Quizá sea «sólido» la palabra más repetida para definir a Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) y su obra. Se suele decir con esa clase de respeto que, al menos durante unos segundos, te obliga a guardar silencio, como para que cada cuál valore qué admira más de sus novelas: si la eficacia narrativa, el rigor histórico, el apabullante despliegue de tramas y personajes o esa extraña ambición que, a veces, más que una obra literaria, parece que aspirara a levantar un mundo. O lo que es lo mismo: recuperar ese desbarajuste que es siempre el pasado para aportar luz, realidad y sentido. A lo largo de sus más de cuarenta años de trayectoria ha abordado distintos episodios del siglo XX español: la guerra de África, la guerra civil, la posguerra, el franquismo, la transición… Pero en su último libro, Ropa de casa, se centra en una historia mucho más íntima: la suya, marcada por una infancia feliz, la prematura muerte de su padre y una carrera como escritor que no tardó demasiado en despegar. Para hablar de todo ello, nos citó en un bar de su barrio.
Lo primero que llama la atención de Ropa de casa es que son unas memorias en las que hablas bien de todo el mundo. ¿Las escribiste con esa voluntad?
No había una voluntad de hablar bien de todo el mundo. Lo que había era una necesidad de recuperar un tiempo en el que me sentí arropado y del que guardo muy buenos recuerdos. No sé si mi memoria tiende a recordar mejor lo bueno que lo malo, pero cuando he hecho este ejercicio de mirar atrás, la verdad es que me salen muy buenos recuerdos y muy pocos malos.
No hay ningún ajuste de cuentas.
No tenía ninguna necesidad de hacer ajustes de cuentas con nadie. Si algún personaje sale un poco mal retratado, es porque eran estrafalarios y hacían cosas raras. De Javier Tomeo, por ejemplo, saco algunas extravagancias, pero también lo trato con cariño y hablo de su categoría como escritor, y de los tres o cuatro o cinco grandes libros que escribió.
De hecho acabas con un «gracias».
Decidí acabar el libro con la palabra gracias, y no se sabe si dan las gracias los personajes que comparecen, como actores en un escenario, o si soy yo el que da las gracias a toda esa gente que ha salido en mi libro y que ha estado en mi vida. Quería que fuera un libro de gratitud y no de queja.
Reconoces que eres una persona afortunada.
Me siento privilegiado.
Hay varios golpes de suerte en tu vida, como esa quiniela de trece que aciertas o la explosión de gas en la que vuela media manzana pero tu casa se salva y encima a ti te pilla de viaje.
Sí, a veces la suerte hace que las cosas sean como son, y podrían ser de otra manera. Media hora más tarde de que yo me fuera a Francia, a Grenoble, explotó una casa al lado de la mía, y un chico que pasaba por ahí y que no había ido al colegio ese día murió bajo los escombros. Y efectivamente, la primera quiniela que hice, acerté trece y me llevé 200 000 pesetas. Luego ya hice muchas quinielas y no acerté ni una. Son pequeños golpes de suerte. Pero más allá de eso, considero que somos afortunados, y no solo yo, toda mi generación y las generaciones posteriores.
¿En qué sentido?
Por haber nacido en esta época y vivir en la España que nos ha tocado vivir. Por muchos defectos que le queramos encontrar, es una España mucho mejor que cualquiera de las anteriores: sin guerras, con democracia, conviviendo en libertad, con una prosperidad que a veces no es tan grande como nos gustaría, pero yo nací en una España bastante pobre, y la posterior al 86, la España de la Unión Europea, es bastante rica. Me siento privilegiado como persona y como español que ha nacido en esta época.
También te defines como alguien normal que ha tenido una vida en la que no le han pasado demasiadas cosas.
Lo que no he querido es condecorarme diciendo que he conocido a gente muy importante. Algunas personas de las que hablo no son conocidas pero en algún momento fueron importantes para mí, como Miguelito, el loco de Sevilla, o Ramón Riera. Y he conocido a personas muy importantes que sin embargo no han merecido un párrafo porque no he tenido relación con ellas ni me han cambiado.
Pero sí aparecen algunos de los grandes nombres de la literatura española contemporánea.
Los que sí han influido de alguna manera en mí. Mi amistad con Javier Marías duró diez años e hizo de mí mejor escritor porque seguí los consejos que él me daba en sus cartas. O Vila-Matas o Atxaga o cualquiera de los otros que menciono.
¿El pudor con el que hablas de tu familia también es una cuestión de carácter?
Sí, yo creo que uno escribe como es, ¿no?
Bueno, también puedes crear un personaje.
Ah, no, yo es que no creo un personaje. Algunos escritores lo crean: el maldito, el moderno, el sabio despistado… Pero yo nunca he ido de nada. Ya ves [enseña las manos y los antebrazos] que tampoco llevo ni tatuajes, ni reloj, ni anillo… Nada. Intento ser más o menos normal en la vida y eso sale en los libros. Y sí que soy pudoroso en todo.
Empiezas Ropa de Casa con la investigación que hiciste sobre el pasado de tu padre, para saber si estuvo implicado en la represión como militar franquista que reconoces que fue. No encuentras nada pero, ¿qué hubieras hecho si descubres algo malo?, ¿lo hubieras contado?
