Arte y Letras Historia

Mary Kingsley: antes muerta que sencilla

Mary Henrietta Kingsley ca. 1880. Fotografía: Welcome Collection.
Mary Kingsley ca. 1880. Fotografía: Welcome Collection.

Efectuemos un ejercicio sencillo: evocar mentalmente la figura de un explorador adentrándose en junglas inhóspitas. La imagen resultante será bastante precisa, porque la apariencia del aventurero arquetípico se ha moldeado en nuestra cabeza a lo largo de los años gracias a grabados en los libros de historia, a retratos de personalidades con renombre y a Jumanjis cinematográficos. Por culpa de todo ello, el explorador estándar ha adquirido un aspecto escrupulosamente específico en nuestra cabezas: el de un caballero británico de bigote frondoso, vistiendo un chaleco color caqui con más bolsillos de los que requiere una mente sana, enfundado en unos pantalones bombachos impropios de una sociedad civilizada, calzando botas altas, armado con un machete de proporciones optimistas, y coronado por el socorrido salacot, esa variante para safaris del casco de obra. Una imagen mental que históricamente no anda nada desencaminada del outfit real, porque así es como vestían a finales del siglo XIX aquellos occidentales caucásicos que se animaban a tantear el turismo selvático. Esas son las pintas con las que se dibuja en las ilustraciones a Henry M. Stanley espetándole al único blanco de una tribu africana el famoso, y muy perspicaz, «Doctor Livingstone, supongo».

Trasladémonos ahora a la selva sudafricana de 1893. Una figura solitaria avanza con espíritu aventurero entre la broza, conformando con su mera presencia una fabulosa anomalía. Para empezar, porque se trata de una mujer, algo llamativo en una época donde no estaba especialmente bien visto que las féminas se arrojasen a ese tipo de peripecias. Y para continuar, porque dicha excursionista luce un aspecto afincado con firmeza en las antípodas del ropero que se le presupone al explorador clásico. 

Aquella dama ha decidido cruzar alegremente la jungla embutida en un aparatoso vestido victoriano con todos los extras incluidos: un corsé, una blusa oscura de algodón engalanada con bordados y encajes, un chal cabalgando los hombros, varias capas de enaguas apiladas bajo una voluminosa falda de lana negra que se despliega hasta los tobillos, cabello recogido bajo un sombrero de piel amarrado a la barbilla lazo mediante, y una sombrilla a juego con todo lo anterior. Aquella mujer se llama Mary Kingsley. Tiene origen británico, interés en lo desconocido, pintas de estar a punto de asistir a un convite de tacitas de té, pasión por el riesgo, los ovarios bien gordos y una opinión muy firme sobre cómo deben engalanarse las señoritas a la hora de cruzar territorios salvajes: «No tienes derecho a andar por África vistiendo cosas que te daría vergüenza ponerte en tu tierra».

Reina Kingsley

Mary Henrietta Kingsley no fue tan solo una persona con un concepto interesante de la ropa para situaciones extremas, sino también una de las exploradoras más interesantes que nos ha dado la historia. Nació en Londres un trece de octubre de 1862, siendo hija de un médico privado, escritor y trotamundos llamado George Henry Kingsley y de Mary Bailey, cocinera y ama de llaves del primero. Una pareja que contraería matrimonio oficialmente cuatro días antes del alumbramiento de la pequeña Kingsley, y que también engendraría un segundo vástago bautizado Charles George R. Kingsley. Desgraciadamente, la vida de Mary Kingsley fue poco emocionante en el entorno familiar. Su madre enfermó gravemente y la muchacha se vio obligada a hacerse cargo de la progenitora mientras su padre recorría el mundo y su hermano estudiaba derecho en el Christ’s College de Cambridge. Encerrada en casa, Kingsley se convirtió en encargada del hogar y enfermera a la fuerza, mientras mataba las horas libres asaltando la biblioteca paterna. Curiosamente, ella prestaba más atención a los escritos sobre ciencias, idiomas y viajes extraordinarios que a las novelas de autoras como las hermanas Charlotte y Emily Brontë, textos más cercanos a los hábitos de lectura de las jovencitas británicas.

