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Genios, nómadas y beduinos: Siwa, el oasis de Amón Zeus (y 2)

Genios, nómadas y beduinos Siwa, el oasis de Amón Zeus

Viene de «Genios, Nómadas y beduinos: Siwa, el oasis de Amón Zeus (1)»

No me costó encontrar a Yusif Mansur. Le conté el motivo de mi estancia en Siwa y me ayudó en todo momento. Me sorprendieron los rasgos físicos de los siwies. Algunos eran pelirrojos de ojos azules, otros parecidos a los bereberes, y abundaban los africanos descendientes de esclavos, una de cuyas rutas pasaba por el oasis antes de acabar en el Mediterráneo. No se veían mujeres en el espacio público. Apenas unas sombras cubiertas de negro que salían precipitadamente de una puerta para introducirse en otra. Ni siquiera acudían al zoco, donde las compras las hacían los hombres. En Siwa, la desigualdad rozaba directamente la esclavitud y la comparación de la suerte de las mujeres siwies con la de sus hermanas, ya no hablo de las de Alejandría o El Cairo sino de las de los otros oasis, era deprimente.

Cada mañana acompañaba a Yusif en su carreta a los vergeles al encuentro de sus zagalah, como llamaban en siwi a los aparceros. Trepábamos a las datileras y yo ayudaba también a recolectar aceitunas. Desayunábamos pan recién hecho, queso blanco y olivas, y, cómo no, los renombrados dátiles de Siwa, tan dulces que parecían confitados. Sobre unas ramas humeaba siempre una gran tetera. Tendido en la estera, veía el cielo azul enmarcado entre palmeras. 

Un joven campesino se encaramaba a una palmera y un segundo recogía aceitunas, mientras otros seleccionaban dátiles y los cargaban en las alforjas o quemaban rastrojos. Yo les ayudaba y ellos me enseñaban. Reíamos. A menudo el palmeral permanecía en silencio, apenas roto por el intermitente canto de los pájaros, el sonido de las hojas agitadas por una brisa repentina o inesperados rebuznos. De vez en cuando, una voz llenaba el aire con estrofas melancólicas, y cuando interrumpía súbitamente su canto, otra lo continuaba desde su palmera, y así sucesivamente hasta que todos los campesinos callaban a un tiempo y el palmeral quedaba de nuevo hechizado. A pesar de cierta familiaridad ganada con el paso de los días, siempre tuve la sensación de ser un intruso. Jamás intimé con nadie como hiciera en Bahariya con Haj Saleh, Am Jairy, y sobre todo con Am Anwar y su hijo Ahmed Hanun, con quien, dejando a un lado las diferencias culturales, compartía parecida manera de ver la vida.

De regreso a la ciudadela, solíamos detenernos en la almazara de Yusif para recoger aceite de oliva de un intenso color verde. Nos acompañaba uno de sus jornaleros, que cantaba acompañado del chirriar de las ruedas y del batir de su mano en un bidón de hierro con letras góticas en alemán, pues cerca de Siwa se habían librado importantes batallas durante la Segunda Guerra Mundial y se aprovechaba todo tipo de restos metálicos, bidones de agua y gasolina abandonados en la arena. Yusif me habló de la bañera de hierro de Rommel, que, al parecer, se encontraba en la vivienda de uno de los jeques del oasis. Hadid libi, «hierro libio», llamaban a toda esa chatarra que en el desierto se encontraba por toneladas.

En los vergeles, los zagalah vestían unas túnicas de lana tosca de color crudo y un ancho cinturón de lana trenzada sobre pantalones anchos. Un atuendo muy distinto al de los campesinos de los otros oasis o a los del valle del Nilo. Constituían una auténtica casta y, hasta hacía poco, no se les permitía entrar en la ciudadela de Siwa, ni mucho menos pasar la noche en ella. No podían casarse hasta los cuarenta años. Tenían fama de pendencieros y de costumbres licenciosas, les gustaba beber lagbi, un fuerte licor de savia fermentada de palmera, y cantar larguísimas canciones acompañados de la simsimía. Solían maldecir su suerte y cantaban: «No podemos soportar nuestra condición. Estamos atrapados entre las montañas y el mar». 

Casi ningún viajero del siglo XIX, debido a la férrea moral y a los prejuicios, se atrevió a escribir abiertamente sobre la homosexualidad de los habitantes del oasis. Había que leer entre líneas. Los hombres siwies se casaban con sus zagalah y las dotes o mahr que llegaban a pagar superaban a las de las bodas convencionales. Aquellos aparceros solían cantar una oda a un amante masculino: «Acude a mí o partiré a tu encuentro, porque ya no tengo paciencia para esperarte un solo minuto más». C. Dalrymple Belgrave, en su libro Siwa, el Oasis de Júpiter-Amón, afirmaba que los siwies no tenían moral pues «estaban convencidos de que cualquier vicio era válido».

