Un oasis es una anomalía en el desierto, un vergel de plantas resistentes y poco demandantes que emerge donde hay una surgencia de agua, el ingrediente imprescindible para la vida. Un oasis es también el remanso del corazón, la paz mental o el hogar en el que descansamos de todo lo que se deja en el exterior de sus límites. Y, así, sabiendo lo que un día fue, llega uno a este lugar que se convierte en metáfora de quietud cuando los que vivimos en otros ámbitos nos acercamos a él.
No hay polisemia sino sofisticación del término porque el oasis, que nació como respuesta a las necesidades de supervivencia de tribus errantes, ha evolucionado a lo largo de los siglos hasta convertirse también en un espacio en el que disfrutar de unas vacaciones o de un paréntesis en nuestras obligaciones cotidianas.
Un palmeral entre las montañas y el desierto
La agricultura necesita tierra, agua y sol, tres elementos que la naturaleza puso en manos de los habitantes de Mesopotamia, del antiguo Egipto, de las cuencas del Indo y del Yangtsé, que todavía hoy se disputan haber sido los primeros en desarrollar las técnicas que facilitaron la gran revolución de los seres humanos, la de producir sus propios alimentos.
Es fácil imaginar a los primitivos pobladores de la desembocadura de los ríos Tigris y Éufrates o a los fellahs que habitaban las orillas del Nilo descubriendo que, pasado un tiempo y en el mismo paraje en el que una vez habían recogido unos frutos, volvían a encontrar alimento, renacido después de unas cuantas lunas. Pero no todos los que nomadeaban tenían acceso a las tierras fértiles de los márgenes de cursos fluviales, ocupadas y defendidas por los que ya atisbaban el significado del concepto de propiedad privada; lo difícil, sin duda, era encontrar qué llevarse a la boca allí donde no había agua ni qué esperar de la tierra yerma que les permitiera una mínima estabilidad. Si la inteligencia se define por la capacidad de adaptación a las circunstancias, es evidente que aquellos que idearon la fórmula para doblegar su entorno, fuera en las cercanías del círculo polar ártico o de las zonas desérticas próximas al Ecuador, serían seres dotados de inventiva suficiente como para solventar el hambre de su clan y de sus animales.
Si hablamos del nacimiento de la civilización —tal como la entendemos los occidentales— en lugares propicios al asentamiento de grupos humanos, también habría que dirigir la mirada hacia aquellos que, no teniéndolo fácil, fueron capaces de sacar rendimiento a los pedregales en los que anduvieron, quizá en permanente conflicto con los que llegaron antes a las tierras ricas o fueron más peleones a la hora de instalarse en ellas. Lo cuenta la Biblia, fuente de las tradiciones del medio oriente, en la historia de Caín y Abel, los dos hermanos que, según el capítulo 4 del Génesis, se enfrentaron hasta la muerte por celos, trasunto mítico que encierra la creencia ancestral de que, en el albur de los tiempos, se contrapusieron dos formas de vida, condicionadas por la propia naturaleza, cuyo objetivo principal era resolver satisfactoriamente su misma existencia.
Antes, en el capítulo 2, el Génesis cuenta cómo, una vez concluida la Creación, Yahveh plantó un jardín en Edén, al oriente, donde «colocó al hombre que había formado y donde hizo brotar del suelo toda clase de árboles». Jardín se traduce por paraíso en la versión griega —paradeisos— y más tarde en toda la tradición grecolatina; paraíso es una voz de raíz iránica que significaba propiamente parque y, aunque el Edén es un nombre geográfico imposible de localizar, tal vez tuviera su origen en el término estepa: un jardín en el desierto sería el lugar idílico que habitaron Adán y Eva antes de pecar. La Biblia recoge así, con tintes mitológicos, la existencia al oriente de Israel de tierras secas en las que brotaba el agua, un hecho extraordinario atribuido por el libro a la omnipotencia del Dios único que daba y quitaba, tierras que se localizan hoy en la llanura iraní.
En el antiguo territorio de los persas se han encontrado los restos de unas ingeniosas canalizaciones, denominadas qanat, que traían el agua desde las cordilleras del norte hasta las mesetas semidesérticas del sur. Un qanat es una galería excavada en el subsuelo que busca el nivel freático de los pies de las montañas cercanas, túneles jalonados de pozos a través de los que se saca el material extraído y se asegura la salida de los trabajadores y que, una vez en contacto con las aguas, hace que estas discurran, mediante una leve inclinación, desde los montes hasta las zonas mesetarias. Este sería el origen de los oasis que han facilitado la vida de tantas generaciones desde tiempos inmemoriales y que, aun cuando pueden darse de manera natural, son en su mayoría producto del esfuerzo humano por sobrevivir en condiciones muy adversas.
La rápida expansión de los musulmanes a partir del siglo VII, durante el llamado califato ortodoxo o rashidun, les puso en contacto con estas técnicas persas de manejo del agua que ellos perfeccionaron y extendieron en sus conquistas hacia oriente y hacia el norte de África. Bajo el califato Omeya, grupos de árabes, egipcios y bereberes, conversos muy combativos, fueron sometiendo a las poblaciones de la cuenca sur del Mediterráneo, ganando para el imperio la franja entre el mar y el desierto y llegando a las puertas de Europa después de ocupar gran parte de la península ibérica.
