Hay dos tipos de personas, las que pasean y las que no. Salvo causa mayor que se lo impida, reconozco mi profunda incomprensión hacia las segundas. El paseo es esencialmente humano, o eso me gusta pensar, y cuando no lo practicamos es como si estuviéramos negando una parte sustancial de nuestra esencia. No hablo del desplazamiento funcional, hablo del relajado, aleatorio y reflexivo vagabundeo que es casi una práctica mística y transformadora. Una herramienta para despertar la atención, la creatividad e, incluso, la rebeldía.
El paseo —en contraposición al acto de simplemente caminar— tiene como premisa una sed sin la cual es imposible que se dé en todo su esplendor. Debe haber una intención transformadora en el paseante: el deseo de regresar siendo otro. Es completamente ajeno a rutinas o deberes y es principalmente un ejercicio psicológico y de atención —sobre todo de atención—. El paseante deja su casa con los cinco sentidos puestos o bien en el entorno o bien en uno mismo y, a medida que avanza el paseo, el foco de atención varía necesariamente. Esta es la verdadera clave de un paseo enriquecedor. Antes de que los estantes de las librerías se colmaran de títulos sobre mindfulness, el paseo, practicado correctamente, ya nos aportaba claridad mental.
De hecho, para llegar a grandes ideas, y según lo que dice la ciencia, basta con mover las piernas. Da igual el entorno, la dirección, lo que hayamos hecho antes o lo que hagamos después. Algunos estudios ya se han encargado de investigar el fenómeno. En 2014, Marily Oppezzo y Daniel L. Schwartz de la Universidad de Stanford llevaron a cabo el estudio «Give Your Ideas Some Legs: The Positive Effect of Walking on Creative Thinking». Motivados por el vasto anecdotario de paseos célebres en los que han surgido grandes ideas, descubrieron que el rendimiento creativo aumenta en un 60 % cuando caminamos.
Tchaikovsky, Einstein, Nietzsche y otros grandes genios del arte, la ciencia y la filosofía, han glorificado el acto de caminar en sus procesos creativos. Aristóteles y los peripatéticos ya eran conocidos por sus reflexiones a pie e incluso personajes más actuales, como Steve Jobs o Mark Zukerberg, han incluido el paseo en sus reuniones como método para aclarar las ideas. La completísima obra Andar, una filosofía, de Frédéric Gros, recoge de manera ejemplar el gusto por pasear de los autores más emblemáticos de la historia del pensamiento al tiempo que nos da una visión casi poética del acto mismo de pasear. A quien le interese indagar en el maravilloso mundo de los paseos célebres, también encontrará una lectura de lo más valiosa en Wonderlust: Una historia del caminar de Rebecca Solnit, donde la autora recorre la historia de esta actividad, su influencia en la sociedad, sus repercusiones políticas y cómo los grandes personajes de nuestra cultura se valieron del paseo para dar forma a sus mayores creaciones. Incluso en el cine —y lo vemos en muchas películas— el paseo es comúnmente el vehículo para el desarrollo de ideas, encuentros, conversaciones profundas o la transformación de los personajes.
Pero, si hay una obra que ha impulsado un antes y un después en el concepto de paseo y su relación con el arte, esa es Las flores del mal de Baudelaire. El poeta francés transformó el paseo en una práctica artística a través de su flaneur, el paseante que recorre la ciudad como un observador y que se enriquece del paisaje urbano y de los personajes que lo habitan. De este modo, los paseos mismos materializan su obra. En los «Cuadros parisinos» el autor retrata las calles de la capital francesa, desde las imponentes torres de las catedrales hasta los lóbregos callejones donde habitan mendigos y prostitutas.
Sus poemas sobre viejas y ciegos, sobre los cambios que experimenta la ciudad y las sensaciones que le provocan dichas estampas, son sin duda los precursores de una manera de entender y explorar el entorno urbano, con un fuerte enfoque artístico, pero también político: Baudelaire hace protagonistas a lo decadente y lo turbio, todo aquello de lo que apartamos la mirada.
No obstante, lo cierto es que esta figura no es exclusiva de la obra de Baudelaire y que ya se encuentra en escritos anteriores de Poe —en «El hombre de la multitud»— o Flaubert. Sin embargo, en la poesía de Baudelaire alcanza un elemento más realista, casi mundano, que la conecta directamente con los movimientos artísticos posteriores. El flaneur es capaz de hacer una lectura extraordinaria de la ciudad, porque todos sus sentidos están puestos en descubrir lo que esta esconde. La flanerie se convertiría así en una práctica idónea para el artista, de cualquier campo, que encuentra inspiración constante y renovada gracias a la variedad y la imprevisibilidad de las estampas urbanas. Es una suerte de rebelión sobre lo que merece nuestra atención, porque nos invita a investigar la ciudad con una curiosidad renovada, apreciando algunas banalidades que comprenden desde cables que cuelgan de las fachadas hasta puertas desvencijadas y la promesa de las calles estrechas de conducirnos hacia un lugar en el que nunca hemos estado.