En 1891, el pobre doctor Henry Kingsley regresó de una de sus expediciones sintiéndose pachucho y unos meses más tarde abandonó este mundo acompañado de una desagradable fiebre reumática. La desdichada Mary Bailey ejerció como viuda durante tan solo unas semanas, o lo que tardó su enfermedad en agravarse hasta destinarla al mismo barrio al que se había mudado su marido. De golpe, y en un breve lapso de tiempo, la hija se descubrió liberada de toda responsabilidad a los veintinueve años, con una casa vacía y sin marido ni interés romántico a la vista. Y decidió que ya era hora de salir a conocer el mundo exterior para localizar los exóticos parajes sobre los que había leído tanto y de los que su padre hablaba a menudo. Comenzó a viajar de manera inmediata pero light, realizando una visita a las Islas Canarias a modo de prueba, pero no tardó mucho en razonar que para vivir emociones fuertes lo bonito sería adentrarse en el África occidental. Una tierra ignota, tan asolada por la malaria como para que los ingleses la conocieran popularmente como la white man’s grave, «la tumba del hombre blanco», algo que no amedrentaba lo más mínimo a Kingsley. Del mismo modo, a la mujer tampoco le intimidó descubrir que no se vendían billetes de ida y vuelta a África, porque lo de regresar entero se presuponía poco probable. O que en las guías de viaje recomendadas, donde se recopilaban expresiones cotidianas en dialectos africanos, se incluyesen frases tan útiles como «¡Socorro! Me estoy ahogando» o «¿Por qué este hombre no ha sido enterrado?».

En agosto de 1893, Mary Kingsley desembarcó en Sierra Leona tras una travesía a bordo de un carguero donde todo el mundo le dirigía miradas sospechosas. Que una dama victoriana se atreviera a aventurarse tan lejos resultaba insólito, pero que lo hiciera en solitario, como era el caso, se consideraba directamente inimaginable. En aquella época, las escasas extranjeras que pisaban África eran las esposas de los misioneros y los oficiales coloniales destinados al lugar, y ninguna de ellas lo hacía con buena cara. A la hora de equiparse para la gesta, la exploradora optó por ir ligera: rellenó una bolsa impermeable con algunas mantas, botas, un revólver, un cuchillo Bowie, fármacos antipalúdicos y un libro de poesía en latín. Se permitió acarrear un pequeño lujo, eso sí, un alijo de té, porque una no puede ir de remilgada por el mundo sin tener a mano los ingredientes para pimplarse un aguachirri a media tarde.

Durante los meses posteriores, Kingsley navegó a lo largo de la costa, de Freetown, Sierra Leona, hasta Luanda, Angola, para acabar lanzándose a explorar el interior del continente a pie, transitando desde las fincas de Guinea hasta lo que conocemos en la actualidad como Nigeria. Y lo más fascinante de toda esta loquísima excursión fue la capacidad innata para la supervivencia que demostró tener aquella mujer, una persona que había pasado el noventa y nueve por ciento de su vida encerrada entre cuatro paredes, y sin una tele a mano para hacer maratones de El último superviviente. Kingsley se desplazó por África bajo su cuenta y riesgo, acompañada ocasionalmente por locales que contrataba como ayudantes, costeó sus gastos comerciando bienes como tabaco o alcoholes, convivió con los nativos en los poblados para aprender sus costumbres mientras recopilaba lifehacks de la vida en la selva, aprendió a lidiar con los ríos pilotando canoas, y se acostumbró a subsistir merendado platos elaborados con aceite de palma, caracoles o ñame. Entremedias salvó a un perrete de las fauces de un leopardo negro, reventando una silla y una jarra de barro sobre la testa del felino, y recolectó especímenes curiosos de insectos y peces, porque los ingleses siempre han sido muy de rellenar el British Museum con cosas sisadas de otros países.

