Antes de empezar quiero dejar muy claro que el sintagma que da título a esta crónica no es mío. Nada más lejos de mi intención, Dios me libre, que ir por ahí haciendo propios hallazgos literarios de otros, hypes dignos de don Ramón. Esta greguería 5K la acuñó, más bien la integró en la alta cultura, el pensador Josep Guardiola i Sala, el último sabinista mediterráneo, de quien dicen que en sus ratos libres ejerce de entrenador de fútbol. La expresión, ya inventada pero utilizada como vulgarismo en estratos socioculturales ajenos al noi de Santpedor, adquirió carta de naturaleza en 2011 cuando, en un encuentro con periodistas del sector, adjudicó el término «puto amo» a otro colega, portugués en este caso, filósofo y traductor, pero más terruñero y especializado en perfomances digitales: «¿O cómo dirás a tu hermano: Déjame sacar la paja de tu ojo y he aquí la viga en el ojo tuyo?» (Mateo 7:3-5).
En el Arte, así en mayúscula, el paradigma del putoamismo lo representa Miguel Ángel. No el actor, el otro. Buonarroti todo lo hacía y todo lo hacía bien: que le daban un cacho de mármol de dos mil kilos tirado en una calle —el Renacimiento era así—, pues cincelaba hasta la espalda, aunque no se viera. Que le daban un techo blanco, pues inventaba el concepto grafiti y lo llenaba, a lo Boa Mistura, de color saturado en pelotas. Puto amo no necesariamente significa ser el mejor, ojo, aunque muchas veces ambos conceptos van de la mano. En el deporte la cosa viene como anillo al dedo: en tenis, por ejemplo, el puto amo es Roger y en fútbol, Zlatan. Ambos juegan a lo suyo, con las manos en los bolsillos y el cigarro apoyado en el larguero. En el caso de Ibrahimovic es literal. Putos amos.
Pero aquí hemos venido a hablar de cine, no de literatura, ni de deporte.
En el cine el puto amo es Alfred Hitchcock.
En el ámbito estrictamente cinematográfico, el putoamismo no puede sino aplicarse al director y productor británico (1899-1980), al que algunos/muchos reducen a «mago del suspense» —son los mismos que llaman «futbolista zurdo» a Diego—, más que nada, más que todo y obviando los lugares comunes del universo hitchcockiano, por su dominio de la materia prima, por la chulería técnica con la que se paseaba por el set de rodaje y por su control orgánico e intuitivo de la narrativa. Algo así como un pepito piscinas de los platós, pero en lugar de turbopacket, exhibía una cabeza en la que le cabían todas las abyecciones y esquinas oscuras de los humanos, apoyada en un cuerpo repleto de adiposidades. Sir Alfred hizo muchas de sus películas con las manos en los bolsillos, como Zlatan, gestionando con insultante altivez el material previo, muchas veces de derribo, de los tempos y de los ritmos. Esto en el cine resulta doblemente humillante: cualquiera que haya trabajado, siquiera tangencialmente, dentro del proceso creativo de una película, sabe que el ingente y prosaico trabajo al que se hace frente entierra hasta la libido de las musas: «hacer una película es como escribir Guerra y paz en una montaña rusa», a decir de Kubrick, otro puto amo, pero menos. La mayoría de directores y productores consideran un éxito el mero hecho de concluir la cadena de valor de la escritura, la financiación, el rodaje y la exhibición de un filme. Llegar a la excelencia está al alcance de muy pocos. Superarla con una facilidad aplastante solo lo hace uno: el puto amo.
Escribe Donald Spoto en su monumental biografía Alfred Hitchcock: la cara oculta del genio (Ultramar Ediciones), que al maestro el farragoso viacrucis de preparación, rodaje y postproducción de la película de turno le aburría soberanamente porque ya estaba en su cabeza, toda ella terminada, a modo de storyboard neuronal con lacito de raso rojo. A diferencia de otros grandes directores, Hitchcock no contempla los rodajes como un espacio de creación, sino de plasmación. La obra, en su caso, no crece imbuida en ningún efluvio inspirador del contexto y de la euforia creativa de un set. No está viva, no se improvisa. Para eso ya está su cerebro: «Los actores son ganado», lo dice él y en ese único sentido. ¡Ay de ellos si le hubiera pillado la inteligencia artificial!: sería su tren eléctrico, el sueño húmedo de trascender personas y cosas. Y así, su manera de entender la creación desmonta todos los apriorismos; «el cine es un trabajo en equipo», no para él, arquitecto, creador, dios; el resto, operarios. Un rodaje es un mal sueño, un maldito engorro administrativo. Que se ocupe Alma.