Esta idea del flaneur o la flanerie caló especialmente en Walter Benjamin, quien profundizó en ella con una perspectiva más política y muy crítica frente al tinte capitalista que había tomado un París enormemente transformado por la Revolución Industrial. En el Libro de los pasajes, el autor pone en el centro, no en vano, estas galerías comerciales parisinas cuya única finalidad es la de centralizar los paseos de los viandantes e invitarles a adquirir cualquiera de los lustrosos bienes que se exponen en sus escaparates.
Frente a esta transformación funcional y la proliferación de espacios destinados al intercambio de bienes, surgen diferentes miradas acerca del uso de la ciudad. En concreto, propuestas rebeldes sobre cómo el paseo puede ayudarnos a recuperar el espacio «robado» o perdido. Y es que, el que camina, o mejor, el que vagabundea —un término mucho más preciso para lo que aquí hemos venido a contar— pone en entredicho el diseño urbano, con esa fuerte influencia capitalista y que tiene su máximo exponente en el centro o zona comercial, diseñada según el comercio y organizada en pro de la segregación urbana.
El paseante —el que pasea, no el que se desplaza de un punto A a un punto B— desafía ese diseño, las indicaciones, señales y rutas preestablecidas, para utilizar la ciudad de un modo totalmente disruptivo, experimental, con el único objetivo de vagar. Caminar se convierte en un fin en sí mismo. El paseante explora los rincones que desconoce, se aleja de los recorridos comunes y busca, en definitiva, vivir la ciudad. Esta forma de entender el paseo hizo que no solo los artistas la tomaran como una manera de inspirarse, sino que se transformara en una suerte de práctica artística en sí misma.
En su libro Walkscapes: el andar como práctica estética Francesco Carera hace un recorrido por el uso del paseo, incluyendo la práctica de distintos grupos de artistas. Así, según cuenta en esta recopilación de usos del caminar, a principios del siglo XX, artistas dadá comienzan a organizar excursiones a lugares de la ciudad desprovistos de interés, alejando el arte de los espacios consagrados para ello y retomando el entorno urbano. En 1924 organizaron un paseo a campo abierto al que denominaron ‘deambulación’ y del cual señalaron su similitud con una experiencia onírica y con la escritura automática, en la que el espacio es el soporte. Un espacio que definían como el inconsciente de la ciudad.
En 1958, Guy Debord desarrolló su teoría de la deriva, que propone experimentar la ciudad y las sensaciones que genera a medida que se transita. De este modo introduce también el término psicogeografía, un método que persigue, a través de la deriva, entender cómo el diseño urbano interviene en nuestra manera de habitar la ciudad y cómo puede afectar a nuestro estado de ánimo. El objetivo de esta práctica es estudiar cómo interactuamos con la ciudad misma.
En el documento original, Debord ofrecía una serie de pautas a seguir para poder realizar una deriva con éxito. Según la define el artista, el paseante debe dejarse llevar por «las solicitaciones del terreno», de naturaleza psicogeográfica, para recorrer la ciudad de un modo que no responde a la necesidad de un traslado predeterminado. Lo que propone Debord es que, en la ciudad, el desplazamiento no puede ser enteramente aleatorio, porque el modo en que está diseñada hace que unos lugares sean más transitados que otros, algunas esquinas invitan más a tomarlas hacia la derecha que hacia la izquierda, y este tipo de consideraciones.
¿Acaso no es una idea interesantísima? Porque nos muestra la posibilidad de ser víctimas, en cierto modo, de un diseño que ejerce un control sobre nosotros sin que seamos conscientes de ello y del que solo podemos escapar poniendo toda la intención. Nos conduce por la ciudad, como si hubiera unas pasarelas invisibles, empujándonos hacia determinadas zonas de interés, generalmente, comercial, y dejando otros tantos espacios grises que ni utilizamos ni conocemos. Desde el prisma del uso del espacio casi de una forma política, Guy Debord ponía un ejemplo sacado del estudio sobre el París de 1952 de Chombart de Lauwe. En él, había comprobado que todos los recorridos que había realizado una estudiante durante un año trazaban un pequeño triángulo en cuyas aristas se encontraban su escuela, su domicilio y la casa de su profesor de piano. En definitiva, un ejemplo de cómo hacemos, por pura inercia, un uso de la ciudad muy limitado.
Es tanto el interés que el elemento psicogeográfico suscita en Debord que, para él, el famoso deambular dadá de 1924 por el campo había sido un fracaso, porque en campo abierto no hay elementos que interrumpan la azarosidad. Es más, dentro de su enfoque marxista, para Debord el interés de derivar en la ciudad es que esta nos devuelve un reflejo, tanto en lo relativo a la sociedad como en lo que respecta al individuo. La deriva es una herramienta para transformar el urbanismo y la arquitectura.
