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Fargo T5: Kierkegaard, la ley del trumpismo y un comedor de pecados (2)

Fargo, temporada 5. Imagen: MGM
Fargo, temporada 5. Imagen: MGM

Viene de «Fargo T5: Kierkegaard, la ley del trumpismo y un comedor de pecados (1)»

En el tercer episodio, Roy acude a arreglar el desaguisado que mencionábamos en la anterior entrega, y de paso, tozudo como es, le confía al inútil de su hijo la misión de secuestrar él a Dorothy. No le importa que se aproximen las elecciones para renovar el cargo de sheriff y que cualquier escándalo pueda salpicarle, porque ha deducido del hecho de que ese día sea Halloween que Dios le está enviando un mensaje: es la noche en la que los muertos vuelven a la vida, y eso mismo es Dorothy para él. Así que, cegado por su obsesión enfermiza, le ordena a Gator la selección de un par de compinches con los que traer a casa a la esposa fugitiva. Dígame usted si, como caballero de la resignación infinita, Roy y su obsesión enfermiza no encajan en la siguiente descripción:

El amor que siente por la princesa se le convierte en expresión del amor eterno, asume un carácter religioso, transfigurándose en un amor al Ser Eterno, que ciertamente contrarió su cumplimiento, pero le reconcilió de nuevo con la conciencia eterna de su validez en forma de una eternidad que ninguna realidad podrá arrebatar. Solamente los locos y los adolescentes creen que todo es posible para un hombre: tremendo error (Kierkegaard, 2014, p. 119).

Tremendo error, en efecto, que a Roy le complace cometer. En el segundo episodio, dos agentes federales van a verlo para recriminarle que no respete casi ninguna ley, y él, luciendo los piercings de sus pezones desde el interior de un jacuzzi donde fuma un puro, pregunta: «¿Qué leyes?». Luego afirma: «Yo soy la ley en esta tierra, elegido por los residentes de este condado para interpretar y hacer cumplir la constitución que nos dio Dios todopoderoso». En este pequeño intercambio tiene usted la esencia misma del trumpismo que Fargo V vincula con Roy. Él dice textualmente que solo pueden echarle el gobernador o los votantes, y que estos últimos le aman porque dice lo que piensa «y conoce la diferencia entre el bien y el mal». Y no contento con esto, añade que es «sheriff de la constitución americana. Me debo al deber, a la sangre y a la tradición de hacer lo que está bien y castigar lo que está mal. Y la ley, amigos míos, tiene poco que ver con eso». Ante estas ideas megalómanas, poca falta hace referenciar el asalto al Capitolio de Estados Unidos en 2021 o que Donald Trump, condenado por treinta y cuatro delitos graves, haya sido reelegido presidente. 

Roy se arroga el poder de interpretar la constitución, que, como usted ha visto, considera dada por Dios, ya que, como le dice al bestia que también agredía a su mujer al principio del episodio, él intenta «ser uno de los buenos», como fue su abuelo, un condecorado asesino de nativos americanos, y el Josué de la Biblia. Porque si algo no le falta a Roy Tillman son referentes bíblicos. Pero desoye al hermano Kierkegaard cuando escribe en la que quizá sea su obra más reputada, El concepto de la angustia (1844), que «el que tiene deseos de inocencia demuestra bien a las claras que la ha perdido» (Kierkegaard, 2013, p. 94). Y si no lo había demostrado ya, en consonancia con la deriva que Fargo V observa en Estados Unidos, lo demuestra en el sexto episodio, cuando su actual esposa le está cortando el pelo mientras en la tele emiten imágenes de Trump. Ella se lamenta de que vayan a «destruir a ese gran hombre», y a continuación, le da un corte accidental a su marido. Apenas tiene tiempo para disculparse antes de que él la golpee.

