Esta casa es una ruina fue una sui generis epopeya cinematográfica de 1986, que podría describirse como un manifiesto de los absurdos embates de la arquitectura moderna sobre dos almas incautas. Para quienes se pregunten qué es un siniestro en el contexto doméstico, esta película lo muestra con una ironía impagable: no estamos ante una simple avería o el clásico desgaste de una propiedad antigua, sino frente a un catálogo de infortunios que ilustran con dolorosa claridad los imprevistos en la vida cotidiana llevados al extremo. La trama revela el verdadero rostro de estas calamidades, desde colapsos repentinos hasta brotes incontrolables de agua y fuego, todo con una teatralidad que desafía incluso la imaginación del más pesimista.
Protagonizada por un jovencísimo Tom Hanks —que se arroja de lleno al rol de Walter Fielding, un abogado con más entusiasmo que buen juicio—, y la siempre encantadora Shelley Long en el papel de Anna Crowley, la película narra su trágico romance con una casa que, al igual que muchos ideales, brilla con un esplendor que solo dura un instante, justo antes de colapsar. Hanks y Long, con la actitud alegre y la credulidad de los amantes de la arquitectura de revista, adquieren una mansión que en teoría evoca el estilo clásico y, en la práctica, el mismísimo Panteón en ruinas tras un terremoto.
De hecho, hablar de «ruinas» casi parece un eufemismo; sería más preciso referirse a la propiedad como un monumento a las fallas estructurales de la civilización. No estamos simplemente ante una serie de desastres, sino ante una catástrofe cósmica. La casa no solo se derrumba; se colapsa con una coreografía que roza lo operático, como si tuviera su propio sentido de la ironía. ¿Y qué ironía más exquisita que ver a Walter y Anna, con la expresión de aquellos que creen haber adquirido una suerte de villa toscana, enfrentarse a la realidad de una mansión digna de las farsas barrocas?
Cada escena en la película está montada como un ballet tragicómico donde las leyes de la física parecen conspirar activamente contra ellos. Las escaleras se disuelven bajo sus pies, las tuberías escupen agua como si fuesen los mismísimos pulmones de Poseidón y las paredes se desmoronan con el esplendor y desdén de un edificio que parece haberse cansado de cumplir su propósito estructural. La dirección de Richard Benjamin exhibe cada desmoronamiento con un gozo casi perverso, convirtiendo cada desplome en una rapsodia de lo absurdo.
Tom Hanks, por su parte, brinda una interpretación que raya en lo maníaco. Al ver cómo su personaje soporta una sucesión interminable de calamidades, uno no puede evitar imaginar que está canalizando algún tipo de héroe trágico perdido en el suburbio. Es como ver a un Prometeo moderno, no encadenado a una roca, sino a una tubería con fugas que no para de expulsar una serie de fluidos innombrables. Y Shelley Long, por supuesto, aporta una presencia calmada y refinada, hasta que, inevitablemente, se ve arrastrada a la misma locura por el espectáculo de la descomposición.
Ahora bien, es tentador clasificar la trama como un simple caso de desventura doméstica. Sin embargo, una mente sofisticada — como las que vagan sin rumbo por Jot Down— entenderá que aquí estamos ante una sátira de proporciones mucho más elevadas, una suerte de alegoría existencial que habla del deterioro de la sociedad de consumo. La mansión es, sin duda, una representación del gran sueño americano: una imagen idealizada que, a la primera inspección, parece brillar con un resplandor mítico y, a la segunda, revela sus paredes desmoronándose y sus suelos crujientes, una especie de poema visual sobre el engaño y la decadencia de la clase media alta.
¿Y quién podría no deleitarse en la tragedia de su caída? Walter y Anna intentan —en un esfuerzo casi conmovedor, si uno fuera propenso a la empatía— restaurar esta ruina, convencidos de que, con tiempo y recursos, transformarán esta trampa mortal en una morada digna. Pero la casa parece gozar de su sufrimiento, desmoronándose con un sadismo que roza lo sublime. Si uno observa con atención, es fácil imaginar que la casa misma se ha convertido en un personaje más, una némesis en forma de arquitectura caprichosa, que se deleita en la impotencia de sus dueños, burlándose de cada intento de reconstrucción.
A nivel técnico, la película demuestra un refinamiento visual que, francamente, está perdido en aquellos que la verían solo como una «comedia». La cámara captura cada derrumbe con un amor por el detalle digno de un pintor renacentista que retrata la decadencia de su ciudad. Benjamin parece regodearse en los primeros planos de los cimientos destruidos y las grietas en expansión, como si estuviera tratando de seducir al espectador con la idea de que, en última instancia, toda estructura —toda ambición humana— está destinada a sucumbir. Si eso no es poesía, entonces no sé qué lo es.
Esta casa es una ruina no es solo una lección de humildad para los soñadores con ínfulas de restauradores, oh no, sería demasiado sencillo. Es más bien una demostración cómica de lo que ocurre cuando uno cae en la trampa de creer que el ladrillo y el mortero son, de algún modo, garantes de felicidad y estabilidad. Para el espectador con suficiente perspicacia —o tal vez simplemente un buen seguro de hogar—, la película se convierte en una oda al desastre doméstico: un recordatorio de que la grandeza arquitectónica es tan sólida como el optimismo del que la compra. Los cimientos del hogar, tan prometedores en la visita inicial, resultan tan fieles y estables como un tejado de papel. Y así, queridos románticos de las casas de ensueño, aprendemos la gran moraleja: el auténtico sueño americano no es la casa perfecta; es sobrevivir a la que acabas de comprar.
Y White Lion. No olvide usted a los White Lion ni a un Alexander Godunov que va de divo de la música clásica y es tan hortera como los propios «leoncitos blancos». Ah, y esos contratista italoamericanos de New Jersey, que merecen aparecer en una página de Pedro Vera como modelos de cuñado transatlántico.