No sé en qué momento abandoné la costumbre —que a los bibliófilos les pone la piel como esparto— de manchar los libros que compraba con mi nombre, la fecha y el lugar de adquisición. Ahora lo lamento. Sé que por las leyes de la bibliofilia ese acto deprecia el valor de un libro si no eres nadie —otra cosa es que el que mantuviera esa costumbre fuese Borges o Cernuda, claro: la fortuna que valen hoy los volúmenes, por insustanciales que sean, en los que uno u otro colocaban su nombre a falta de exlibris— y los libreros suelen, a la hora de describir los ejemplares, anotar con indisimulado gesto de repugnancia: «nombre de anterior propietario en página de respeto« o peor aún «firma de anterior propietario en portada». Pero a mí me gustan esos libros que traen el nombre del anterior propietario y la fecha de compra o lectura, es como que, al marcar el objeto con datos de propiedad tan concretos como caducados, le dan historia, ayudan a biografiarlo, hacen que el objeto hable (quizá los objetos son personas que se han quedado congelados en una forma, dice Juan Mayorga en algún momento de su obra La colección, y García Calvo no se cansaba de decir que las cosas están hablando todo el rato, otro asunto es que las escuchemos con tanto ruido como hay por todas partes).
Ahora lo lamento, digo, porque si hubiera mantenido la costumbre que tenía de chaval, y que no se correspondía con un ansia de marcar con sello de propiedad un volumen sino con una necesidad, dado que en la época los libros que uno compraba rulaban tanto entre los amigos que llegaba un momento en que si no hubiera sido por el nombre en la página de respeto no hubiéramos sabido de quién era aquel ejemplar de Bukowski, el tomo de La conjura de los necios, o tantos otros…si hubiera mantenido esa costumbre, digo, ahora podría ordenar mis libros no por autores, ni géneros, ni lenguas, ni épocas, sino por las fechas en las que entraron en mi vida, y podría hacer un recorrido que me permitiera saber si Marsé llegó a mi conocimiento antes que Nabokov o al revés, hasta qué fecha tan adelantada no supe de la poesía de Miguel d’Ors o qué año empecé a leer a Dorothy Parker. Si pudiera volver atrás, no sólo pondría la fecha de adquisición y el lugar, también escribiría, quizá en la última página, quién me había llevado a ese libro. La memoria puede hacer un esfuerzo y asegurarme que una mención en la revista La luna de Madrid me dio a conocer a Bukowski y a Cansinos Assens, un recital en una bodega de Fernando Quiñones en el que terminó de pie recitando de memoria un poema que me impresionó me condujo a la mañana siguiente a buscar el Canto general de Neruda, una serie de televisión me zambulló en la Vida privada de Sagarra, otra en La plaza del diamante de Mercé Rodoreda y otra en el mundo pletórico de Evelyn Waugh: o sea, ni siquiera Groucho Marx llevaba razón aquella vez que alababa a la televisión como gran fomentadora de la lectura porque cada vez que la veía no tenía más remedio que apagarla y ponerse a leer un libro. Borges me ha llevado a un montón de autores, no todos para bien, pero soy incapaz de recordar a quién le debo Nabokov, a quién Scott Fitzgerald. Después de esa zona más o menos adolescente, viene una bruma que se lo lleva todo, y ni idea de cómo acabé leyendo a Modiano o a Margueritte Yourcenar, a Javier Marías o a Pessoa: ¿a quién se los debo? Si hubiera hecho aquellos apuntes en las páginas de respeto de libros que llevan ya casi cuarenta años conmigo, ahora lo sabría.
Es esa costumbre la que me permite ahora saber, por ejemplo, que el 31 de diciembre de 1983, cuando tenía yo 17 años, me llevé de una librería (el verbo oculta malamente un delito) El héroe de las mansardas de Mansard y debió gustarme empezar 1984 leyendo esa novela porque en abril de ese año conseguí (pero sin delito alguno) El hijo adoptivo. O sea, llevo cuarenta años leyendo a Pombo, disfrutando con sus personajes verborreicos y sus exámenes de identidades a menudo sacadas de quicio, con sus novelas deprimentes, como Los delitos insignificantes, y sus radiantes novelas humorísticas, como Aparición del eterno femenino contada por S.M. El Rey. En este caso sé bien quién actuó de prescriptor: el editor Herralde, no hay duda. Era el editor de los libros que más me gustaban, así que me fiaba de todo lo que publicara y al iniciar con el libro de Pombo una colección de autores españoles debí pensar que no podía terminar un año tan nefasto como 1983 sin regalarme algo que no estuviera dentro de mis posibilidades.