Esta es la clase de persona que se considera acreedor de una deuda matrimonial y, decidido como está a cobrarla, aguarda los resultados del segundo secuestro, que esta vez, como le comentaba, correrá a cargo de su hijo Gator. Él y su panda de gañanes se las arreglan para entrar en casa de Dorothy, pero ella se defiende con uñas y dientes, además de con una miríada de trampas caseras que había puesto a modo preventivo tras escapar del primer rapto. En un momento dado, la vemos encararse con Gator e indignarse porque él, que era poco menor que Dorothy cuando su padre abusaba de ambos, le haga ahora el trabajo sucio y pretenda devolverla a sus garras. No le insulta, no le ataca. Simplemente le dice: «Qué vergüenza, Gator». Y también en esa ocasión consigue escapar, esta vez junto a Wayne, su marido bonachón, y su hija. Por desgracia, aquel resulta herido en el proceso, electrocutándose con una de las medidas de seguridad implantadas por la propia Dorothy. Esto provoca que la casa arda y deja un cirio de violencia innegable tras de sí. Por ello, tras mentir por segunda vez respecto a la ausencia de ataque alguno, las sospechas de su suegra Lorraine se vuelven más agresivas que nunca, lo que impulsa a Dorothy a coger el toro por los cuernos. Sabe que los sentimientos que Roy tiene hacia ella, si bien diametralmente opuestos al amor sano y generoso que le profesa Wayne, están lo bastante intoxicados como para que no vaya a detenerse en su empeño por encerrarla de nuevo en la mazmorra de la que huyó hace diez años. Sabe, en definitiva, que «cuando el amor ha sido absorbido de este modo, y se sumerge en él, encuentra valor para intentarlo todo, para atreverse a todo» (Kierkegaard, 2014, p. 117), y a todo se atreverá Roy. No hay escapatoria ni escondite.

Por esta razón, Dorothy emprende un viaje en solitario del que espera volver vencedora, y esto ilustra a la perfección la diferencia entre los procederes del caballero de la fe, que ella encarna, y del caballero de la resignación infinita, personificado en Roy, porque «para resignarse no se necesita de la fe, pero para conseguir el más pequeño objetivo por encima de mi conciencia eterna sí se requiere, pues en eso consiste la paradoja» (Kierkegaard, 2014, p. 126). La fe de Roy es fanática y acrítica, mientras que la de Dorothy pasa por su propia voluntad. Dicha voluntad la hace conducir aun estando exhausta, y tras un par de conatos de quedarse dormida al volante, se detiene en un bar de carretera. Al entrar, ve postales de un lugar llamado Camp Utopia, así como carteles de la Feria Anual de Muñecas. Estos elementos configuran el sueño que tendrá nada más sentarse en una mesa y que durará todo el episodio, aunque solo se nos revelará como tal al final.

En dicha ensoñación, Dorothy vive un proceso en buena medida redentor: llega a un campamento de mujeres maltratadas que han logrado escapar de sus maridos y donde todas sanan en grupo. Dicho campamento está capitaneado por Linda, la primera esposa de Roy y madre de Gator. Dorothy la confronta por haberla usado como cebo para que el sheriff la dejara en paz y tener ella una oportunidad de huir. Esta acusación requiere, a juicio de las integrantes del lugar, de un juicio en el que Dorothy habrá de exponer su versión con unas marionetas. Aunque reticente al principio, termina cediendo, no sin antes hablarle a Linda de Gator. Para nuestra protagonista, el imbécil en cuestión es, en el fondo, una víctima más del maltrato de Roy, y la carcasa de bravuconería y soledad en la que se ha convertido no es más que un deseo de emular a la única figura de autoridad que conoce. «Se le ve en los ojos: quiere ser bueno», le dice Dorothy a Linda, «pero más que nada quiere ser como su padre». Linda no da muestras de afección por la bondad de Dorothy, y la remite al juicio con marionetas del día siguiente. Ella lo asume y, tras toda una noche de preparación, lleva a cabo su tarea. El veredicto es que Linda le da la razón y accede a acompañarla para declarar ante las autoridades sobre los crímenes de Roy.