Mary Kingsley regresó a Londres en diciembre de 1893 con la moral por las nubes. El plan de continuar aquellos estudios sobre la cultura africana que había iniciado su padre se le antojaba una meta factible, y su perspectiva del mundo había cambiado por completo. Al mismo tiempo, las noticias sobre sus tropelías habían comenzado a llamar bastante la atención. Y eso le facilitó el contactar con un editor, George Macmillan, dispuesto a publicar sus diarios de viaje y con un zoólogo del Museo Británico, Albert Günther, interesado en echar una mano en las futuras expediciones de la mujer. 

La nueva escapada no se haría de rogar porque Kingsley, bajo tanta enagua, lo que ocultaba era un culo muy inquieto. En diciembre de 1894, la señorita partió desde Liverpool a bordo del barco Batanga para apearse de nuevo en Sierra Leona, y decidir que sus aventuras necesitaban pasar al siguiente nivel. Se dirigió a Gabón y remontó el río Ogüé, inicialmente en un barco de vapor y más tarde a golpe de remo en canoa, convirtiéndose en la primera persona europea que visitaba las zonas más remotas de la región. Durante el paseo se topó con escorpiones, cazó serpientes venenosas, avistó gorilas, apartó gentilmente con su paraguas a un grupo de hipopótamos que le bloqueaba el paso, presenció cómo un leopardo despedazaba a un incauto, y sobrevivió a un encuentro con un habitante del Ogüé que pretendía invitarla a conocer su aparato digestivo: un cocodrilo saltó sobre la canoa de la exploradora, según ella con «la intención de estrechar nuestra relación», y Kingsley se vio obligada a espantarlo con cortesía y una hostia victoriana con el remo en el morro de la bestia. «Era una criatura joven y agresiva que no había aprendido modales», apuntaría más tarde.

Al margen de la fauna, el verdadero interés de la viajera era socializar con los misteriosos moradores del lugar para recopilar toda la información posible sobre sus rituales mágicos y sus creencias religiosas. En especial, tenía interés en contactar con el pueblo fang, unos salvajes que los exploradores solían evitar por tener fama de ser muy hostiles y bastante caníbales. Aun así, Kingsley se presentó en una de sus aldeas y descubrió que en realidad se trataba de gente afable y simpática, «¿Miedo a los caníbales? Cuando veían mi cara blanca, los niños de la aldea soltaban alaridos como si estuvieran ante el mismísimo Satanás». Cohabitó con la tribu durante un tiempo, estudiando sus tradiciones, intercambiando blusas de señorita por marfil y caucho, anotando recetas culinarias que no implicasen carne humana y enseñándoles a decir cosas graciosas en inglés. 

Después, junto a cuatro «caballeros» fang y seis africanos más, Kingsley se adentró en las zonas más peligrosas e inexploradas del Congo francés, acumulando una montañita de anécdotas coloridas: se zambulló en un pantano hediondo del que emergió recubierta de sanguijuelas hasta el cuello, y estuvo a punto de perecer tras caer en una trampa para animales horadada en el suelo, salvándose de ensartarse en las estacas gracias a su voluminosa falda, «¿Estás muerta?», preguntó uno de sus acompañantes desde lo alto del pozo, «No mucho», respondió ella sentada sobre los pinchos. El suceso más escabroso tuvo lugar durante su estancia en una choza fang del hospitalario poblado Efoua: la aventurera se despertó en mitad de la noche asfixiada por un pestazo insoportable, y al abrir una de las bolsas colgadas junto a su cama descubrió en su interior una mano humana, dos pares de ojos, dos orejas, tres dedos gordos del pie y unos cuantos trocitos de algo tan loncheado como para ser difícil de ubicar en un plano anatómico. «La mano estaba fresca», señalaría al rememorar el asunto en público.