No deja de ser fascinante el modo al que llegamos a algunos libros. Los tuvimos en la mirilla de la escopeta tantas veces y los dejamos ir, tropezamos con ellos en cien librerías distintas y no nos dejamos cazar, estuvimos a punto alguna vez pero encontramos sitio mejor en que acomodar el tedio. Hasta que llega el día por razones que no sabe uno a qué responden. Por ejemplo, Wodehouse al que he estado leyendo estas semanas agradecido de que fuera autor tan prolífico. Joven yo aún, salieron en Versal, una editorial de la que me fiaba muchísimo porque habían publicado a Paul Leautaud, a Cyrill Connolly, a Edmund Wilson, unos tomos, muchos tomos, con cubiertas animadas por dibujos de colores muy vivos, del tal Wodehouse. Pensé que si compraba uno y me gustaba iba a ser mi ruina y los dejé ir preguntándome qué llevaba a un editor como Antoni Munné a recurrir al que era considerado como exponente mayor del humorismo inglés —aunque fuera americano—, más popular que Waugh, menos intelectual que Chesterton. No estaba para mí. Años después vi que Anagrama sacaba unos tomos de Wodehouse, estuve tentado de sucumbir, pero lo dejé pasar. Viviendo en Londres me salían ediciones de Wodehouse en cada esquina: las sorteé con driblings de extremo profesional. Hasta que hace unas semanas leí una espléndida estampa de Jorge Freire sobre Wodehouse contando sus avatares durante la II Guerra Mundial y dije: vamos a ver si es tan bueno y radiante. Al haber sido autor tan aclamado como leído, fue bastante sencillo atesorar toda la serie de Jeeves, el Picadilly Jim y la trilogía del Dinero.
La cosa es que estaba yo terminando la serie de Jeeves, que empieza con una obra maestra (mi ejemplar lo compró el 21 de agosto de 1946 en La Coruña, María Lourdes Abelenda, que también tenía costumbre de marcar los libros) y acaba con otra quedando en medio tomos que rayan a gran altura, divertidos todos ellos, pero sin las costuras tan bien acabadas como en el tomo inicial, «Gracias, Jeeves» y el último, «Júbilo Matinal», cuando recibí un mensaje de mi amigo Miguel Anxo Murado: me contaba que acababa de terminar De Madrid a Oviedo pasando por las Azores, novela de los años treinta de José María Pemán, le había encantado, la había martirizado con subrayados, me preguntaba, después de consultar una bibliografía del autor, si en la prolífica obra de mi paisano había alguna otra que tuviera ese tono, esa gracia, esa dichosa levedad. Aseguraba en el mensaje que le había recordado al primer Evelyn Waugh y a Wodehouse, autor este que en su biblioteca antibibliófila es junto a Shakespeare el más subrayado por su inglés musical y la redondez de algunos diálogos. Naturalmente le puse al tanto de la casualidad de que citara a Wodehouse cuando yo acababa prácticamente de descubrirlo y agregué que lamentablemente Pemán no abundó en esa veta de novela humorística, que se entregó al ensayo político y al teatro histórico-religioso, privándonos de su potencia narrativa y humorística: había que esperar a sus memorias sincopadas en los tomos Mis encuentros con Franco y Mis almuerzos con gente importante para recuperar algo de esa energía que desde luego deslumbraba en De Madrid a Oviedo. Y al escribírselo, me entraron unas ganas irreprimibles de releerla porque hacía como veinte años que no la leía y sólo recordaba de ella la sorpresa de que me gustara tanto una novela de Pemán y el buen sabor de boca que dejan las novelas rápidas, leves, escritas como en estado de gracia. Como me daba cosa leerla en el ejemplar de la primera edición donde la leí —un ejemplar que compré sólo porque la cubierta es preciosa, sin esperarme que dentro hubiera una novela espléndida, dado que por entonces yo pertenecía al abultado número de bobos que consideran que porque era tradicionalista y más conservador que la selección italiana de fútbol después de meter un gol, Pemán no podía haber escrito nada interesante—, busqué una reedición, la encontré tirada de precio y me zambullí en ella: apenas me sorprendió que, fortalecido por la opinión de Murado, de quien me fio mucho y al que le debo The play goes on, las memorias de Neil Simon, la novela de Pemán me pareciese una radiante muestra de la narrativa de nuestros años treinta, a pesar de que no hay dios que la cite en medio del banal combate entre la nueva narrativa vanguardista propugnada por Ortega —que produjo auténticos coñazos donde se cuenta muy poéticamente que no pasa nada en ninguna parte— y la novela tradicional que seguía a Baroja —que produjo auténticos coñazos donde muy desastradamente se cuentan vidas abultadas de hechos tétricos—. Me temo que hasta los doctos en Pemán recelan o desprecian esta novela: las dos o tres veces que se han recopilado Obras escogidas del gaditano han prescindido de ella y han ocupado el tomo dedicado a la narrativa con los insulsos Cuentos sin importancia la cursi Romance del fantasma y Doña Juanita o la más afamada de sus novelas Señor de su ánimo, novela ya de los años cuarenta, es decir, escrita por un vencedor para que los vencedores tuvieran que leer con el pecho hinchado por la victoria. No es mala novela, que conste, está, como todo Pemán, escrita con mucha elegancia, pero su retrato de la parte enemiga no es tan sano y sarcástico como en su novela de los años treinta, todo lo contrario: es inmisericorde y a menudo de una mezquindad intachable. Verdad es que había corrido una guerra entre una y otra novela. Aquí y allá todavía hay algún ramalazo de poesía, porque Pemán de vez en cuando, cuando no se disfrazaba de poeta épico como en el insoportable Poema de la bestia y el ángel y se conformaba con tratar de conducir la gracia por composiciones menos pomposas y escritas para declamar en teatros abarrotados donde la ovación, como en los mítines de los políticos, forma parte del discurso, era capaz autor de componer versos memorables. Por ejemplo, incrustados en su obra Noche de levante en calma, deslizó la que, a mi ver, es la mejor definición que se haya hecho nunca del cante flamenco.
