Uno de los motivos por los cuales el libro de conversaciones entre François Truffaut y Alfred Hitchcock es irresistible es porque se trata de dos personas que conocen muy bien un oficio y hablan sobre él con la soltura y la simplicidad de los expertos. No hay teoría cinematográfica, no hay interpretaciones simbólicas complejas: se trata de conversar sobre películas y sobre los ladrillos en que se asientan, las escenas. Leyendo sus páginas, uno entiende que, para Hitchcock, el camino va de la escena a la trama y no de la trama a la escena. Me explico: muchas de sus películas tienen su génesis en la necesidad de filmar una escena particular, a menudo insólita y provocativa. A partir de ese momento, el realizador tiene que crear un mundo en el cual eso que sucede en la escena es verosímil. En Intriga internacional (North By Northwest, 1959, en España, Con la muerte en los talones), por ejemplo, Hitchcock cumple el sueño de que una forma «razonable» de matar a una persona sea llevarlo al medio del campo en un cruce de rutas y que lo ataque una avioneta, un disparate irresistible de ver. La escena es memorable y Cary Grant corriendo desesperado en el medio de la nada es una de las imágenes más icónicas de su carrera. La tarea entonces es construir una película en la cual la imagen sea posible en ese universo de la narración. Muchas veces, sir Alfred construye ese camino insertando otras escenas soñadas antes de tener la trama.
En el caso de El hombre que sabía demasiado la escena primigenia es la del intento de asesinato de un funcionario de un país inespecificado durante un concierto en el Royal Albert Hall, en Londres. El asesino va a disparar de un palco a otro, pero, para no llamar la atención, aprovechará un momento en que suenan al mismo tiempo los violines, los timbales y los platillos. El asesino memoriza el fragmento musical escuchando previamente un disco y sabe que tiene un instante único para disparar. En un mundo ideal, le dice Hitchcock a Truffaut, todos los espectadores sabrían leer una partitura y podrían recorrer el plano mostrando la notación, aumentando el suspenso a medida que se acerca la nota fatal.
A Hitchcock la escena le gustaba tanto que hizo la película dos veces: La primera en 1934, en su etapa inglesa, antes de cruzar el océano y consagrarse como una figura pop en Hollywood; una película en blanco y negro y con actores ingleses. La otra fue veintidós años después, en 1956, ya consagrado mundialmente, en un rutilante color y con estrellas como Doris Day y James Stewart en los roles protagónicos. Le dijo a Truffaut: «Digamos que la primera versión es el trabajo de un aficionado talentoso y la segunda fue hecha por un profesional».
La escena del Royal Albert Hall se mantiene parecida pero otras cosas cambian radicalmente. En la primera versión hay una escena desopilante en una iglesia perteneciente a un culto extraño y misterioso, en donde el protagonista se bate a los sillazos con la banda enemiga. En la de 1956, es reemplazada por una pelea igualmente estrafalaria, esta vez en una casa donde disecan animales. Se golpean con los animales embalsamados y los puños quedan encajados en las fauces inertes de un tigre disecado. Son esas escenas imaginadas por el director y que tienen un impacto mayor al de la trama.
Tratemos de contar el argumento en común de las dos películas, simplificando brutalmente. Un matrimonio con su pequeño hijo está de vacaciones en otro país. Traban relación con gente: una pareja de ingleses y un tercero que, poco antes de morir, les avisa que habrá un atentado en el Royal Albert Hall, en Londres. Al matrimonio norteamericano le secuestran al hijo y les dicen que si divulgan la información sobre el atentado no verán más al niño. Viajan a Londres y logran tanto desbaratar el atentado como recuperar al niño.