Ese descubrimiento hubiera sido el libro: los recuerdos amorosos de un hijo que pierde a su padre demasiado pronto [con diez años] y no sabe nada de él, o no sabe de su condición de militar. Si hubiera descubierto que formó parte de un consejo de guerra que condenó a muerte a alguien, seguro que habría investigado la historia de esas personas que se cruzaron en un determinado momento en la vida de mi padre y tuvieron un destino adverso, ya fueran maquis o cualquier otra cosa. Pero ese habría sido otro libro. Hay una novela de Renato Cisneros, La distancia que nos separa, que habla de su padre, un general peruano bastante autoritario que tuvo mucho poder como ministro de Defensa y que defendía exactamente lo contrario que él. Ese es el tema de un libro, pero yo no podría mezclar eso con todo lo demás.
¿Ibas buscando ese otro libro?
Iba buscando a ver qué había, a ver si encontraba algo oscuro y de ahí salía una historia. Pero prefiero que no haya salido nada. Para mi paz personal e incluso por el libro que luego he escrito.
En el caso de tu abuelo, de quien dices que fue un segundo padre, distingues entre sus ideas carlistas y su relación con la familia. Hasta cuentas que hizo todo lo posible por sacar del calabozo a un tío tuyo al que habían arrestado por su militancia antifranquista.
Nos tocó vivir una época de autoritarismo y había gente que lo apoyaba pero que no lo compartía personalmente. Mucha gente de derechas, en su vida privada, era tolerante, liberal, antiautoritaria y digamos que democrática, pero por educación y por el tiempo que le había tocado vivir estaba a favor del autoritarismo. Era muy habitual en la generación de nuestros padres: creían que la autoridad era el principio básico para ordenar la convivencia y, sin embargo, no la ejercían porque en el fondo eran personas tolerantes.
Gracias al carlismo de tu abuelo, y a su biblioteca, descubres la literatura.
Es curioso porque tengo una fijación con esos tres libros de Valle-Inclán [las tres novelas carlistas: Los cruzados de la causa, El resplandor de la hoguera y Gerifaltes de antaño], los he leído muchas veces y me parecen maravillosos. Cada vez que vuelvo a ellos, es como cuando vuelvo a Logroño: soy feliz, porque descubro una fascinación primigenia, vuelvo a vivir el momento en el que leí esos libros y que me ha llevado hasta aquí. Y al mismo tiempo, no me cae bien Valle-Inclán, ni siquiera su literatura me gusta.
¿No te gusta?
Es de los autores que menos me gustan. Su teatro me interesa muy poco y él me resulta particularmente antipático. En la biografía que escribió Manuel Alberca ves que era la rapacería absoluta. Llega a Madrid y lo primero que hace es conseguir un momio para no trabajar pero cobrar todos los meses, solo iba a la oficina a cobrar. Cuando escribe Tirano Banderas consigue una renta vitalicia por parte del gobierno mexicano. Cuando Azaña lo nombra, después de pedirlo mucho, director de la Academia de España en Roma, toma posesión y, al poco tiempo, se vuelve a Madrid pero exige seguir cobrando sin trabajar. Era un caradura y, sin embargo, no puedo negar que la fascinación que ejercen sobre mí esos tres libritos sigue tan viva ahora como hace cincuenta años.
El libro empieza con la investigación sobre tu padre pero lo escribes a raíz de la muerte de tu madre.
Hasta que no murió mi madre, no sentí esa necesidad. Cuando muere una persona, no muere solo ese anciano o anciana al que ves con el respirador, la silla de ruedas y su deterioro. Cuando muere, reaparecen de golpe todas las personas que ha sido. Te acuerdas entonces de la madre que te llevaba al colegio, la madre que se quedó viuda tan joven… Todas esas personas anteriores vuelven y vuelven a nacer con mucha fuerza porque te das cuenta de cosas como que la voz de los muertos sigue en tu cabeza. Yo oigo la voz de mi madre, la puedo recrear, pero no solo la suya, también la de mi tía María Josefa, que murió hace veinticinco años. Esa frase que menciono que le gustaba decir y que todavía decimos en casa: «Si no nos vemos más, ya nos hemos visto bastante». Es que se la estoy oyendo, con una media sonrisa como la decía ella. Cuando muere una persona, pasan muchas cosas. A lo mejor no aparecía en tus sueños y de repente empieza a aparecer. Es algo extraño, mágico e inquietante.
Me sorprende mucho que un huérfano como tú pudiera escribir una novela como Carreteras secundarias, con una relación tan fuerte entre un padre y un hijo.
Porque a lo mejor con ese libro, y no solo con ese, lo que buscaba era precisamente completar algo que la vida había dejado a medias, terminar un hilo narrativo, como la discusión que tendría que haber llegado seis años después, cuando yo fuera adolescente. En los libros a lo mejor uno imagina cómo habría sido esa adolescencia con un padre vivo. Carreteras secundarias hubo quien lo leyó también como la oposición de la España de una época determinada, la que se había acomodado al franquismo o se había alineado de forma fervorosa con él, contra otra España que era la del futuro, la de la democracia que iba a empezar poco después. Y en realidad hay algo de eso, porque son dos mundos que se enfrentan, y tiene una trascendencia que va más allá del simple enfrentamiento personal.
Pero la España que representa el padre de Carreteras secundarias no es la España autoritaria de la que hablabas antes sino la de los pícaros y los buscavidas que aún sigue existiendo.
El padre de Carreteras secundarias es un hombre que no se identifica en absoluto con el franquismo, pero al mismo tiempo forma parte de él. Pertenece a un pasado del que ya el hijo se siente desvinculado. En mi caso, la oposición es más clara, toda mi familia era de derechas: mis tíos, mis abuelos… Y la generación siguiente ya no lo fue.
Hay una fascinación por tu parte, o una mezcla de fascinación y horror, hacia esos personajes canallas, golfos, como el padre de Carreteras secundarias o el de Derecho natural.