En la llamada África Menor, la región noroccidental del continente, se extendieron a través de la cordillera del Atlas hasta el Sáhara, convirtiendo al islam a los caravaneros, en su mayoría tribus bereberes, que adoptaron la religión y sus normas sin abandonar sus modos de vida agropastoriles. Chazirat-al-Magrib —el lugar por donde se pone el sol— es el nombre árabe de esta zona que, tanto por sus rasgos físicos como por su historia pertenece más al mundo mediterráneo que a África.
La esquina a la que llegaron tiene una orografía muy particular pues los grandes macizos dibujan un paralelogramo alargado en dirección SO-NE; su lado septentrional, el Atlas Telliano, es paralelo a la costa, mientras que la parte meridional es conocido como el Atlas Sahariano; en el lado occidental se encuentran las montañas más elevadas del Magreb: el Atlas Medio, el Alto Atlas y el Anti-Atlas. Entre unas alineaciones y otras, se disponen áridas mesetas y llanuras aluviales que han permitido la vida en pequeñas concentraciones de grupos humanos, gracias en parte al agua procedente de las altas cumbres y a un ambiente que bien podría denominarse de transición entre la variedad oceánica del clima mediterráneo y el desértico. Allí la vida ha sido dura, pero no imposible, y menos cuando a los aprovechamientos locales de los recursos naturales se les sumaron los conocimientos que traían los invasores venidos desde la lejana península de Arabia; en los límites del desierto se crearon núcleos urbanos que sirvieron para dar asiento a los nómadas que recorrían las rutas comerciales a lomos de sus camellos y cargando con sus haimas.
A Youssef Ibn Tachfin, que fue el unificador de las tribus amazigh y el primer gobernante de la dinastía almorávide, se atribuye la fundación de la plaza militar de Marra Kouch en el año 1062, entre las montañas y el desierto; él la convirtió en la capital de los «habitantes de las rábidas», escuelas propagadoras de la fe, y desde ese punto crucial sus huestes subyugaron lo que hoy llamamos Marruecos.
Con él, y posteriormente con su hijo Ali ben Youssef, la primitiva ciudad llegó a ser el punto de encuentro de los mercaderes que acudían a ella en busca de lo que producían sus tierras y de las artesanías que elaboraban sus habitantes. El clima y el suelo habían favorecido el surgimiento de especies mediterráneas como olivos, almendros, higueras y palmeras que crecían de manera natural en el valle del río Draa, y los primeros almorávides pusieron en marcha el cultivo de estas variedades para su producción más allá del autoabastecimiento.
Se excavaron los qanat que traían el agua desde las montañas del Atlas y que los marrahechíes ampliaron con el sistema conocido como khettara: canalizaciones subterráneas y pozos que alumbraban las aguas que posteriormente se repartían, mediante azarbes y acequias, a los parterres de cultivo. En las proximidades del desierto de Agafay, con terrenos baldíos que soportan insolaciones tremendas y con escasísimas precipitaciones, conseguir que los árboles produjeran lo suficiente como para mantener a la familia y, además, comerciar con los excedentes, fue un logro extraordinario que les permitió crecer como comunidad y explorar otras latitudes a las que llevaron su religión y sus conocimientos.
Fueron los almorávides los que introdujeron los qanat en la península ibérica: todavía se conservan restos de los que construyeron en Crevillente (Alicante) y a ellos se atribuye la mejora del sistema de riego, implantado por los romanos, gracias a la regulación de las huertas mediante khettaras, lo que permitió la extensión del cultivo de la palmera datilera —phoenix dactylifera—, cuya semilla traían en sus alforjas (al-hurg).
La Palmeraie de Marrakech
Y en el principio fue el dátil.
Si existiera un Génesis para explicar a la humanidad cómo surgieron los palmerales y, por ende, el modelo de vida a que han dado lugar, tendría que elevar a los altares a este humilde fruto que, según la tradición, portaban los soldados de Youssef Ibn Tachfin cuando se aproximaban a la meseta que conquistarían para fundar Marrakech.
La leyenda, entre el pensamiento mágico y la realidad, cuenta que los guerreros llevaban sus hurg cargados de dátiles y de ellos y de la leche de las dromedarias, los camellos de una sola joroba, se alimentaron mientras duró el asedio del enclave en el que se asienta la ciudad roja. Los huesos que tiraban al suelo arraigaron y fueron creando un gran palmeral, con unos cien mil ejemplares, que llegó a ocupar trece mil hectáreas en el noreste de la ciudad y de cuya medina distaba unas cinco millas árabes, equivalentes en la actualidad a unos nueve kilómetros.