Pero claro: como ya le he dicho, todo esto no es más que un dulce sueño, del que Dorothy despierta para encontrarse sola en ese bar de carretera, sin nada a lo que recurrir. Contra la angustia de esa nada se ha rebelado el inconsciente de Dorothy, proyectando un mundo más justo e inocente en el que, por primera vez, no la tratan como un trapo:

¿Qué es entonces lo que hay? Precisamente eso: ¡nada! Y ¿qué efectos tiene la nada? La nada engendra la angustia. Este es el profundo misterio de la inocencia, que ella sea al mismo tiempo la angustia. El espíritu, soñando, proyecta su propia realidad, pero esta irrealidad es nada, y esta nada está viendo constantemente en torno a sí a la inocencia (Kierkegaard, 2013 p. 101).

Desgraciadamente, dicha inocencia no parece tener recompensa, porque al salir de ese mismo bar, Dorothy es arrollada en un accidente automovilístico que la manda inconsciente al hospital. Ah, los hospitales: esos sitios donde hay grandes bases de datos en las que se introducen los disponibles de aquellos pacientes que ingresan sin filiación conocida. Una buena idea, sin duda, que en este caso tiene como consecuencia que Roy la localice. Ella despierta y, aterrada, ve cómo se aproxima y se le sienta en la cama para susurrarle: «Te tengo».

En el octavo episodio, de nuevo en su poder, Roy la obliga a darse de alta en el hospital. Dorothy intenta pedir ayuda, pero su marido la descubre y sofoca su grito de auxilio valiéndose de su autoridad frente a la enfermera que recibe la petición. Todo va de perlas para el trumpista hasta que, por casualidad, se encuentra en la sala de espera con Witt Farr, el patrullero al que Dorothy salvó en el primer episodio durante la batalla de la gasolinera. Él, que está al tanto de que Roy la andaba buscando, se ofrece a liberarla y devolverla a su casa, pero, tras verlo rodeado por Gator y sus matones, ella insiste en que todo va bien y se va con sus secuestradores. En favor del patrullero hay que decir que no habría salido bien parado de la confrontación, no solo por la superioridad numérica de sus enemigos, sino porque iban equipados de bastante odio racial como para lincharlo por el simple hecho de ser negro. Pero Witt Farr es un hombre de principios, y para él, como para Kierkegaard, «lo ético es en cuanto tal lo general y en cuanto general válido para todos. Lo podemos expresar también desde otro punto de vista, diciendo que es lo válido en todo momento» (Kierkegaard, 2014, p. 135), así que nuestro patrullero no deja correr la situación. Llama a su colega, la endeudada agente Olmstead, que se horrorizaba en el primer episodio de que Dorothy hubiera atacado al prójimo en aquella reunión escolar, y la informa de que la mujer está ahora en manos de Roy.

Este, por su parte, encierra a Dorothy en un cobertizo del rancho, encadenada como un animal. Después le expone su convencimiento de que es Dorothy quien está en deuda con él y con Dios, y ella replica: «¿Sabes lo loco que suena lo que dices, tu forma de ver el mundo, tu mente? Pero tú crees que es el mundo el que está loco», y así es, por lo que sus palabras no tienen el menor efecto. Pero ni esto, ni encontrarse encadenada en el entorno más hostil que podría concebir, ni carecer, hasta donde sabe, de toda ayuda externa, merma en ningún momento la fe de Dorothy en que, como ya hizo una vez, volverá a escapar. En palabras de Kierkegaard:

Veamos ahora cómo se comporta el caballero de la fe en la circunstancia que acabamos de citar. Actúa exactamente lo mismo que el otro caballero: rechaza infinitamente ese amor que es el contenido de su existencia y encuentra la conciliación del dolor; pero entonces ocurre el portento, y realiza aún otro movimiento, el más asombroso de todos, pues dice: «Pese a todo, creo que obtendré el objeto de mi amor gracias al absurdo, pues para Dios no hay nada imposible». (Kierkegaard, 2014, p. 124).