Son golfos que no ejercen bien de padres ni de maridos, y sin embargo tienen carisma y siempre parecen muy simpáticos. Se benefician de ese encanto particular que hace que al final se les perdonen cosas que no se les perdonarían a las personas formales, respetuosas de la ley y buenos maridos. El padre de Derecho natural es machista, aprovechado, estafadorcillo y un padre más que negligente, y aún así el personaje te cae bien.
¿Sigue quedando algún carlista en tu familia? ¿Tal vez algún tío o algún primo excéntrico?
No, no queda nadie. Cuando mi abuelo murió, mi abuela dio de baja la suscripción a El Pensamiento Navarro y se suscribió al Heraldo de Aragón. Fue el momento oficial en el que la familia volvió a la realidad abandonando esas realidades alternativas.
Empezaste escribiendo poesía y publicaste dos o tres poemas, ¿no has vuelto a hacer ningún intento?
No, no, no. Es como si me dijeras ahora que tengo que componer una sinfonía. No sé hacerlo, no forma parte de mí, y mira que soy lector de poesía. Pero la que me gusta es muy narrativa. En realidad, lo que me gusta de la poesía es precisamente lo menos poético, lo que más se parece a lo mío. Me gustan los poemas en los que pasa alguna cosa, en los que entiendo lo que me está contando, los que utilizan palabras de todos los días.
Con veintitrés años, haces dos copias de tus cuentos, una la presentas en Anagrama y la otra en Tusquets. Solo una semana después te llaman de Anagrama y dos semanas más tarde de Tusquets. «El mundo editorial estaba más deseoso que nunca de descubrir voces nuevas», dices. Eso hoy sería impensable.
Lo que pasa es que ahora también hay más oportunidades porque hay muchas más editoriales independientes. En aquella época estaban las grandes, como Planeta y Destino, o las que habían surgido, que eran tres: Anagrama, Tusquets y Montesinos. No había más puertas a las que llamar y ahora hay muchas. También ahora hay gente que consigue publicar a la primera, o a la que le leen unos artículos, y alguien le llama y le encarga que reúna esos textos y haga un librito autobiográfico. Pero es verdad que en aquella época había una necesidad de voces nuevas que representaran un momento nuevo. Franco había muerto en 1975, habían pasado ocho o nueve años y no había cambiado nada. Seguían escribiendo los mismos, y dio la casualidad de que apareció Muñoz Molina por un lado, Llamazares por otro, yo… Y recogieron además a los que habían ido publicando sus libros por ahí y nadie les había hecho caso, como Vila-Matas, Cristina Fernández Cubas, Soledad Puértolas… Nos juntaron a todos, hicieron un paquete, nos envolvieron, nos pusieron un lazo y lo vendieron muy bien.
La llamada Nueva Narrativa.
Cuando escribí Ropa de casa no sabía quién había inventado aquello de la Nueva Narrativa, pero ya lo sé, porque me llamó Enrique Murillo, que trabajaba entonces en Anagrama y fue el primero que leyó mis cuentos, y resulta que fue él, no Rafael Conte como yo pensaba. Enrique empezó a llamar a los suplementos desde Anagrama para decirles que existía una nueva narrativa y que tenían que mostrarla como tal, los periódicos le siguieron la corriente y empezó a hablarse de Nueva Narrativa, ya con mayúscula, como un movimiento organizado, y funcionó.
Reconoces que era un cajón de sastre sin demasiadas características en común.
No teníamos nada en común, nada más que ser jóvenes.
Y cierta desvinculación política, lo que llamas «izquierdismo desmayado».
Sí, no militábamos, desconfiábamos un poco de la clase política, pero al mismo tiempo, éramos demócratas, y el golpe de Estado del 81 vino a demostrarnos que aquello estaba a punto de irse al carajo. Hacía muy pocos años que había muerto Franco, en Argentina y en Chile habían pasado cosas horribles, ¿por qué nosotros nos íbamos a librar de volver a una situación así? Y estuvimos a punto. Ahora, por las conversaciones que han salido de Bárbara Rey y Juan Carlos, no está tan claro lo que iba a pasar porque parece que el rey no estaba totalmente en contra de que hubiera algún cambio y Armada hiciera algo. Había varios golpes en marcha y uno de ellos, el suave, era el que estaba apadrinado por Armada. Algún día tendrá que aclararse si actuaba solo o con la anuencia del rey.
¿Crees que ahora ocurre lo contrario y hay una excesiva politización de la literatura?
No solo de la literatura. Hay una excesiva politización de todo, de la vida. A partir de los gobiernos de Felipe González y hasta finales de siglo, se produjo una especie de remanso, en el que parecía que todo estaba perfectamente organizado, como en los años de la Restauración, que iba a haber una alternancia de partidos, que la arquitectura institucional era lo bastante sólida como para que las cosas se fueran solventando y la gestión de lo público la hiciera unas veces un partido de derechas y otras, uno de izquierdas, sin grandes amenazas para el sistema. Pero el siglo XXI demostró que todo era mucho más frágil de lo que lo pensábamos y surgieron problemas nuevos que han hecho que todo se tambalee un poco.
Tu cambio de Anagrama a Seix Barral con Enterrar a los muertos, no es solo un cambio de editorial, sino que también empiezas a hacer un tipo de literatura distinta y más vinculada al pasado.