A diferencia de los habitantes de los otros oasis, los siwies parecían siempre ensimismados y se mostraban muy desconfiados. Desde siglos habían recelado de los extranjeros. El explorador Frédéric Cailliaud se quedó perplejo durante su visita en 1819 porque, a pesar de que contaba con una carta del mismísimo Mohamed Ali, pachá y virrey de Egipto, para que los jeques de Siwa le brindaran todo su apoyo, tras varios días de intensas negociaciones solo le permitieron visitar algunos huertos y ruinas faraónicas. Hasta el último día no pudo entrar en la ciudadela. 

Los levantiscos siwies seguían recelando de los gobernadores y monarcas de El Cairo. En 1928, el rey Fuad visitó el oasis y, escandalizado, prohibió terminantemente los matrimonios homosexuales, aunque al parecer continuaron celebrándose durante algunas décadas. Cuando el rey Faruk visitó el oasis con una expedición en los modernos todoterrenos de entonces, los jeques locales, ataviados con sus mejores yelabías y sus capas ribeteadas en oro, quedaron decepcionados al ver que el monarca vestía pantalón corto y, debido al calor, portaba una simple camisa que mostraba el pecho. No sintieron ningún respeto por aquel monarca que les había ofendido con su parca vestimenta y su desprecio absoluto por el protocolo del lugar, y menos cuando preguntó sin rodeos si en Siwa se seguía practicando el «antiguo vicio».

En aquel oasis perdido, tenía la sensación de estar viajando en el tiempo en algún rincón rural del mundo clásico. Romanas me parecían las túnicas de los campesinos, los canales de riego y las acequias, las carretas tiradas por asnos que recorrían a gran velocidad los caminos del palmeral y las piscinas de piedra, con sus escalones perdidos en la profundidad del agua surgida de un manantial. Nos bañábamos en sus aguas cristalinas de color esmeralda. De vez en cuando emergían a la superficie grandes burbujas de aire. Los zagalah se bañaban protegidos por calzones de tosco algodón. Recuerdo en especial Ain al-Shams, el Manantial del Sol, donde según la leyenda solía bañarse Cleopatra. Según la leyenda, aquella poza era fría al mediodía y fresca a media tarde, para solaz de los campesinos que volvían acalorados tras la dura jornada de trabajo. El agua se volvía caliente al anochecer y hervía con furia a medianoche.

Yusif me presentó a Mahmud Mansur, un joven siwi que había estudiado en Alejandría. Le pedí que me llevara al templo del oráculo mencionado por los grandes del mundo antiguo: Herodoto, Píndaro o Plinio entre otros. Apenas quedaban restos de su antiguo esplendor. Los orígenes del oráculo eran misteriosos, aunque ya era conocido desde la dinastía XXVI. Según uno de los mitos fundacionales, en él se estableció una de las dos sacerdotisas negras del templo de Amón en Tebas que fueron desterradas al desierto. Una acabó en Grecia, en el templo de Dodona, donde se convirtió en la voz del oráculo, y su compañera, tras un tiempo en Libia, recaló en Siwa y fue la sibila de Amón, a quienes los griegos asociaron con Zeus y los romanos con Júpiter.

Dos siglos después, tras fundar la ciudad de Alejandría, Alejandro Magno desembarcó con sus soldados en Amonia, la actual Marsa Matruh, para dirigirse a Siwa y consultar su famoso oráculo. Quería que Amón-Zeus le confirmara su paternidad, pues, según narró Plutarco, el día anterior a la boda de sus padres, los reyes Filipo y Olimpia, un rayo de Zeus cayó en el vientre de la reina engendrando a Alejandro. Según otras versiones, el mismísimo dios de los cielos tomó la forma de serpiente y copuló con Olimpia.

Al bajar de la carreta, mientras Mahmud examinaba los cascos de su asno, que cojeaba, me pareció oír el silbido de una serpiente. Caminé despacio y detrás de un murete de piedra derruido distinguí entre la maleza dos grandes serpientes entrelazadas. Como siempre me ocurre ante esos reptiles, me quedé absorto. Mahmud me apartó bruscamente. «¿Te han picado?», me preguntó. «No, claro que no», repuse. «Son muy venenosas, alejémonos», me conminó. Le dije riendo que quizá eran descendientes de las serpientes silbantes que, según Diodoro de Sicilia, salvaron a Alejandro y su ejército perdido en el desierto. 