Ese Dios no es el mismo que el de Roy, como su fe tampoco es la misma que la del sheriff. Las vivencias de cada uno en el mundo los separan y definen. Mientras él se va, ella hace múltiples intentos de escapar, sin éxito. Para colmo, al final del episodio, Roy es víctima de una trampa que le tiende un enemigo que se ha ganado a pulso y del que luego le hablaré, de forma que, cuando vuelve con Dorothy, lo hace con la mecha aún más corta de lo habitual. Ella le ataca y por poco lo reduce, pero, valiéndose de su superioridad física, Roy la somete y trata de golpearla con su propia cadena mientras recita el pasaje bíblico relativo a la ya conocida como «ramera de Babilonia», y que según el ejemplar que tengo yo, dice así: 

Se acercó uno de los ángeles que tenían las siete copas y me habló así: «Ven acá, voy a mostrarte la sentencia de la gran prostituta que está sentada al borde de océano, con la que han fornicado los reyes de la tierra, la que ha emborrachado a los habitantes de la tierra con el vino de la prostitución» […] «La gran Babilonia, madre de las prostitutas y de las abominaciones de la tierra». Vi que la mujer estaba borracha de la sangre de los consagrados y de la sangre de los testigos de Jesús (Apocalipsis, 17:1-2 y 17:5-6).

Por fortuna, uno de los hombres de Roy le interrumpe en pleno delirio. Graves, el abogado de la familia Lyon y fiel servidor de Lorraine, ha ido al rancho a rescatarla después de ser también él prevenido por Witt Farr de lo que estaba ocurriendo. Claro que se topa con la cruda realidad de los delirios del tipo de estadounidense al que encarna el sheriff, que lo recibe a punta de pistola. Literalmente. Rechaza una generosísima oferta del abogado Graves a cambio de la liberación de Dorothy y lo ejecuta sin miramientos para después arrojarlo a una fosa que tiene oculta en su rancho. La prisionera se percata horrorizada de esto, y termina de unir cabos con la amenaza que su exmarido le dedicó tras su último encuentro: la auténtica Linda, la no onírica, la que la precedió en el rol de esposa maltratada, no huyó abandonando a su hijo, sino que fue víctima de un asesinato machista y sepultada en el olvido de esa fosa.

Uno podría argüir que esta comprensión confiere a Dorothy una resolución especial de escapar de su mazmorra. Un tigre, la han llamado. Y como tal actúa en el noveno episodio, pues ya nos ha mostrado que

nunca es más fuerte que en el momento del peligro; en cambio, la angustia le sobrecoge en un momento antes y un momento después, es decir, en esos dos momentos de fluctuación en que tiene que habérselas con ese gran desconocido que es el destino (Kierkegaard, 2013, p. 205) 

Para ella el destino es un desconocido como siempre lo fue, sin que resulte óbice para que, con habilidades propias de MacGyver, logre escapar del cobertizo. Aunque ni que decir tiene que eso solo era el primer paso, puesto que sigue encerrada en el rancho de Roy, con este y todos sus hombres buscándola en pie de guerra. Y me atengo a la literalidad de esto último, ya que, por razones que más adelante le referiré, la alarma policial y familiar dada por el patrullero Witt Farr ha llevado a medio ejército a asediar el rancho Tillman con el objetivo de rescatar a Dorothy.

¿Y Roy qué dice de todo esto? Pues toma un par de resoluciones. La primera, respecto a su exmujer de nuevo fugitiva (aunque ahora en un radio mucho más controlable) se la expresa a uno de sus subordinados: «Lo máximo que he sentido lo he sentido por esa mujer. Pero esta mañana he pensado que no quiero volver a sentirme así nunca más», así que ordena que la maten y la entierren en la fosa con los demás amores de los que se cansó. La segunda, de mayor calado político (tristemente), se la espeta a los agentes del FBI, del SWAT, de la policía y del sindicato agrónomo de Virginia Occidental, que, a juzgar por la cantidad de gente, por ahí andarían. Pero primero le dice al mismo subordinado de antes que «reúna a los patriotas», porque «esto es nuestra Masada». Es una de las muchas referencias pomposas que muestran cómo se concibe a sí mismo un ego tan inmenso como frágil, puesto que el lugar al que alude fue una fortaleza que las tropas del imperio romano asediaron en el siglo primero, llevando como desenlace al suicidio colectivo de sus habitantes. Después le vemos subir un vídeo a un foro que haría las delicias de Elon Musk, cuyo lema es «Sigue. Dona. Abre los ojos». Allí se presenta como un mártir de la causa de la libertad e insta a todos los milicianos de su cuerda a que acudan en su defensa. Para esto toma como referencias a Ammon y LaVoy, dos fanáticos de la ultraderecha estadounidense que en 2016 llevaron a cabo una ocupación de edificios nacionales, con un final salpimentado de plomo. Por último, sale ante la mencionada caterva de agentes de la autoridad, estos le comunican oficialmente que su reinado de terror ha concluido y le instan a deponer las armas. Él, como caballero de la resignación infinita, no solo declina la oferta más sensata, sino que justifica su empecinamiento en la vía violenta con el siguiente parlamento bíblico: «No lo entiende, ¿verdad? Este es el camino que debo seguir. Empieza al nacer y termina aquí. Esto no es una paradita en Starbucks de camino al trabajo. No es una idea. Dios graba nuestros nombres en hueso y en eso nos convertimos. Toca su santa trompeta y caen todos los muros. Han venido aquí a buscar a la esposa de Lot, pero ella ya solo es un montón de sal y no volverá».