Enterrar a los muertos era una investigación histórica sobre lo que le ocurrió a José Robles, traductor de Dos Passos, un republicano asesinado por otros republicanos durante la guerra civil. Era un libro muy distinto de los anteriores. A Jorge [Herralde] le gustó pero no tanto, y a mí me entusiasmaba, era un gran cambio, un golpe de timón en mi carrera. Él lo iba a sacar pero yo quería un editor que estuviera enamorado de ese libro. Por eso me cambié y desde entonces la historia, con mayúsculas, entra en mis obras y cobra un protagonismo tremendo.
¿A qué respondió ese cambio o ese interés de pronto por la historia? ¿Hubo algún detonante o surgió por algún motivo en concreto?
Digamos que mi imaginación ya no me parecía capaz de generar por sí sola buenas historias y descubrí el filón de la historia. En las notas a pie de página de los libros de historia se esconden historias fascinantes de gente corriente que solo los novelistas podemos aprovechar.
Ahora parece que se empieza a escribir sobre los primeros años de la posguerra. En 2023 tú publicaste Castillos de fuego, Trapiello acaba de sacar Me piden que regrese y Poco Cerdà, Presentes, que recoge el traslado a pie del cuerpo de José Antonio, en el 39, justo el punto en el que tú empezabas Castillos de fuego. ¿A qué crees que se debe?
El otro día estuve en Valencia con Paco Cerdà y se lo comenté: «¿Cómo no me dijiste que estabas escribiendo sobre eso?». Todavía no he leído su libro. Cuando yo estaba empezando Castillos de fuego, me fijé en el episodio del traslado de los restos de José Antonio, que estaba completamente olvidado. Yo recuerdo haberlo leído en las memorias de Mercedes Formica y la sensación que tenía ella era que había formado parte de un momento histórico: el traslado a pie del gran líder ausente, desde la ciudad donde le habían fusilado [Alicante] hasta el lugar donde iba a reposar su cadáver por los siglos de los siglos [El Escorial]. Aquello tenía un componente mágico. Parecía que se estaba fundando una nueva era política, como el Tercer Reich. No se trataba de una mera alternancia respecto a lo que había antes, iba a durar mil años. Pero medio siglo después ya nadie se acordaba de eso.
Y más allá de los restos de José Antonio, ¿de dónde crees que viene ese interés por los primeros años de la posguerra?
Puede que haya llegado el momento de que la sociedad española se acuerde de una parte de la dictadura de Franco que no está muy presente en la memoria: los primeros seis años, en los que instauró un régimen de exterminio, prácticamente un genocidio. La guerra civil está en el debate intelectual, histórico y social desde el principio. Nunca ha dejado de estarlo, y el franquismo se suele analizar de una forma bastante global y, sobre todo, basándose en los recuerdos de la gente que vive: recuerdos de los años cincuenta, sesenta y setenta. Pero poca gente ha hablado de los años cuarenta, y son decisivos porque determinan la maldad intrínseca del régimen. Es decir, el régimen de Franco es malo incluso cuando no mata, pero el problema es que mató mucho al principio: 50 000 fusilados en cinco años, una cantidad atroz. Y no sé cuántos cientos de miles de consejos de guerra, represaliados de todo tipo, maestros depurados… Era un régimen de exterminio que llegaba hasta los últimos detalles de la vida de la gente a la hora de castigar y de hacerte saber que tú eras un derrotado que no formabas parte de la España de los vencedores. Hay muy poca literatura sobre eso. Ahora vemos que empieza a haber un poco más y sin embargo hay muchos historiadores que lo han estado trabajando, así que puede ser que en algún momento también la sociedad española quiera recuperar esa etapa de su pasado para ponerlo en orden, porque hasta que no has masticado, no puedes tragar.
En el caso de Me piden que regrese de Trapiello no lo sé, porque no la he leído, pero en Castillos de fuego tú ofrecías unas imagen bastante dura, nada idealizada, del partido comunista.
Trapiello, que es tan anticomunista, hizo un libro donde los comunistas, a su manera, eran héroes, Madrid 1945: la noche de los Cuatro Caminos. Investiga el atentado contra una subdelegación de Falange y lo que cuenta es la historia de los comunistas destinados a hacer guerrilla urbana, que eran unos pardillos, estaban muy mal organizados y lo hicieron bastante mal. Pero lo que muestra es una epopeya, zarrapastrosa pero epopeya, en la que está claro que los comunistas son los únicos que se organizan para plantar cara a una dictadura atroz como la de Franco.
Pero en tu caso, en Castillos de fuego, sí que aparece una imagen siniestra y llena de purgas de la clandestinidad.
Era la época de Stalin. Entonces el comunismo solo era puro en las ensoñaciones de los militantes. Entre los dirigentes del partido ni siquiera el respeto a la vida estaba garantizado: ahí está el caso de Gabriel León Trilla, asesinado por sus camaradas.
¿Te planteas escribir alguna historia ambientada en el presente?
De momento no. No me siento legitimado. Creo que es la gente más joven que yo la que tendría que escribir sobre el presente. El siglo XXI pertenece a otros escritores, a otra generación. Cuando llega el año 2000, yo ya soy un hombre instalado en la vida. No tengo problemas como la búsqueda de empleo. Pero hay gente, en unos años muy determinados, cuya vida se está organizando a base de luchar contra las circunstancias y ellos están más autorizados que yo para hablar de esta época. La época que a mí me corresponde acabó a finales del año 99.
No te interesa nada la autoficción.
Nada, nada, nada. Me interesa lo autobiográfico, las memorias, pero estoy en contra de mezclar. No me gustan los libros en los que un señor llamado X escribe un libro sobre un señor que se llama igual pero al que le pasan cosas que en realidad no le pasan al autor. Es decir, cuando confundes al narrador con el autor sin que lleguen a identificarse como ocurre en lo autobiográfico.