Lo que cambia y es relevante es la locación de la escena inicial, la que va a conectar a este matrimonio inglés con la complicada trama que pone en acción el mecanismo que nos va a llevar al Royal Albert Hall. En la primera, el matrimonio está disfrutando de un viaje a Suiza, donde la mujer practica el tiro como deporte. Este prólogo es relativamente breve (dieciséis minutos) y apenas sirve para poner al matrimonio en relación con esta banda internacional que quiere hacer el atentado. En la segunda, la locación es Marruecos. Hitchcock logra, con ese cambio de escenario, el clima perfecto para que se desarrolle su tema favorito: las personas comunes que se ven arrastradas a situaciones extraordinarias. En la primera película, el prólogo foráneo se resuelve rápido. En cambio, el director le dedica cuarenta y cinco minutos de la segunda versión de la película a mirar Marruecos y a sentirlo extraño, un lugar donde puede pasar cualquier cosa, donde la rutina y la previsibilidad ya no tienen lugar, donde las cosas no son lo que parecen.
Hitchcock no es Paul Bowles ni Joseph Conrad, no va al África a mirar el misterio a los ojos. Para Hitchcock, todo es funcional a lo que quiere contar. De hecho, su frase apócrifa más famosa es «Los actores son ganado». No era que no valorara el esfuerzo interpretativo que pudieran tener sus estrellas, sino que solo le interesaban en tanto piezas de un mecanismo cinematográfico del cual él era el demiurgo. Así, África, Marruecos, no tienen otro objetivo en esta película que ser un escenario exótico en el cual una pareja de norteamericanos se puedan sentir aislados y confundidos.
Con su infinita elegancia, uno de los actores fetiche de Hitchcock, Cary Grant, no podría haber representado la incomodidad del personaje central de la película, el doctor Ben McKenna, como lo hace James Stewart, otro de sus favoritos. Alto, desgarbado y calculadamente torpe, el doctor McKenna corporiza la incomodidad que puede sentir un médico de Indianápolis en un país extraño en aquella época. Ya lo saca del promedio que este americano medio conociera Europa y Marruecos (en este caso, por su paso con el ejército en la Segunda Guerra Mundial) y su mujer hubiera sido una cantante exitosa. Ahora priorizaban la vida en su estado natal porque «los pacientes están allí» y la máxima apertura es la posibilidad de un viaje de recreación a Europa con parada de tres días en Marruecos.
La secuencia en donde el doctor va con su esposa a un restaurante árabe, jugada en parte en clave de comedia, pone en pantalla su incomodidad con gracia y detalle. Las mesitas bajas resultan un incordio tremendo para sus largas piernas. Se sienta primero su mujer, Jo Conway, interpretada por Doris Day, con una larga y espléndida falda estampada, McKena tiene que pasar por delante de ella dificultosamente, para darse cuenta de que no tiene dónde colocar las extremidades, vuelve al lugar más lateral, que le podría permitir estirar las piernas, se sienta, pero sobre parte de la pollera de su mujer, que le protesta; todo es torpe y trabajoso. Entablan relación con una pareja que está en la mesa contigua, pero conversar dado vuelta le provoca tortícolis, así que pide que se unan a ellos. Luego llega la comida: unos trozos de pollo que deben ser comidos con la mano siguiendo una modalidad precisa: usando tres dedos de una mano y dejando la otra sin usar. McKenna/Stewart sufre porque no puede separar las partes del pollo, porque se engrasa las manos, porque está en un mundo ajeno y hostil, con sus propias costumbres, muy alejadas de las posibilidades de un americano medio en la mitad de la década del cincuenta.
La película ya había planteado la extrañeza cultural en la primera escena, luego de los títulos. El doctor McKenna, su esposa y su hijo viajan en el asiento trasero de un transporte público saliendo de Marrakesh. Lo primero que se ve de África es un back projection sobre sus espaldas, un procedimiento de la época, al que Hitchcock era muy afecto, en el cual los actores se grababan en estudio y en el fondo se proyectaban imágenes de la locación donde se suponía que estaban (casi todas las escenas de interiores de un auto en el cine clásico utilizaban el back projection). Así que lo que vemos es a tres norteamericanos en primer plano, claramente definidos, en el centro de la escena, mientras que por detrás aparecen imágenes menos nítidas, de otra calidad (en definitiva, es la filmación de una filmación). En la conversación, el niño dice que el paisaje es igual a Las Vegas y Jo Conway dice que en realidad no están en África sino en territorio francés, lo que seguramente en el momento de la filmación era cierto —se trataba de un protectorado francés— aunque la independencia estaba a la vuelta de la esquina. Así aparece Marruecos en la película, como la filmación de una filmación y sin ni siquiera merecer el nombre propio correspondiente.