Adicionalmente, el interés de Hitchcock por la parte técnica y los juguetitos derivados de la época, a saber, grúas, cámaras, maquetas, dioramas, vanguardias varias —Dalí, Saul Bass— alimentaron al monstruo y, en cierta medida, le aislaron del resto de sus colegas (Ford, Hawks, Cukor, Wilder), directores canónicos más atentos a cuestiones de guion y a dirección de actores. De ese aburrimiento y para escapar de la abulia interna que le consumía se construyó un gigantesco cilicio creativo, que unos llaman tour de force, aunque yo prefiero titularlo «a ver qué me sale con esto», autolesiones para cualquier director, que, en su caso, le llevaron hasta el límite de la pericia artística. Estoy hablando, claro, de Náufragos (1944), La soga (1948), Crimen perfecto (1955), y, sobre todo, La ventana indiscreta (1954), tal vez su película más perfecta, al menos la que mejor resume su visión del oficio y del veneno humano de la mirada al semejante, una lección de narrativa cinematográfica en forma de soliloquio: lo que llamamos cine cabe entero en ella, compendio de sabiduría y distancia técnica. Las cuatro (salvo alguna secuencia aislada) están rodadas en un único escenario y son puro cine, no teatro filmado (disciplina que aborrecía, por cierto): Hitchcock redime su naturaleza estática y les otorga dimensión y sensualidad fílmica. Por puro placer. Por puro sadismo. Putoamismo.
¿Fue así siempre? No, en mi opinión. Probablemente Hitchcock sea el protagonista de la mayor explosión creativa de la historia del cine: una racha en la que encadenó cuatro filmes capitales para entender la evolución del arte cinematográfico, obras maestras personales e innovadoras que le sitúan en el Olimpo: Vértigo (1958), Con la muerte en los talones (1959), Psicosis (1960) y Los pájaros (1963). En todas ellas, a excepción de Vértigo —no te remuevas Eugenio Trías—, en la que hay varios momentos en los que la historia se le escapa de las manos y está cerca de quebrar el principio de suspensión de incredulidad (a nivel de verosimilitud narrativa la historia policíaca no hay por donde cogerla, aunque ya sabemos que esto era lo de menos), demuestra un putoamismo apabullante, con el valor añadido de que a menudo el punto de partida primigenio es claramente malo (la novela Psycho de Robert Bloch) o muy manido, elegido a propósito, otro cilicio para el muy judeocristiano Hitch.
Pero es en la última de ellas en la que la maestría en su arte alcanza el culmen. Putoamismo en barras.
Los pájaros está basada en un breve relato homónimo de Daphne du Maurier, a la que Hitchcock ya adaptó en La posada de Jamaica (1939) y en la archifamosa Rebeca (1940), su salto a Hollywood. Viejos conocidos. Es un cuento bien escrito, de no más de cincuenta páginas, con cierta denuncia social, un tema que a Hitchcock no le interesaba nada. La historia es entretenida y muy probablemente publicada con perspicacia por la británica para que su paisano lo trasladara al cine, un medio con mucha mayor capacidad de fascinación que la literatura. Pero como en otras tantas ocasiones, Hitchcock tomó el librito por la cola (nunca mejor dicho) y le encargó al novelista metido a guionista Evan Hunter que lo desplumara hasta encontrar la pechuga que a él le gustaba y reducirlo a su esencia tanto en fondo como en forma. Quería experimentar, una vez más, y lo dejó como un pajarito frito: «Los únicos elementos que vamos a utilizar son el título y la idea de los pájaros atacando a seres humanos. Aparte de eso, vamos a empezar de cero y a crear una historia completamente nueva», le dijo a Hunter.
Y vaya si acertó. La trama, como muchas otras en su cine, es malévolamente trivial: una pijaza caprichosa (Tippi Hedren) llamada Melanie (¡anda, como su hija!) persigue a un macho alfa (Rod Taylor) hasta un idílico pueblecito de costa, cerca de San Francisco, Bodega Bay (donde bien podrías encontrarte a Jessica Fletcher tomando un copazo vespertino con Rosamunde Pilcher), con la intención de ligárselo y con la excusa de regalarle, primero a él, después a su hermana pequeña, una parejita de agapornis (hay que ver lo que se aprende de ornitología viendo la película). A partir de ahí y sin ninguna anticipación ni explicación (uno de los hallazgos fundamentales del filme), los vecinos, con Melanie a la cabeza, comienzan a sufrir ataques indiscriminados de los pájaros, gaviotas y cuervos en su mayoría, en una escalada anárquica, hasta que el pueblo (el ser humano), sucumbe al sinsentido y huye. Hitchcock consigue trascender el material de Du Maurier, elevarlo, darle una dimensión mucho más profunda en su reflexión sobre la fuente del horror, sin cara, sin rostro, sin lógica. Los pájaros es una película experimental y con una profunda carga surrealista y simbólica. Y todo ello pese a las circunstancias autoimpuestas, cilicios turbo boost: un pan sin sal, unos efectos visuales aún sin desarrollar y, sobre todo, una pareja de actores (ojo, los eligió él) que no transmiten nada, por mucho que Tippi Hedren (Hitch quería a Grace Kelly pero ya estaba interpretando para otro) se haya convertido en un icono del cine, gracias a él, por cierto. Hitchcock adopta una postura ante el drama equidistante, fría, acaso cínica, como si fuera una señora de Durango en una fiesta flamenca. No se posiciona ni a favor ni en contra, solo disecciona al ser humano y a las aves. Y por ahí los iguala: seres que habitan y luchan en un universo irracional, inextricable, como el propio relato, como la propia vida.
P.D. ¿Por qué atacan los pájaros, Pep? Ya que sir Alfred no se encuentra en este momento, explícanoslo tú, pero despacio para que lo entendamos: eres el único pensador que nos queda. Bueno, José también, metiendo el dedo en la llaga. Putos amos, los tres.