En alguna ocasión has hablado de las ventajas de escribir sobre Zaragoza, donde viviste desde los nueve hasta los veintiún años.
Sobre cualquier lugar que no tenga una tradición literaria asentada se puede escribir más fácilmente que sobre las ciudades literariamente prestigiosas. Madrid está muy escrita, Barcelona está muy escrita… Es como hacer una exposición de fotos de rascacielos de Nueva York. Esas mismas fotos ya las hemos visto cincuenta mil veces porque desde hace ciento y pico años los fotógrafos que llegan a Nueva York hacen fotos de los rascacielos. Está muy trillado y es más fácil, de repente, hacer literatura sobre lugares que no tienen una tradición previa porque así no te sientes condicionado. Piensa que, dentro de los cánones de la tradición realista, cada novela es diferente según donde ocurra. Yo no puedo contar la misma historia en Melilla que en Valladolid o en Santiago de Compostela. Las cosas que pasan en un sitio no pasan igual en otro.
Pesan mucho esas diferencias geográficas en tus novelas.
Si te fijas, en mis novelas siempre hablo de las ciudades. La buena reputación, por ejemplo, es también una historia de Melilla. Una historia muy comprimida, desde la guerra de África hasta los años ochenta, porque lo de antes no era Melilla, era otra cosa. En una novela donde cuentas una saga familiar, con historias de judíos, de católicos y de militares, resulta que vas contando también la historia de una ciudad que se transforma a la vez que los personajes. Las ciudades para mí tienen siempre un protagonismo y me parece que debe ser así, porque el nacimiento de la ciudad, tal y como la concebimos desde el siglo XIX, va muy unido al nacimiento de la novela realista. Ambas son una respuesta al Antiguo Régimen y tienen mucho que ver con una idea de convivencia democrática, el capitalismo incipiente, la realidad que luego se ha impuesto, y los doscientos años de historia que surgen con la transferencia del poder de los reyes a la sociedad. Por eso las novelas del siglo XIX hablan tanto de ciudades, por eso Galdós habla tanto de Madrid o Clarín de Oviedo.
En Zaragoza hay muchos escritores. Tú hablas de Félix Romeo, Javier Tomeo, José María Conget, Manuel Vilas… Pero también están Sergio del Molino, Miguel Serrano Larraz… ¿No escriben de Zaragoza?
José María Conget, sí, y es de todos ellos el que ha vivido en los lugares más remotos y prestigiosos: Nueva York, París, Londres, Perú… Y sin embargo, es el que más escribe sobre Zaragoza: sobre su juventud en Zaragoza, su familia en Zaragoza… Es como si la literatura también nos permitiera regresar al pasado, como si fuera la única máquina del tiempo que tenemos a nuestra disposición. Yo escribo sobre la Zaragoza de los ochenta y vuelvo a ser joven, escribo sobre la Zaragoza de los setenta y vuelvo a ser adolescente. La literatura a veces también sirve para eso.
Conget fue a tu mismo colegio y a tu misma universidad. Creo que hay un momento en el que dices que parecía que fueras siguiendo sus pasos. Hablas con mucho cariño de él.
Él escribió unas novelas, con un personaje llamado Zabala, en las que cuenta historias del colegio, con algunos curas que tuve yo después, y de la universidad con los mismos profesores. Es muy buen escritor.
En la etapa en la que no te interesaba la historia como material literario, sí que querías escribir algo sobre la guerra de África y el desastre de Annual.
Escribí una novela juvenil ambientada en 1921 en África, he escrito muchos artículos, textos sobre Imán de Ramón J. Sender y la literatura de la época, pero al final no llegué a hacerlo. Cuando yo empecé a pensar en esa tesis, no había nada escrito, era 1982 y resultaba muy novedoso dar un repaso a todos los libros de la época sobre la guerra de África, porque fue un tema que inspiró a muchos escritores. Ahora esas tesis doctorales ya las han hecho otros.
Hablas también de Cristina Grande, que escribió una novela muy buena, Naturaleza infiel, y desapareció. ¿Qué fue de ella?
A mí me encantó Naturaleza infiel. En ese momento se acababa de separar de Félix Romeo, que hizo un poco de pigmalión, no solo con ella, convirtió a muchos en escritores. Ahora Cristina es una mujer bastante feliz que ya no necesita tanto la literatura para conjurar sus tormentos interiores. Escribe textos cortos y saca de vez en cuando libros en Zaragoza.
Es curioso ese papel que señalas de Félix Romeo de hacedor de escritores, como si le preocupara más la obra de los demás que la suya. Dejó solo cuatro novelas.
Sí, Dibujos animados, Discothèque, Amarillo y Noche de los enamorados, que es la póstuma. Dibujos animados es una novelita llena de candor y de tristeza, y de genialidad. Y Amarillo y Noche de los enamorados son maravillosas.
Amarillo, además, cuenta la amistad de Romeo con Chusé Izuel, y el suicidio de este último, que se produjo en una antigua casa tuya que les alquilaste a ellos.