A pesar de que son plantas arborescentes (arecáceas), y no verdaderos árboles, han sido y siguen siendo muy útiles porque crecen con cierta rapidez, dan frutos y sombra y no son muy exigentes con el suelo en el que enraízan, lo que ha permitido el cultivo de otras especies vegetales en los huertos a su abrigo. Entre las palmeras de la Palmeraie se plantaron olivos, acebuches, higueras, almendros y manzanos con los que se sustentó la economía de las familias que se afincaron en la ciudad; fue un lugar próspero que despertó las envidias de otras tribus en los siglos posteriores: Almohades, Benimerines, Wattasi y Jerifes o Alauitas son los nombres de las sucesivas dinastías que fueron arrebatándose el poder y han gobernado desde la que fue capital del reino de Marruecos hasta 1911, cuando fue sustituida por Rabat.
La Palmeraie ha sufrido los avatares de tantas incursiones. Durante años fue abandonado y sus khettara, sin mantenimiento, permanecieron secas, sus campos dejaron de ser productivos y se temió por su desaparición. A partir de la independencia de Marruecos en 1956 y su constitución como reino independiente, las tornas cambiaron para el palmeral, que comenzó su revitalización de cara también al nuevo interés despertado por el turismo.
El número de hectáreas se había reducido casi a la mitad y lo que fueron campos de labor se vieron reconvertidos en hoteles de lujo, resorts y mansiones privadas. La reutilización de los antiguos canales y nuevas prospecciones con tecnologías avanzadas han alumbrado aguas con las que se riegan campos de golf y se mantienen piscinas y hasta lagos artificiales en los que se practican deportes acuáticos; se calcula que en la actualidad existen unos cinco mil pozos que, a pesar de las consecuencias devastadoras del cambio climático, atienden a las necesidades de una población fija que supera el millón de habitantes y de una población flotante que ronda los dos millones y medio anuales.
La presencia de establecimientos hoteleros españoles es una constante desde que la economía viró hacia el sector terciario. Muchos viajeros visitan la llamada Perla del Desierto o Puerta del Sur, que por su proximidad al desierto permite vivir experiencias exprés sin apenas riesgos; estos turistas buscan el exotismo del mundo árabe sin renunciar a las comodidades, al confort y a la hospitalidad de la que hacen gala estos países. Con esa idea, en el año 2019, la cadena Barceló se convirtió en propietaria del Barceló Palmeraie Oasis Resort, un establecimiento cinco estrellas, construido en 1989, que ocupa una superficie de unas trece hectáreas y que ha sido reformado totalmente siguiendo la estética y las costumbres locales.
Es de propiedad española, pero la dirección, con M. Khalid Issig al frente, es marroquí. Dispone de un total de doscientas cincuenta y dos habitaciones, modelo Barceló, que se distribuyen en edificios independientes de dos alturas, del color del desierto al anochecer, ordenados en calles con nombres de flores. El hotel tiene dos grandes piscinas: una llamada zen y otra de mayor tamaño para el disfrute de toda la familia, además de un lago artificial que se mantiene con el agua reciclada del mismo establecimiento, un centro wellness con el obligado hammam y una sala de reposo cuyas paredes reproducen la decoración de la sala de los Abencerrajes de la Alhambra de Granada. Un oasis de paz.
La reforma, todavía en marcha, ha sido proyectada por un arquitecto francés con residencia en Marrakech, que ha respetado las estructuras y la decoración de arcos apuntados apoyados en nacelas y la decoración de líneas que se entrecruzan ad infinitum.
Aquí se mezclan las comodidades de un cinco estrellas con el ambiente moruno en todos sus rincones. Existe un espacio reservado para los niños, el Kid’s Club, con animales de granja y una gran pajarera; cuenta con varias pistas de tenis y de fútbol, así como cinco espacios gastronómicos de comida local e internacional y salas de reuniones para convenciones.
Llama la atención el cuidado exquisito de los jardines, repletos de plantas mediterráneas: palmeras de varias especies, naranjos bordes, olivos, acebuches, granados, buganvilias, adelfas, piteras y extensiones de césped natural, bien cuidado, que contrasta con los terrenos secos del exterior. En temporada baja, el resort da trabajo directo a doscientas treinta y siete personas —que llegan a ser trescientas en temporada alta— y a un número indeterminado de trabajadores indirectos a través de los servicios externalizados como el de lavandería o el de suministros.
El recinto está enteramente rodeado por una muralla, de una altura aproximada de tres metros, jalonada por pequeñas torres cuadradas a modo de vigías. El muro, como es propio de las construcciones musulmanas, está construido en adobe y cierra el espacio aislándolo de las miradas del exterior. Su trazado respeta las ramblas que rodean el resort, que no son lineales, y lo separa de otras construcciones igualmente reservadas a la intimidad de sus visitantes.
A las normalmente altas temperaturas del día, sigue un atardecer fresco que invita al descanso y a la relajación. Tanto si se ha optado por hacer excursiones al desierto como por visitar los monumentos, museos o los zocos de Marrakech, el regreso al palmeral es siempre promesa de tranquilidad y de paz. Y uno percibe que existe esa paz cuando cae en la cuenta del trinar de los pajarillos que revolotean también en las horas doradas de la puesta de sol.
Un paraíso, un edén, un jardín recuperado en el desierto para el remanso del corazón.