Es una forma de entender la misma fe existencial que mueve a Dorothy, pero desde una perspectiva contraria en propósito y fundamento. En palabras de nuestro autor:

En el mundo del espíritu es válido el proverbio de que solo quien trabaja come; solo quien conoció angustias reposa; solo quien desciende a los infiernos salva a la persona amada, y solo quien empuña el cuchillo conserva a Isaac (Kierkegaard, 2014, p. 92).

Tal compromiso con el propio sufrimiento para hallar al otro lado la redención es lo que posibilitó el primer escape de Dorothy y lo que la ha conducido a las puertas del segundo, pero en el caso de Roy está mediado por una resignación infinita a ser uno contra el resto, a enemistarse con el prójimo en lugar de amarlo, a imponer una visión corrupta de la divinidad frente a cualquier materialización terrenal de la misma.

Un tercer camino sería Witt Farr, nuestro patrullero, a quien, en consideración a su trayectoria y desenlace, Kierkegaard llamaría «héroe trágico». Y es que a lo largo de la temporada, Witt Farr no se aparta ni un centímetro del más estricto deber, sin necesitar siquiera la fe. En todo momento ha obrado como debía, sin dejarse amedrentar por el miedo, porque «el héroe trágico no abandona nunca la esfera de lo ético» (Kierkegaard, 2014, p. 143), hasta el punto de ir él mismo en cabeza de la partida de agentes que entra al rancho a por Dorothy. El lugar se convierte rápido en una bacanal de disparos, el primero de los cuales merece especial mención. ¿Se cree usted que el caballero de la fe al que encarna Dorothy se ha hecho con un arma y, cuando Roy se la topa al doblar una esquina, ella le descerraja un tiro en el vientre? Pues tal cual. El tirano cae al suelo y pide un momento de asueto antes de recibir a la muerte. Dorothy va a brindársela, zanjando la deuda de una vez por todas, cuando le llegan los avisos de los agentes. De inmediato depone el arma, y Witt Farr se le acerca para protegerla de las balas que pasan silbando junto a ellos. Pero la mujer, temiéndose lo peor, echa un vistazo al sitio en el que estaba tendido Roy, herido y desarmado, y cuyo lugar ocupa ahora un charco de sangre.

Ha escapado. Ella misma quiere ir tras él, pero Witt Farr, nuestro héroe trágico, la disuade. Él se aventurará tras el causante de todo ese caos. Porque es su deber, aunque el asunto, a diferencia de lo que ocurre con Dorothy, no le toque nada personal. Esto nos remite a una comparación de lo más ilustrativa:

El héroe trágico renuncia a sí mismo para expresar lo general, y el caballero de la fe renuncia a lo general para convertirse en el Particular. Quien crea que resulta bastante cómodo ser el Particular puede estar bien seguro de no ser un caballero de la fe, pues los pájaros sueltos y los héroes errabundos no son hombres de la fe (Kierkegaard, 2014, pp. 167-168).