Sí, yo conocí a los dos y sabía que se querían mucho, eran muy amigos desde la infancia. La novela es muy dura, muy impúdica, con ese reproche al suicida, porque cuando alguien se suicida, también muere algo de todos los demás. Y Noche de los enamorados es un libro que tendría que leerse ahora que se habla tanto de los feminicidios. Cuenta la historia del compañero de celda de Félix [él estaba encarcelado por insumiso], que pasa solo unos meses en la cárcel por matar a su mujer. Lo juzgan, lo condenan a casi nada y como ya ha cumplido unos meses de preventiva, lo sueltan. La vida de una persona, de una mujer asesinada por su marido, valía unos pocos meses de cárcel. Han pasado treinta años, pero ahora lo dices y no se lo cree nadie. Pues así eran las cosas. Lo llamaban un crimen pasional.
Hablando de Tomeo, dices que para un escritor es fundamental saber cuándo acierta y cuándo se equivoca. ¿Crees de verdad que un autor es capaz de juzgar su propia obra? Cervantes pensaba que La Galatea era lo mejor que había escrito…
Cervantes se equivocó, pero yo creo que el olfato es lo primero que debes desarrollar porque tienes que pasar miles de filtros y de cribas para saber si lo que estás haciendo merece la pena. Eso en cada una de las fases de escritura, desde que empiezas a incubar la historia o, en mi caso, al documentarte. Y cuando por fin has terminado, tienes que corregir mucho. Es como si me dijeras que los coches salen de fábrica sin pasar unos exámenes de calidad. Eso tenemos que hacerlo nosotros porque no vivimos en una industria, como el cine, con unos expertos o unos productores, que nos dicen lo que hemos hecho bien y lo que hemos hecho mal. Si no desarrollas ese instinto, estás hundido. Y a Tomeo le ocurría mucho.
¿Sí?
El problema es que se repetía. Publicaba muchos libros. Si había gustado Amado monstruo, pues decidía hacer varias novelas con esa misma horma. No se daba cuenta de que donde has sido genial ya solo puedes ser epigonal. O sea, que te estás imitando y te estás copiando a ti mismo. Pero yo creo que eso es una cosa que también se aprende con el tiempo. Cuando se habla de la profesionalización, se habla siempre con cierto desdén. Sin embargo, la profesionalización consiste en que tú tienes que ser siempre el mejor escritor posible dentro de tus posibilidades, y tienes que estar preparándote, y tienes que distinguir cuándo has fallado para borrar eso y tirarlo.
Hay libros tuyos que no reeditas.
Hay libros antiguos que no reedito: Alguien te observa en secreto, Antofagasta y Nuevo plano de la ciudad secreta, porque me parecen muy imperfectos, y que reflejan las dudas del joven escritor que no sabía para dónde tirar. Y hay uno, Una guerra africana, el juvenil que escribí sobre el desastre de Annual, que me gusta mucho y no sé por qué no se reedita.
Al margen de ese olfato del que acabamos de hablar, ¿tienes primeros lectores en los que confías para saber si has acertado o no?
Sí.
¿Son siempre los mismos o vas cambiando?
Unos cuantos han sido los mismos desde el principio. Mi mujer es mi primera lectora y, por ejemplo, José Luis Melero, mi amigo bibliófilo. Nos conocemos desde la universidad y es muy minucioso. También mi agente, Mónica Martín; y Elena Ramírez, mi editora.
Tu mujer estudió Filología contigo y es profesora de literatura.
Está ya jubilada.
¿Tenéis los mismos gustos literarios?
Bueno, a ella le gusta la novela negra, que a mí me interesa poco. Pero por lo demás, sí.
Llevas más de cuarenta años viviendo en Barcelona.
Cuarenta y dos y siempre por este barrio [Eixample].
Has contado que con el procés empezaste a sentirte extranjero en la que considerabas que era tu casa.
No creo que tengas que integrarte en un sitio hasta el extremo de renunciar a ti mismo. Si tú eres de un lugar, tienes una crianza, y una educación X, eso forma parte de ti, y cuando llegas a otro sitio, lo que tienes que hacer es respetar las leyes, ser un buen ciudadano. Pero no tienes por qué mimetizarte y eso es lo que el nacionalismo considera que es la integración. Y no, lo bonito es la diversidad, lo bonito es que conviva gente muy diferente de distintas culturas y sensibilidades, y que se cree una cosa nueva. Esa es la parte cerril del nacionalismo, que se convierte en excluyente. Si el procés me preocupó, sobre todo, no fue porque se pudiera separar Cataluña, que también, sino porque se iban a instaurar dos Cataluñas diferentes: la de los catalanes catalanes y la de quienes no lo somos, o lo somos solo a medias. El procés partió a la sociedad y esa escisión va a seguir viva. Antes, esa fractura no se había percibido. El nacionalismo catalán había sido muy suavecito, poco excluyente, muy mezclado. Porque aquí había muchísimos andaluces, aragoneses, extremeños…
¿Te planteaste marcharte?
Me lo planteé, sí.
¿Volverías a Zaragoza?
No, teníamos previsto ir a Madrid. Zaragoza está siempre ahí, yo voy mucho, pero no para vivir. Me apetecía Madrid, que me resulta una ciudad muy simpática. A partir de cierto momento, en los años noventa, empecé a frecuentarla mucho, y cada vez iba más, cada vez tenía más amigos allí. He ambientado, de hecho, varias novelas en Madrid y llegó un momento en el que incluso pensé que no valía la pena reservar una habitación de hotel o meterme en casa de nadie. Me compré un pisillo y voy casi todos los meses. Pero con Barcelona no iba a poder romper porque la ciudad se te mete dentro. Al final, te conviertes en un barcelonés aunque no lo quieras. Si ahora me sacaran de aquí, destrozarían una parte muy importante de mí. En Logroño viví nueve años; en Zaragoza, desde los nueve hasta los veintiuno; y aquí llevo cuarenta y dos años.