Sorbe el beso del calor,
el agua quieta y en calma;
queda la sal, que es el alma;lo demás se hace vapor.
Lo mismo el cante mejor,
el más sentido y más hondo;
el que ya es cante y no grito,
se hace con el cogollito
que el sentir guarda en el fondo.
Evaporada esa parte
de la pena, que no es arte,
sino sollozo y clamor,
queda como una serena
tristeza de buen sabor,
que es la materia mejor
para hacer la copla buena:
lo que queda de una pena,
ya evaporado el dolor
«Lo que queda de una pena, ya evaporado el dolor»: apuesto a que ni Antonio Mairena ni su compadre Ricardo Molina hubieran podido expresarlo de manera más leve y más honda. Pero ya que estamos con versos, y dado que tengo la sana costumbre de ir leyendo novela y poesía para que una me haga descansar de la otra, se dio el caso de que mi mujer fue a ver un recital del poeta laureado Simon Armitage, de quien se ha traducido una amplia antología al español. Al regresar me dijo: es un poeta que te va a gustar, es una Wislawa Szymborska de Yorkshire. No estaba yo muy convencido, pero una mañana de estas de lluvia en que lo que leía no lograba emocionarme (que significa mover hacia algún sitio, o sea, trasladarlo a uno del lugar donde está a otro punto distinto) ni entretenerme (o sea, impedir que uno se dedique a lo que se tiene que dedicar), bajé a la biblioteca de mi mujer, busqué libros de Simon Armitage y, aunque todos los poemas me agarraban más o menos del cuello exigiendo atención, encontré una docena, quince o veinte, verdaderamente memorables. Por ejemplo el titulado El grito:
Juntos salimos
al patio del colegio, yo y el niño
cuyo nombre y cara
no recuerdo. Nos proponíamos probar la potencia
de la voz humana:
él gritaría con todas sus fuerzas
y yo levantaría el brazo
al otro lado de la línea divisoria para informarle
que me había llegado su grito.
Gritó luego desde el parque — yo levanté el brazo.
Ya en las afueras del pueblo
gritó desde la carretera,
Y al pie de la colina,
y desde más allá del puesto de vigilancia de la granja de Fretwell —
yo levantaba el brazo.
Ya ni lo veía y de pronto hace veinte años que murió
en el oeste de Australia,
con el boquete de un disparo en el cielo de la boca.
Niño de nombre y cara de los que no me acuerdo,
puedes dejar de gritar, todavía te oigo.
Ahora que lo pienso, otro modo de ordenar la biblioteca que podría haber utilizado sería la colocación de libros no por autores ni temas ni géneros, sino por sus prescriptores. Obviamente la parte del león, a qué mentirse, la compondrían los libros a los que he llegado por mí mismo, por curiosear en tantos sitios, abonado a la estrategia del ensayo y error (o por peor decirlo del poema y el error, de la novela y el error), llevado por insignificancias como una cubierta, una contratapa en la que se resumía con alegre encanto lo que después no iba a tener encanto ninguno, una solapa en la que la biografía del autor o la autora te convencía de que con esas andanzas allí esquematizadas de ningún modo iba a poder escribir un mal libro (y anda que no). Y luego habría dos zonas muy diferenciadas: una la compondrían los libros a los que he llegado gracias a gente que es amiga y otra los libros a los que he llegado gracias a la prensa, a las reseñas, a críticos o comentaristas de los que o me fío o halagaban un volumen con tal grado de convicción que lograban hacerme crecer las ganas de comprobar si exageraban o se quedaban cortos. En el primer grupo estarían los libros recomendados por los grandes y verdaderos prescriptores en un país como el nuestro: los editores. La de libros a los que habré llegado por el sello que lo imprimía. A Herralde ya le dediqué un artículo agradeciendo sus servicios como prescriptor, a Abelardo Linares tendría que dedicarle un libro dada la cantidad de autores a los que he llegado por su sello. Otro editor del que me fiaba ciegamente era Jaume Vallcorba, gracias al cual Quim Monzó, Sergi Pámies, Ramón Solsona y J.V. Foix pintan del blanco característico de Quaderns Crema una estantería larga de mi biblioteca. Y Jacobo Siruela que trajo a España la Biblioteca de Babel de Borges, y se inventó unas Lecturas Medievales en las que uno podía beberse Los Lais de María de Francia, por no hablar de la colección El Ojo sin Párpado donde dio uno con el Barón Corvo. Hay otros, alguno de ellos nuevos, como David González de El Paseo, que ha completado ahora la tarea de publicar En busca del tiempo perdido en tomos sueltos y al que le debo a Hugo Ball y a Dino Campana, pero no es plan hacer de este texto una cabalgata de nombres propios.