Genios, nómadas y beduinos Siwa, el oasis de Amón Zeus

El templo se erguía sobre un promontorio rocoso que con el paso de los siglos se había agrietado peligrosamente. Grandes pedazos se habían ido desgajando y, con ellos, parte de los muros del templo, que hoy se encontraban desperdigados entre las palmeras. Aunque fuera tan solo un reflejo de la majestuosidad de antaño era un lugar mágico y romántico. Apenas quedaban algunos muros que delimitaban los dos grandes patios donde se hacían las procesiones en homenaje a Amón. En aquel lugar, Alejandro Magno fue recibido con todos los honores y el sumo sacerdote se dirigió a él otorgándole el título de hijo de Amón-Zeus y dueño de todos los países. Años después, tras el fallecimiento de su amante Hefestión, Alejandro decidió consultar de nuevo al oráculo para que otorgara rango divino a su fiel amigo. Pero no consiguió del todo su propósito, pues el oráculo tan solo consintió que su querido Hefestión recibiera el culto que se les dispensaba a los héroes.

De regreso fuimos a Yebel al Mauta, la montaña de los muertos, a la que ningún siwi osaba acercarse de noche porque en ella, afirmaban los zagalah, moraba una multitud de djinns malévolos. Vino corriendo a nuestro encuentro un hombrecillo desdentado con un manojo de llaves, que fue probando hasta dar por fin con la que abría la cancela del pasadizo que conducía a las entrañas de la montaña. Me cautivó el trazo tosco del período ptolemaico. Sobre todo, la bella tumba de Si Amun, donde Nut, la diosa que sostiene la bóveda celeste, escanciaba llaves de la vida junto a un sicomoro. Nos irritó el olor acre de los excrementos de los murciélagos que, asustados por nuestras voces y por la luz del quinqué que portaba el guarda, se fueron descolgando, uno tras otro, del techo del pasadizo, rozando nuestras cabezas. Alcanzamos una gran cámara decorada con frescos de vivos colores que representaban ofrendas a los dioses. Continuamos por aquel pasadizo cada vez más estrecho hasta que debimos arrastrarnos por el suelo. La angustia me pudo y tuve que salir de aquel lugar.

La estancia en Siwa fue un sueño. Permanecí unos dos meses aislado del mundo exterior en aquel lugar asombroso que parecía impermeable a cualquier influencia externa. Los días transcurrían lentos hasta que llegó el momento de la partida, pues las autoridades locales no estaban autorizadas a prorrogar el permiso. Mientras conducía entristecido a Marsa Matruh, recordé una tarde en el huerto de Yusif cuando, tras rendir buena cuenta de un glorioso méchouide cordero asado en un agujero cavado en la arena y recubierto de brasas, aparecieron unos músicos que se sentaron con nosotros. Acompañado de la simsimía, un cantante de voz grave entonó una melodía rítmica e hipnótica. Otro de los intérpretes seguía el ritmo rascando una botella. Tras un largo preludio, entraron todos a la vez con palmas y el cantante elaboró una complicada estrofa poética. Cuando menos lo esperaba, cambió el ritmo. Se llevó la mano a la oreja y, subiendo unas octavas, comenzó a cantar a gritos, como en trance, sin desafinar ni un ápice. Nunca había escuchado algo semejante. Era como si el espíritu de aquel lugar antiguo se expresara a través de aquellas prodigiosas cuerdas vocales. El lagbi, savia de palmera fermentada, corría de mano en mano. Algunos zagalah se incorporaron y comenzaron a moverse sinuosamente en corro, acercándose unos a otros, pegándose a la espalda, con jadeos y movimientos obscenos. «Vámonos», dijo Yusif. Yo insistí en quedarme, pero me dijo que si lo hacíamos nos veríamos en problemas. «¿No comprendes? Digan lo que digan los jeques o los egipcios de El Cairo, las antiguas costumbres no se olvidan de la noche a la mañana. Si saben que has asistido a una fiesta siwi, tendré problemas. Vámonos. «Ashan hatri, bas!» («¡Hazlo tan solo por mí!»).

De regreso, entre los vergeles, unos campesino tocados con sus burdas túnicas acudían a la fiesta atraídos por el sonido de los tambores, serpenteando en los caminos a toda velocidad con sus carretas, desafiándose entre sí, levantando nubes de polvo y bordeando el lago de sal cristalizada, que en el ocaso parecía un espejo de fuego.

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