Visto en perspectiva, lo que sostiene la teoría de la deriva sobre la psicogeografía resulta un secreto a voces, prácticamente una obviedad de esas que no ves hasta que alguien te dice que la tienes delante. Cualquiera que salga a pasear con los sentidos suficientemente puestos en el recorrido contemplará cómo lo que parece azaroso está determinado por el diseño urbano —y, además, altamente relacionado con el estado mental del paseante—.
Collin Ellard, autor de Psicogeografía: La influencia de los lugares en la mente y en el corazón, aplicaba sus dos vertientes de conocimiento, la neurociencia y el diseño arquitectónico, para dar una explicación sobre cómo el entorno nos afecta. En esta obra, ofrece gran cantidad de apreciaciones sobre las influencias de la arquitectura en la mente humana. Por ejemplo, señala el hecho de que nos sintamos más atraídos por las formas curvas que por las líneas rectas o la fuerte pulsión hacia la búsqueda de información. Es decir, que teniendo que elegir entre dos caminos, uno en el que prevemos que vamos a obtener poca información nueva y otro del que pensamos que extraeremos mucha, nos inclinaremos más por el segundo.
El libro toma además varias referencias de la obra Designing Casinos to Dominate the Competition de Bill Friedman. Este afamado diseñador de casinos y exadicto al juego expone varios de los trucos arquitectónicos y de interiorismo que se aplican para instigar a las personas hacia una acción determinada, en este caso el juego, y pasar dentro del edificio el mayor tiempo posible.
Todo esto se aplica a la ciudad de igual manera. Ellard ha llevado numerosos experimentos a cabo, reuniendo a grupos de paseantes e invitándoles a anotar las sensaciones que experimentan a lo largo de un recorrido determinado. Así, llegaba a conclusiones como que la arquitectura más sofisticada de otros tiempos causa mayor excitación, interés e incluso felicidad, que los angulosos bloques minimalistas que, por el contrario, generan tedio, enfado e incluso nerviosismo.
Hay todo tipo de estudios sobre las interacciones de los viandantes con el entorno urbano, como las observaciones del urbanista Jan Gehl, quien detectó que caminamos más rápido frente a fachadas monótonas, que la modificación de los tres metros inferiores de las fachadas es determinante y que para que una calle sea «óptima» el paseante debe detectar un lugar interesante cada cinco segundos.
Sea como sea, más allá de cómo nos afectan todos esos elementos y asumiendo el carácter lúdico de la deriva de Guy Debord, lo que el filósofo ponía sobre la mesa es una fuerte crítica a la perversión del espacio urbano, a su mercantilización y transformación en una herramienta para el capital. Esta idea, que también destacaría Benjamin, fue desarrollada también por Henri Lefebvre en 1967 en su libro El derecho a la ciudad, donde propone que el ciudadano vuelva a convertirse en el protagonista de una ciudad que ha perdido su esencia en detrimento del mercado y la industria. Según su visión, se generaban ciudades inconexas, con zonas aisladas y una suerte de segregación de la población, que divide a las clases pudientes de las más humildes y las coloca estratégicamente en zonas bien diferenciadas —con un planteamiento similar al que proponía Burgess en su teoría de los círculos concéntricos—.
Entonces, si la ciudad está diseñada según un plan que nos invita a transitar por unos espacios más que por otros, generalmente conduciéndonos a la zona comercial —mejor iluminada, peatonalizada, decorada y segura— en cierto sentido, salir a pasear es un acto de rebeldía. Lo es especialmente en un momento en el que el entretenimiento, colmado por las pantallas, toma lugar primordialmente en el interior de los hogares. Uno debe preguntarse cómo usa la ciudad y sacar una lectura crítica sobre si realmente la hace suya o, como la estudiante de Lauwe, apenas se mueve en un constreñido triángulo. Salir a la calle, pasear, dejarse llevar por la ciudad y sus elementos, es un derecho y también un deber. Porque todo lo que no se usa, se pierde.
Pasear, como lo entendían Baudelaire o Debord, es esencialmente humano. Es una toma de conciencia, un reclamo de lo propio y una oportunidad para expandir nuestro universo mental. Explorar la ciudad con plena consciencia, disfrutando de las zonas grises y prestando atención a las rendijas, portales, adornos o la luz cambiante con el paso de las estaciones, es un juego que nunca se acaba, solo se complica. El paseo aporta lucidez, incluso cuando no se pretende. Es una aventura y un lujo, un espacio para uno mismo o de encuentro con los demás. Es una incursión en lo real, que es la calle, y que nos aleja de las ficciones del hogar para ponernos, por fin, en un contexto: el social. Nos enfrenta al frío, al calor, al ruido, a lo hermoso y a lo horrendo. Nos ofrece control y nos despoja de él. Nos hace dueños de la ciudad y garantes de una inquietud que es infinita.
Es Francesco Caeri, no Caera
Yo soy un gran paseante de a diario, y corroboro eso de que las mejores ideas me vienen en la calle. Es más, creo que me voy a dar una vueltecita ya mismo. Saludos.