Tras despedirse de los fang, Kingsley regresó a la costa para rematar el viaje con un entretenimiento liviano: escalar el monte Camerún. Un volcán que con sus cuatro mil doscientos metros de altitud está considerado como uno de los puntos más altos de África. Llegó a la cumbre completamente sola, después de que los cinco compañeros varones que pretendían acompañarla abandonasen la empresa a medio camino, y se convirtió en la primera mujer que coronó dicha cima. Y en la tercera persona con flema británica que lo lograba, siendo el primero el famoso sir Richard Burton

Memorias de África

En 1895, Kingsley retornó a Inglaterra convertida en una celebridad y recibiendo mucha cobertura mediática. Porque durante sus viajes, los periodistas y las gentes le habían prestado bastante atención a las hazañas de aquella mujer capaz de escalar montañas, reventarle los piños a los cocodrilos y andar de colegueo con los caníbales. Los estudiosos también celebraron la llegada, porque la dama se presentó con la Pokédex cargada tras acumular en África una colección de ejemplares que incluía insectos, plantas, conchas, dieciocho tipos de reptiles, y sesenta y cinco especies de peces. Tres de estas últimas eran completamente nuevas para los científicos ingleses y fueron bautizadas en honor a su descubridora: Brycinus kingsleyae, Brienomyrus kingsleyae y Ctenopoma kingsleyae

Durante los años posteriores, la señorita Kingsley encadenó ponencias sobre la cultura africana a lo largo de todo el país, escribió dos best sellers narrando con gracia sus aventuras, Travels in West Africa (1897) y Studies of West Africa (1899), y causó un hermoso revuelo enarbolando opiniones enfrentadas con el pensamiento general. Kingsley criticó duramente a los misioneros cristianos, acusándolos de convertir a la fuerza a los habitantes de África y asesinar sus creencias, se encaró con el racismo imperante, asegurando que el hombre blanco no era superior a la supuestamente salvaje etnia negra, se mostró a favor de la poligamia en la sociedad africana, justificando que su abolición solo traería desgracias, y reprobó a aquellos evangelizadores abstemios, sentenciando que beber alcohol en la jungla ofrecía más posibilidades de supervivencia. 

En lo relativo al imperialismo, las ideas de Kingsley resultaban más ambiguas: defendía la necesidad de proteger la cultura africana, pero también creía que aquel continente necesitaba un sistema de gobierno indirecto así como la ayuda de la tecnología del hombre blanco. Y pese a sonar bastante progresista y abierta al oponerse al racismo y la monogamia imperantes, lo cierto es que en otros aspectos lucía una mentalidad conservadora y carca: cuando la prensa trató de presentarla como ejemplo del ideal de nueva mujer del siglo XIX, ella hizo público su distanciamiento del movimiento feminista. E incluso se mostró contraria al sufragio femenino, al considerarlo un asunto menor y poco importante.

Tras el inicio de la segunda guerra bóer, Kingsley se embarcó en el crucero mercante SS Moor para viajar hasta Ciudad del Cabo, en Sudáfrica y lejos de su querida África occidental, donde ofrecería sus servicios como enfermera. Fue destinada a un decadente hospital de prisioneros de guerra y dos meses más tarde contrajo una fea fiebre tifoidea. Cuando se vio en las últimas, solicitó morir como había acostumbrado a vivir, completamente sola, y pidió que arrojaran su cuerpo al mar. 

La intrépida exploradora falleció en una tienda sudafricana el 3 de junio de 1900, a los treinta y siete años. En cierta ocasión alguien le sugirió vestir pantalones para afrontar las incursiones en la jungla, «Preferiría ser ejecutada en un cadalso en público», respondió. Mary Kingsley: antes muerta que sencilla. Su ataúd fue arrojado al mar con distinción y honores en una ceremonia exquisitamente formal, pero el féretro se negó a hundirse en las aguas. El séquito presente se vio obligado a repescar la caja, para enviarla de nuevo al océano con un ancla amarrada a ella. Mary Kingsley: tan legendaria como para no saber estarse quieta ni siquiera después de muerta.

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Un comentario

  1. Muy interesante artículo. Nunca antes había oído hablar de esta mujer tan especial, que se presenta como todo un desafío para las cuadriculadas mentes de los radicales que a izquierda y derecha infestan esta revista, por lo que deduzco que apenas tendrá comentarios. Por cierto, me ha llevado a leer algo sobre los horrores de las guerras anglo-boers. ¡ Madre mía, el colonialismo británico ! ¡ Qué leyenda negra hay ahí, para quien quiera escribirla !

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