos, las galerías de arte, los pabellones de caza y las oficinas de los ministerios. Y luego, si sobra algo, pues ya les toca a las escuelas y las bibliotecas.
De esta manera, una vez superada la introducción inevitable del asunto a tratar, tenemos que enfrentarnos a la pregunta que tanto nos angustia: si un día nos despertamos con ganas, con unas ganas locas e irreprimibles de fundar un movimiento artístico, ¿debemos dejar fluir nuestro deseo sin ponerle ningún límite o debemos refrenar momentáneamente estos deseos hasta que tengamos un arma adecuada con la que disparar nuestra munición destructora? O, por resumirlo en una frase, ¿lo hacemos a pelo o nos ponemos un manifiesto? Y sí, digo manifiesto porque, dado nuestros escasos medios para proveernos de un arsenal más sofisticado, un manifiesto (adecuadamente publicado en algún periódico o revista, cuanto más importante mejor) no solo tiene el poder automático de declararnos oficialmente invasores, sino que su propia naturaleza violenta puede por sí mismo sacudir los pilares del arte. Luego ya veremos si los pilares aguantan la sacudida, pero el susto de los que están durmiendo en las plantas nobles queda garantizado… O no… Porque al final tantos manifiestos acaban cansado, y por eso algunos criminales sin control prefieren volver a los viejos métodos de ataque: ni manifestó ni nada, a pelo, a lo bruto, sin perder tiempo en declaraciones de guerra previas ni en formulas de cortesía caducas. Y así tenemos por un lado a los Futuristas, a los Surrealistas y a los Dadaístas, y por otro lado a los Simbolistas, a los Expresionistas y a los Cubistas, solo por poner unos pocos ejemplos.
Sin embargo, de todos es sabido que en el hampa criminal del arte las apariencias engañan siempre. El señor Vlaminck, fauvista hasta la médula, podía vestirse discretamente de modesto puntillista para colarse en la gala anual de la academia con una bomba de colores oculta bajo su sombrero. Por otro lado, el señor Mondrian podía calzarse unas alpargatas usadas y presentarse en un museo, un domingo por la mañana, con un irritante aire de despiste, pretendiendo engañar al crítico de guardia, sin ningún éxito, o en todo caso con un éxito pasajero, porque cualquier crítico, ya sea con uniforme o de paisano, detectará rápidamente el olor a consulta de dentista de su pantalón.
Por todo esto, puestos a decidir, y teniendo en cuenta que el ojo del burgués siempre acecha en los despachos de subastas de los sótanos del palacio de la cultura, en mi modesta opinión mejor hacer las cosas bien desde el principio. Y si uno es un protofascista pues lo dice, y no pasa nada, que luego ya vendrá la Primera Guerra Mundial y nos pondrá en la fila correspondiente, que en el caso de Boccioni no le llevará muy lejos, pero al menos, llegado el momento de confesar sus crímenes pictóricos, tendrá el consuelo que haber seguido el único verdadero mandamiento de todo artista de verdad: ser sincero en sus defectos y ser horripilantemente vanidoso en sus pretensiones. ¿O no?