Luego están los reseñistas. Como saben, en España se publican semanalmente unas doscientas reseñas de libros y muchas de ellas hay que leerlas con gafas de sol para que el resplandor de los halagos no te ciegue: pero para ser convincente un halago no puede quedarse en una sucesión de adjetivos más o menos bombásticos que alienten la sospecha de una relación de complicidad o amistad entre reseñista y reseñado (por eso me parece muy sana la costumbre puesta en práctica por Vicente Luis Mora que consiste en añadir una adenda a sus reseñas para explicitar el tipo de relación personal que tiene con el autor del libro reseñado y con la editorial que lo publica). Así que, ¿cómo, de quién fiarse? Para empezar yo trato de fijarme en cómo están escritas las recensiones: para mí, forman parte de aquello que critican, o sea, de la literatura como campo de juego, y si no son buena literatura por sí solas, con independencia de lo que vayan a decir del libro reseñado, ni caso a lo que digan, de donde puede darse la ocasión de que un juicio esté muy equivocado con respecto a un libro pero sin embargo este le haya suscitado al libro una pieza espléndida (Borges era bastante injusto con muchos de los libros que reseñaba, con decir que Lolita le parecía una porquería está dicho todo, pero muchos de sus artículos figuran entre lo más potente de su obra). Luego valoro mucho que quien escribe la crítica se haya tomado el trabajo de buscar el libro que reseña, quiero decir, que entre la marabunta de novedades no se haya conformado con la montaña de ejemplares que recibe, cada una de ellos con su carpetita conteniendo un dossier y en negrita unas cuantas frases que muy bien puede calcar para que le sea menos costoso escribir su reseña, y haya ido a su aire y entre la amplia oferta haya prestado atención a lo que publican editoriales independientes, o ubicadas en provincias de escaso pasado editorial. Me parece divertido, por no decir alucinante, que cuando llega diciembre y los periódicos preguntan a las elites intelectuales del país por la lista de los mejores libros del año, siempre queden en las diez primeras posiciones libros editados por editoriales grandes a pesar de que si hay que definir nuestra época literaria sería muy injusto no mencionar como hecho fundamental el florecimiento de una legión de sellos que han ido sacando como han podido cosas que a las grandes editoriales solo le van a interesar si pitan, si consiguen hacer un poco de ruido y reclamar un mínimo de atención.
Los lunes leo a Alberto Olmos (al que no le debo tantos libros como los libros que me he ahorrado gracias a sus artículos), los jueves a José Luis García Martín en Café arcadia, los viernes a Fernando Palmero, Aloma Rodríguez y Juan Marqués (que tiene el don de sacarme de quicio porque estoy muy de acuerdo a menudo con sus apuntes y eso hace que me resulte incomprensible que de repente ponga por las nubes libros que luego veo que son una patata…o una patada), los domingos a Ignacio Garmendia. No siempre les hago caso, pero hay bastantes libros en mi biblioteca que están ahí porque ellos me empujaron con sus reseñas, y lo que les agradezco no es que consigan mantenerme despierta la curiosidad por las actualidades editoriales, sino más bien, en un patético ejercicio de melancolía, que me devuelvan al muchacho que fui y leyendo a Leopoldo Azancot en el ABC Cultural (algunos de sus palos eran memorables, pero sus críticas positivas eran las más convincentes que se hayan leído en la prensa española) o a Miguel García Posada (autor por cierto de un libro que espero que se reedite ahora con los fastos de la Generación del 27 que se nos echa encima porque es el más recomendable volumen de divulgación que se haya dedicado a un grupo de poetas: Acelerado Sueño), recibía la lejana luz de un faro que me daba alguna pista de por donde tirar entre tanto libro que deseaba uno leer.