El choque cultural habría de aparecer inmediatamente en la misma escena. El niño camina por el pasillo del ómnibus y en una mala maniobra, sin intención, le quita el velo de la cara a una mujer sentada. La pareja de la mujer se levanta furiosa, le grita al niño, quien vuelve con sus padres, confundido, todavía con el velo en la mano. Interviene un occidental con acento francés, qe se presenta como Louis Bernard, calma al hombre y comienza a conversar con la familia McKenna. Los norteamericanos le dicen que solo se trató de un accidente y Bernard contesta con una precisión notable: «La religión musulmana permite pocos accidentes».
La tercera de las escenas marroquíes se desarrolla a la mañana siguiente, en el mercado de la ciudad, a la que la familia McKenna va con sus nuevos amigos, los ingleses. En esta escena se produce la clave de la película, la que indica que nada es lo que parece, una de las decenas de duplicaciones engañosas que aparecen en las dos horas de proyección. Se escuchan gritos y movimiento, están corriendo a una persona con ropa árabe, en un determinado momento se patina con pintura azul y mancha su cara y su túnica blanca, lo alcanzan y lo apuñalan por la espalda, sigue corriendo y llega moribundo al doctor McKenna, a quien le dice que un hombre de Estado será asesinado en el Royal Albert Hall muy pronto. Misteriosamente, antes de morir, dice un nombre: «Ambrose Cappell». Stewart/McKenna le pasa la mano por la cara y la pintura con la que se hacía pasar por árabe se despinta. Ni Louis Bernard era el árabe que simulaba ser ni tampoco el personaje que provocaba sospechas en la pareja, sino un agente de la policía francesa que quiere evitar el atentado. Tampoco el matrimonio inglés es lo que parece ser, una pareja de inocentes turistas, pronto se verá que pertenecen a la banda internacional. Marruecos no es lo que aparenta. Pronto comprenderán que el niño ha sido raptado por la amable pareja y que todos deberán trasladarse a Londres a resolver el caso.
Las peripecias londinenses tendrán sus equívocos y sus duplicidades. La más cómica de todas es la pista «Ambrose Chappel» que les dio Louis Bernard antes de morir. El doctor McKenna logra encontrar una persona llamada así, que es taxidermista, allí se producirá la escena de los animales disecados, pero se tratará de una pista falsa. Ambrose Chappel no era un nombre de persona sino de una capilla, la capilla Ambrose. La encuentra Jo Conway, la verdadera heroína de la película.
La segunda parte de la película ya no es protagonizada por el norteamericano medio, de Indianapolis, que se siente incómodo ante culturas extrañas. Desde que llegan a Londres, el centro del relato lo va a ir ocupando crecientemente el personaje interpretado por Doris Day, una mujer artista, mundana, con valores propios, quien no solo ubica a la capilla Ambrose, sino que finalmente evita el asesinato para luego recuperar a su hijo gracias a sus condiciones vocales, cantando «Qué será, será». (Dan ganas de que Jo Conway deje al torpe médico, se mude a Nueva York y retome su carrera de cantante).
Marruecos, entonces, será el escenario para las incomodidades y torpezas del doctor McKenna, brillantemente interpretado por James Stewart. Occidente, Londres, es el territorio donde las mujeres no tienen sus caras ocultas y pueden ser las protagonistas. Es la mitad del siglo XX, comienza una nueva era en Occidente, con la centralidad de la mujer, algo que representará un punto de disputa con el mundo cultural de la primera parte de la película. ¿Tendrá un vencedor ese conflicto? Qué será, será.