¿Cuándo se escribirá la gran novela del procés?
No lo sé. Ya se ha escrito alguna novela, sobre todo en catalán, de la decepción que supuso que todo acabara tan mal y que tantos esfuerzos no sirvieran para nada. Y ha habido alguna otra con cotilleos sobre la clase política. Lo que nadie ha contado, quizás porque no se llegó al grado de dramatismo del País Vasco, es cómo vivió aquello la gente normal. El acierto de Patria fue que te resumía unos años tan sangrientos desde el punto de vista de alguien de Lasarte, Guernica o donde fuera. Veías cómo el alma de la ciudadanía vasca se había envenenado y se había enrarecido, algo se había podrido. La convivencia con la violencia te hace cobarde, desleal a tus amigos, pierdes tus principios, te conviertes en una persona que seguramente no querrías ser. Pero el procés, por suerte, no provocó ninguna muerte, no llegó a tragedia, así que si alguna vez se transforma en una novela, debería ser una comedia. Tiene todos los ingredientes: pasaron muchas cosas, no murió nadie y hubo un final feliz.
¿Quién podría escribirla? ¿Se te ocurre algún nombre?
El mejor sería Sergi Pàmies, si se sentara a escribir una novela larga y no cuentos. Él forma parte de los dos mundos o de los tres: de madre escritora catalana y padre político aragonés, nació en París y tuvo que aprender catalán ya en la adolescencia. Es el hombre que tiene la posibilidad de verlo todo.
¿A ti no te tienta la idea?
No, además, yo solo hablaría de un lado.
No te veo demasiado optimista.
Sí, soy optimista porque la sociedad va por un lado y la política por otro. La sociedad ya lo ha superado. Se vio en las últimas elecciones y lo ves ahora, ¿cuántas esteladas hay? [Mira a los balcones de su alrededor buscando alguna bandera] Ninguna en este momento. Ahí, sí, arriba [señala un edificio]. Encima de la torreta esa hay dos. Hace cinco años, lo difícil era ver un balcón que no tuviera una estelada, o una bandera española, porque a veces el vecino de al lado reaccionaba. Ahora eso ha pasado a ser una cosa que no le interesa a nadie. La experiencia enseñó que se forzó la convivencia hasta límites peligrosos y que no sirvió de nada. Por lo tanto, volver a hacerlo sería tener muy claro que vamos a pasar todos una temporada mala otra vez. Incluso las generaciones jóvenes se han hartado de esta historia. La convivencia se ha arreglado, se ha recosido, se ha curado. Todo el jaleo y el barullo se queda en la política, en las Cortes, en las noticias. Por eso es escandaloso que digan que Salvador Illa es el mayor de los independentistas. O cuando Díaz Ayuso dice que ETA está más viva que nunca. Tendrían que aprender a ver la realidad con una mirada un poco más imparcial y reconocer que alguna cosa se ha hecho bien. Pedro Sánchez ha contribuido a pacificar la convivencia en Cataluña. Luego, cuando quieras, hablamos de Pedro Sánchez, pero lo que ha hecho ha favorecido la solución del problema catalán. Es evidente.
Volviendo a tu literatura, antes hablábamos de los golfos y hay otro arquetipo o personaje que se repite: el que comete un grave pecado en su juventud vinculado con la política para medrar socialmente. Pienso en el Valentín de Castillos del Fuego, el Justo Gil de El día de mañana o el Raffaele Cameroni de Dientes de leche.
Sí, son las personas que están más cerca del mal, los que hacen el mal. Pero, al mismo tiempo, si yo decido escribir sobre ellos es porque quiero comprender —comprender en el sentido de entender, no de dar comprensión— por qué alguien hace las cosas que hace, por qué un tío como Justo Gil se ofrece para delatar a las personas con las que tiene relación, a sus amigos, vende sus afectos. O por qué Valentín traiciona a sus camaradas. Y casualmente en los dos casos hay una madre de por medio, una madre enferma o una madre necesitada, y la vinculación con ella es tan fuerte como para dar el salto e irse a la parte mala de la vida.
Pero luego trasciende con mucho esa necesidad momentánea o esa necesidad de la madre.
Claro, porque cuando cruzan la raya del mal, ya no hay vuelta atrás. Cuando te conviertes en un delator o un traidor, ya lo eres para siempre. Pero el caso de Raffaele Cameroni es distinto, no es un fascista convencido, se convence después, cuando viene a luchar a España. Es un hombre vacío, la guerra le llena de ideales y le da un sentido de trascendencia a su vida. El delito que comete es menor: se enamora de una mujer cuando tiene una familia en Italia. Ahora mismo, en realidad, no se consideraría un delito, porque podría divorciarse, pero sí que está huyendo de algo oscuro de su pasado, y esos personajes que tienen algo que ocultar son más interesantes, no necesariamente más atractivos, pero sí más complejos.
¿Hay algún otro arquetipo que te interese o por el que te sientas atraído?
Las mujeres de mis novelas son más puras, hay más amor en ellas, más fe en el futuro, más generosidad y más voluntad de protección. También ocurre en la realidad. Biológicamente están más programadas que nosotros para proteger. Casi siempre, si hay alguien que mantiene la pureza es mis novelas, es una mujer.
No hemos hablado de tu capacidad de trabajo
Soy muy currante, sí, soy disciplinado. Ahora mismo estoy con otras cosas y aún no me he metido con una nueva novela, pero no puedo pensar en estar una tarde en casa sin hacer nada.
¿No tienes muchas tentaciones sociales y profesionales, de festivales, presentaciones, charlas…?