No del tipo de fe que mueve a Dorothy, desde luego, que tiene más que ver con la reivindicación de lo que el mundo debería ser que con parchear lo que es. Witt Farr se dedica a esto último, y por eso corre tras Roy hasta un túnel oculto que conduce al exterior del rancho, por el que el sheriff se proponía escapar hasta que él se interpone en su camino. Y lo que recibe a cambio es una puñalada mortal en el pecho. La vida se le escapa ante un Roy cuya pérdida de sangre no le ha restado ni un ápice de crueldad, y tras dejarlo muerto, recorre el camino de su fuga. Por fortuna para todos, al salir renqueante al otro lado, es aprehendido por los mismos agentes federales de los que se burló en el jacuzzi en el segundo episodio. Estos apostillan que su hijo Gator, harto de los continuos desprecios y vejaciones, le ha delatado revelando la existencia de esa vía de escape. ¿Por qué? Aguarde, que estamos cerca.

La cuestión es que Dorothy se libra, de una vez y para siempre, del acoso del sheriff Roy Tillman, y como una heroína liberada, sale del rancho y es atendida por los sanitarios y la policía. La llevarán a casa, le aseguran. Pero ella solo quiere ver a Witt Farr, a quien le perdió la pista cuando salió corriendo tras Roy en su lugar. Una mirada de las autoridades basta para que comprenda el destino acorde a su condición que ha encontrado, porque «el héroe trágico cumple su tarea y encuentra el reposo en lo general; el caballero de la fe, en cambio, se ha de mantener en constante tensión» (Kierkegaard, 2014, p. 173).

Witt Farr reposará ya para siempre en el ámbito general del servicio público, al que desde luego sirvió. Pero Dorothy no puede abandonar su tensión; aún no. Porque vuelve a casa, efectivamente. Y durante un tiempo, todo va de perlas. Hasta que, pasado un año, encuentra a Ole Munch, el sicario al que le arrancó una oreja durante el secuestro del primer episodio, sentado en su salón.

3. Mejor que deban a que paguen

La deuda más valiosa es la que no se abona. Bien lo sabe Lorraine Lyon, madre de Wayne, suegra de Dorothy y orgullosa propietaria de un elefantiásico cuadro tras el escritorio de su despacho que reza «No». Porque, como le comentaba, solo dice «no» quien puede permitírselo. El poder de Lorraine emana de que ser la acreedora de medio planeta (redondeando al alza), y en el mundo de las deudas, como en el ajedrecístico, la amenaza es más fuerte que la ejecución. Es mediante las deudas sin cobrar que ejerce su influencia; es valiéndose de la posibilidad de no soltar la espada de Damocles sobre los endeudados que obtiene su auténtico poder en el mundo material. A propósito de dicho mundo observa Kierkegaard:

En este mundo de las apariencias visibles las cosas pertenecen a quienes las poseen, y están sometidas constantemente a la ley de la indiferencia; basta poseer el anillo para que el genio que en él mora obedezca a su propietario (2014, p. 91).

Traducido al ámbito de Lorraine: basta con poseer la deuda para que el endeudado obedezca al poseedor. Esta dialéctica reclama que llame, y me perdonará usted el desvío, a un autor especialmente pertinente en la época del trumpismo: el viejo Karl Marx. Y a su colega Engels, del que solemos olvidarnos cuando hablamos de estos planteamientos. En aquel manifiesto revolucionario de 1848 que prendió una llama que todavía arde se leía:

Libre y esclavo, patricio y plebeyo, señor y siervo, maestro y oficial, en suma, opresores y oprimidos, han estado y están enfrentados entre sí, han mantenido una lucha ininterrumpida, ya oculta ya abierta, una lucha que en todos los casos terminó con una transformación revolucionaria de toda la sociedad, o bien con el hundimiento conjunto de las clases en lucha (Marx y Engels, 2011, p. 49).

