Editorial

El Washington Post y Twitter o cómo los multimillonarios están jodiéndolo todo

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If I don’t like you, I’ll fire you! If you don’t like me, I’ll fire you!

Desde su fundación, el Washington Post no fue simplemente un periódico, sino una institución. Era una piedra angular en la apuntalada arquitectura de la democracia americana, un lugar donde los hechos contaban más que las opiniones y donde las palabras eran armas afiladas contra el abuso de poder. Esto empezó a cambiar cuando Jeff Bezos lo adquirió en 2013; desde entonces el Post parece haber cambiado su brújula moral por un cronómetro digital que mide clics, «engagement» y métricas de tráfico. El cambio no es solo tangible, sino inquietantemente sintomático de algo mayor: la lenta y progresiva conversión del periodismo en un espectáculo vacío, una especie de arte menor en manos de multimillonarios que lo ven no como un fin, sino como un medio para sus propias agendas.

Durante la era de Martin Baron, un editor con principios férreos y una convicción casi rabínica en la búsqueda de la verdad, el Washington Post era un ejemplo notable de periodismo serio. Baron y su equipo entendían que el periodismo no es un oficio cómodo, existe la «necesidad de hacer un periodismo de rendición de cuentas del poder». Durante su mandato, el Post ofreció una cobertura implacable de la administración Trump o impulsando la investigación de asuntos como la tremenda historia de pederastia por parte de sacerdotes de la archidiócesis de Boston, manteniéndose fiel a los ideales de una prensa independiente que cuestiona sin miedo

Sin embargo, la sombra de Bezos se proyectaba ya sobre la redacción, y no había principio lo suficientemente sólido como para resistir el peso del capital. El Washington Post bajo Bezos se ha convertido en un espejo de nuestra era: brillante, veloz y superficial. El cambio no ha ocurrido de golpe, sino con una parsimonia calculada, casi como si Bezos supiera que la paciencia es su mejor aliado. Primero vinieron las inversiones, el maquillaje digital, las promesas de innovación. Luego, el periodismo de profundidad comenzó a desaparecer bajo un mar de titulares sensacionalistas y piezas diseñadas no para informar, sino para alimentar la máquina del clic. La política se convirtió en espectáculo, las investigaciones en contenido viral, y el rigor dio paso a un oportunismo editorial que olía a las prioridades corporativas de Amazon. Bezos, como todos los grandes capitalistas, entiende el poder de poseer una narrativa. Con el Washington Post, no compró solo un periódico: adquirió una plataforma desde la cual moldear el discurso público y proteger sus propios intereses. ¿Cuántas veces hemos visto al Post cuestionar abiertamente las prácticas laborales de Amazon? ¿Cuántas portadas han dedicado a las acusaciones de monopolio o a las estrategias de evasión fiscal de la empresa? El silencio es atronador y, en ese silencio, se encuentra la respuesta.

El caso de Bezos y el Washington Post encuentra un paralelo inquietante en la decadencia de Twitter bajo el mando de Elon Musk. Este megarico, con su estilo grandilocuente y su compulsión por estar en el centro de todo, llegó a la plataforma con promesas de «libertad de expresión» y transparencia. Pero lo que siguió fue un espectáculo caótico de despidos masivos, políticas erráticas y una transformación de Twitter en un reflejo grotesco de las obsesiones personales de su nuevo dueño. Lo que antes era una plaza pública digital se convirtió en una extensión de su ego: impredecible, volátil y dominada por un culto a la personalidad. La comparación entre Bezos y Musk no es difícil de trazar. Ambos representan la misma mentalidad: el multimillonario que, al adquirir un pilar de la esfera pública, cree que puede reconfigurarlo a su imagen y semejanza. Bezos convirtió el Washington Post en una herramienta de poder blando; Musk transformó Twitter en un laboratorio de sus impulsos. En ambos casos, lo que se perdió fue el bien común. Un periódico debe ser independiente de sus propietarios, y una red social debe ser neutral en su estructura, pero ni Bezos ni Musk entienden la diferencia entre propiedad y servicio público.

El impacto de estas transformaciones no es abstracto, sino profundamente tangible. Cuando el Washington Post opta por ignorar ciertos temas o por priorizar titulares diseñados para enfurecer, no solo afecta su reputación; debilita la función misma de la prensa como contrapeso al poder. Cuando Twitter se convierte en el laboratorio de Musk y lo posiciona algorítmicamente con una opción política, destruye su legitimidad como espacio neutral de debate público y lo convierte en un instrumento más de manipulación al servicio del poder. El periodismo serio y las redes sociales independientes son esenciales para la democracia, pero no pueden florecer bajo el control de quienes ven el mundo como un tablero de ajedrez donde todo es movible y todos son prescindibles. La independencia no puede coexistir con el poder absoluto, y la verdad no puede prosperar en una atmósfera donde el lucro es el único objetivo. Lo que necesitamos no son multimillonarios con ambiciones de grandeza, sino estructuras que protejan la esfera pública de su influencia corrosiva.

La degradación de un medio de comunicación como Washington Post bajo la influencia de Bezos y la de Twitter subyugada a los caprichos Musk no es más que la punta del iceberg. Con la crisis continuada de los medios de comunicación y el aumento de los multimillonarios, estas adquisiciones se van a convertir en algo cotidiano. Lo cual nos obliga a enfrentarnos a una pregunta incómoda: ¿puede la esfera pública sobrevivir en manos privadas? Si dejamos que multimillonarios controlen los medios de comunicación y las plataformas digitales, ¿quién defiende los intereses de la ciudadanía? La respuesta parece evidente: ellos no. Bezos y Musk no compraron estas instituciones para fortalecerlas como bienes públicos; lo hicieron para consolidar su poder, para amplificar sus voces y para proteger sus intereses. Es por ello que los ciudadanos tenemos que apostar por una prensa libre y la única manera es apoyándola económicamente.

En su entrevista con Jot Down, Martin Baron señala que «una democracia no puede sobrevivir sin una prensa libre e independiente». Pero, ¿cómo puede ser independiente un periódico que pertenece a alguien cuya riqueza depende del status quo? ¿Cómo puede ser libre una red social controlada por un hombre que la ve como una extensión de su personalidad? La respuesta es que no pueden. Y si no somos capaces de involucrarnos para cambiar las cosas, estamos condenados a un futuro donde la verdad será solo otro producto en el catálogo de los poderosos.

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