Por eso ahora mismo no estoy con una novela, entre la promoción, una cosa que estoy escribiendo sobre Galdós, los compromisos con la Ser y La Vanguardia… Hasta diciembre no voy a ponerme a escribir. Sí estoy leyendo libros autobiográficos para retratar el ambiente de mi próxima novela.
¿Qué ambiente va a ser?
El periodismo de los años sesenta y me estoy tragando un montón de libros del fundador de El Caso, otro sobre Emilio Romero, las memorias de Juan Luis Cebrián, las de Miguel Ángel Aguilar… Para empaparme y ver luego hacia dónde van mis personajes, porque no lo sé. Pero sí sé que ese ambiente lo quiero tocar. Es lo mismo que hice con Castillos de fuego, familiarizarme con una época que no conocía tanto. Tuve que leer mucho y mirar muchas hemerotecas.
¿No va a haber un segundo volumen de tus memorias?
No, ahora mismo no. Nada de lo que ha ocurrido después de lo que cuento en Ropa de casa me ha cambiado. Yo soy más o menos igual que hace treinta años.
Pero acabas Ropa de casa con treinta y un años y una época de crisis literaria, con una novela que no te deja buen saber de boca y no sabes muy bien para dónde tirar. Es el momento previo a los grandes cambios.
Acabo con un libro de cuentos, El fin de los buenos tiempos, pero ya estaba instalado en Anagrama, sabía que mis próximos libros se iban a publicar ahí. Acabo cuando ha nacido mi hijo y soy propietario, cuando me he hecho mayor, y una vez que haces mayor, te haces mayor para siempre. Ya no hay vuelta atrás.
¿Cómo es tu relación con el cine y la televisión? ¿Estás contento, por ejemplo, con la serie que hicieron de El día de mañana?
A mí la serie me gustó, pero la novela es muy diferente. Lo que hicieron Mariano Barroso y su guionista, Alejandro Hernández, fue coger todo el material narrativo, desestructurarlo y luego estructurarlo a su manera. En esa operación, quedaron fuera muchos personajes y tuvieron que incorporar otros que no tenían mucho protagonismo, como un comisario, que interpreta Karra Elejalde. Esa operación fue para mí muy bonita, ver cómo la misma historia da lugar a un ficción diferente, manteniendo el eje central. Como si tú y yo tuviéramos la misma idea para una novela, pactáramos los mismos personajes y nos viéramos un año después para comparar qué ha hecho cada uno. El resultado sería completamente distinto. Las adaptaciones muy literales me interesan poco porque para eso ya está el libro.
¿Y tu papel como guionista?
Me hacía mucha ilusión ser guionista, pero me cansó. Me ofrecí con la primera adaptación de Carreteras secundarias, llevaba años preparándome para cuando llegara la oportunidad. Salí contento de esa experiencia y luego aún hice algún guion más, pero al final te cansas porque la novela es tuya y en ella nadie mete mano, mientras que en un guion mete mano todo Dios. Yo quiero ser completamente responsable de lo que hago y eso ocurre con mis novelas.
David Trueba te define como un diésel que se ha convertido en un híbrido enchufable.
Lo de diésel igual lo dice por la regularidad y la capacidad de trabajo, y lo del híbrido no sé por qué lo dice, pero tiene gracia. Lo que está claro es que a mí me gusta mucho lo que hago y espero que la salud me permita seguir escribiendo libros durante muchos años. Nunca tengo grandes crisis de inspiración. Sé que en cuanto me ponga con la novela nueva, estaré un par de meses escribiendo folios que no van a servir de mucho, pero sí para saber que esos folios no sirven de nada, para ir descartando cosas e ir centrándome en la historia que acabaré escribiendo. Siempre empiezas tanteando hasta que llega un momento en el que de repente encuentras la historia que quieres contar, hacia dónde van los personajes, y quiénes son los protagonistas.
La transformación en híbrido enchufable, de todas formas, empezó hace años, ¿no? Tienes el Nacional de Narrativa, el Premio de la Crítica… No te falta precisamente reconocimiento.
No me puedo quejar. Desde Dientes de leche no he parado de recibir premios, de esos premios, además, a los que no te presentas. Casi con cada libro, desde 2008, he tenido uno o dos premios.
Es verdad, de los otros premios no has ganado ninguno.
No, no, porque esos premios son para los jóvenes, para descubrir a nuevas voces, para los autores que no tienen editor… Después de entrar en Anagrama, me presenté a un premio en La Coruña, con una de las novelas que no quiero reeditar, y ya no me he presentado a ninguno. Los que me han dado es porque me los han querido dar.
Pero supongo que te habrán ofrecido que te presentes a muchos premios de las editoriales.
Soy muy puritano para eso y los premios de las editoriales no me parecen muy limpios, son operaciones de marketing.
¿Tienes la sensación de que con Castillos del fuego ha habido un cambio? Fue reconocida como la mejor novela de 2023 por muchos medios.
Con Castillos del fuego me parece que llegué a lectores a los que no llegaban mis novelas, por un elemento: la violencia. En mis novelas no hay violencia, no hay armas casi nunca, no hay muertes violentas, y en esta sí, hay varios capítulos ahí que parecen de un western: la historia de los maquis, las purgas… Son episodios que no forman parte de mi tradición literaria y resultan muy cinematográficos. De hecho, están preparando una serie. Pero no creo que vaya a haber más pistolas en mis próximos libros. Estafadores siempre ha habido, y a mi me gustan mucho los estafadores, pero la violencia y la sangre, no.