Si echamos un vistazo a la historia, y más específicamente al panorama actual, parece que los opresores no solo tienen más terreno, sino que lo tienen a su nombre. El truco más efectivo de Lorraine Lyon para que se la perciba como una filántropa en lugar de como a una usurera es envolverse en la capa de la ayuda social. En el cuarto episodio, la vemos entrevistada por un periodista al que le vende la moto: «La gente endeudada se siente impotente. Y con razón. Aquí, en Servicios de Redención, trabajamos para devolverles el poder». Pero el entrevistador no cae tan fácilmente y le pregunta si pretende que la gente se crea que ha amasado millones de dólares con empatía y un plan de negocio, a lo que Lorraine repone: «Esto es lo que tiene que entender de los estadounidenses: no quieren caridad. Lo que buscan es una oportunidad para solucionar sus problemas ellos mismos. Nosotros les ofrecemos esa oportunidad».

Le sonará a usted la expresión «pacto con el diablo». Suele referirse a vender la propia alma a cambio del bien que cada cual codicie en el momento del trato, y que a la larga suele revelarse superfluo. Vale, pues no crea que el diablo no lo sabe. Simplemente, le interesa recibir un alma a cambio de lo que al desgraciado de turno le parezca un don de valor incalculable. A esto se dedica Lorraine. Puede dispensar millones y crear fundaciones, pero en último término, no solo recibirá con intereses lo dado, sino que gozará de una influencia que ninguna moneda de curso legal podría comprar. Sobre este exceso de rendimiento en el ámbito laboral habla Marx en una obra mucho más abstrusa, El capital (1867), refiriéndose a un sistema de ganancias que se extrapola al de las deudas sin tocar una coma:

El capital no ha inventado el plustrabajo. En todo lugar en el que una parte de la sociedad posee el monopolio de los medios de producción, el trabajador tiene que añadir, en condición libre o no libre, tiempo de trabajo excedente al tiempo de trabajo necesario para su conservación, con objeto de producir los medios de vida del propietario de los medios de producción, ya sea este propietario un kalós kagathós ateniense, ya un teócrata etrusco, ya un civis romanus, un barón normando, un esclavista norteamericano, un boyardo válaco, un terrateniente o un capitalista moderno (Marx, 2010, p. 163).

De esa necesidad, no solo de librarse de las deudas, sino de vivir mientras tanto, se aprovecha Lorraine cuando se topa en su camino la agente Olmstead. Este encuentro tiene lugar en el tercer episodio, a colación del primer secuestro de Dorothy, donde la señora le espeta lo siguiente a la joven y a su jefe: «¿Para qué necesitamos a la policía?, salvo para mantener a raya a ciertos elementos indeseables, para separar a los que tienen dinero, clase e intelecto de los que no. Ustedes son los guardianes, de pie junto a los muros impidiendo que la plebe se cuele. Pero aquí dentro, entre estas paredes, no tienen ninguna función». ¿Ha empezado usted a escuchar ya la cantinela de make America great again? ¿Algo sobre muros para mantener fuera a los indeseables? ¿Aún no? Pues atento a esto: en ese mismo encuentro, Lorraine, abogado Graves mediante, se niega a hablar con la policía respecto a las inconsistencias de la versión de Dorothy, según la cual nunca fue secuestrada. La abrumadora cantidad de pruebas de que miente es irrelevante, porque a Lorraine le bastan un par de escudos legales y la confianza que da el poder encenderse puros con billetes de quinientos para despachar todo el asunto. Despacharlo, digo, de cara a la galería, porque tras el segundo intento de secuestro, en el que el pobre Wayne se queda temporalmente medio tonto (la otra mitad venía de serie), Lorraine da la orden de ingresar a Dorothy en un hospital y declararla incapacitada. Y lo consigue. Claro que, si la nuera escapó de las garras del competente Ole Munch, no la va a detener un hospital, y rápidamente se esfuma de nuevo.

(Continuará)


Bibliografía

Kierkegaard, S. (2008). La enfermedad mortal. Trotta.

Kierkegaard, S. (2013). El concepto de la angustia. Alianza.

Kierkegaard, S. (2014). Temor y temblor. Alianza.

Marx, K. (2010). El capital. Alianza.

Marx, K. y Engels, F. (2011). Manifiesto comunista. Alianza.

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2 Comentarios

  1. otcidaercer

    Ningún capítulo está completo sin el comentario de Pedro Narcob!!🙌🏻

  2. Fantástico, como siempre.

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