Hacia la primavera de 2018, un gran número de hispanistas indios y personas ligadas a ese campo nos encontrábamos una mañana reunidos en el India International Center de Nueva Delhi con el objetivo de presentar una plataforma digital destinada a mantener en contacto y hacer fluida la información en el seno de este bien formado y a menudo brillante ámbito de profesores, alumnos avanzados, e investigadores. Desde Heyderabad a Bombay, de Poone a Deradoom, de Calcuta a Chennai, todos ellos trabajan especialmente en el campo de la literatura hispanoamericana, y la española, muy centrados tanto en su expresión contemporánea como en el Siglo de Oro. Allí se encontraban pues los grandes nombres de este amplio perímetro del hispanismo en el querido país asiático, el que, con unos muy activos departamentos repartidos por todo el subcontinente, abarca una extensión casi ocho veces la de España: Shyama Prasad Ganguly, Vibha Maurya, Sonya Gupta, Anil Dingra, y Aparajit Chattopadhyay… por solo citar algunos de ellos.
Dado que el español no solo es el idioma que unía a todas las personas allí reunidas, en torno a setenta, sino que se hallaba en el centro mismo del tema que iba a ser tratado —el facilitar con las nuevas tecnologías e internet la labor del hispanismo indio—, lógicamente, la sesión inaugural y las intervenciones estaban previstas en este idioma, que allí suscita un gran interés y seguimiento, el segundo del mundo en hablantes nativos, tras del chino mandarín. El caso es que, poco antes del inicio del acto, todo tomó un inesperado nuevo rumbo, digamos, por ser discretos, que surrealista. En la gran sala comenzaron a oírse algunos comentarios, y al poco alguien anunció que, dado que el ingeniero que había confeccionado el programa no hablaba español, finalmente las sesiones completas serían en inglés. En cuestión de escasos minutos, no se sabe por decisión de quién, la balanza se había vuelto a inclinar por el «pensamiento positivo», de nuevo por la lengua propia del mundo anglosajón, que en la India domina hasta en su propio parlamento. Parecía inexplicable el que, a causa de que una de las personas allí presentes no entendiera el idioma del contexto común, el resto de las otras setenta se vieran forzadas a corregir el guion, y hablar… ¡cómo no, en inglés! Mis comentarios como invitado, en calidad de director del Instituto Cervantes de la India, sirvieron de poco. Parecía que, por respeto al ingeniero, allí un outsider, y no se sabía por qué otras extrañas razones, debía de procederse así. ¡Y eso que estábamos tratando del español! Idioma hablado entonces al menos por quinientos millones de personas… No se trataba del húngaro o del japonés, también enseñados en ámbitos culturales y universitarios de la capital india, los que, a pesar de contar con todos los respetos, ni de lejos son seguidos por el mismo número de estudiantes ni igual interés.
A lo largo de toda aquella mañana, en la que, a golpe de largas parrafadas in english para describir un fenómeno hispano, no salía de mi asombro, me pregunté innumerables veces cuál podía ser el motivo de tan inexplicable fenómeno de complejo colectivo de inferioridad. Se me cruzó por el pensamiento entonces la reciente traducción al hindi del Quijote, por parte de la profesora Bibha Maurya, de la Universidad Central de Nueva Delhi. Y de repente, como dictada a la mente, me vino la palabra mágica que esperaba aliviase en algo mi abatimiento: ¡quijotes! En efecto, en un incomprensible y también ridículo exceso de generosidad, allí no estábamos siendo sino eso: unos absolutos «quijotes». ¡Tal era la única explicación! Nos habíamos desnudado como buenos quijotes del derecho a hacer valer nuestro idioma y su pujanza en todo el planeta, en aras de no se sabe qué dadivosidad. Desde luego, existen muchas acepciones para el término «quijotismo», que es una palabra por antonomasia abierta, como lo es la propia mutación del personaje a lo largo de la obra de Miguel de Cervantes, quien partiendo de un personaje plano y estereotipado que sale a buscar aventuras trasnochadas, logra crear la literatura moderna, y de él seguimos hablando hoy día como el texto oracular de nuestra cultura. Así es, porque en esta gran novela de aventuras que es el Quijote, los personajes son complejos y cambiantes en sus actitudes, evolucionan dentro del propio relato, al tiempo que, en una rica terapia, permiten a Cervantes descubrir su propia identidad como hombre y como escritor. Y eso es algo que inaugura un nuevo paradigma de relación entre el autor y el personaje, antes sencillamente inexistente. El texto no solo nos conduce hacia la modernidad, sino que nos instala en ella, en esa realidad que nunca acaba por sedimentarse.
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Esta pequeña/gran anécdota apunta hacia un extraño fenómeno, que podríamos calificar de complejo civilizatorio transferido, es decir, no vivido por habitantes nativos del español, pero sí transmitido por ellos como si lo fueran, lo que tal vez en ninguna otra gran lengua mundial pueda suceder, y abunda en la idea de «excepcionalidad» cultural. ¿Qué es lo que podría hacer a muy numerosos y brillantes profesores seniors, por muy trilingües que fuesen (al menos en hindi, español e inglés), el no darse cuenta de que tal acto de presentación de una plataforma del hispanismo, no podía ni debía celebrarse sino en el idioma de Cervantes, incomprensiblemente desterrado aquella mañana en una especie de indefendible golpe de Estado lingüístico? Expresaba, en cualquier caso, un complejo de inferioridad, marcado por creer, como el Quijote en su segunda etapa, «realista» y decadente, que todos los demás son mejores, y que, en esta ocasión concreta, por enésima vez en el contexto anglosajón y el de la Commonwealth, la actividad debía celebrarse en lengua inglesa.
Es cierto que la leyenda negra, creada y fomentada por dicho mundo anglosajón, tuvo una gran responsabilidad en todo esto y aunque dicho mito de oleajes devastadores, encuentra su punto álgido a lo largo del siglo XIX, con la bomba de racimo de las pérdidas españolas, fue en el siglo XX (y aún lo sigue siendo, aunque más aminoradamente en la actualidad), cuando ha tenido lugar su gran explosión. También es cierto que el que se tratase de una España en la que hubo muchos más Sanchos que Quijotes, fue algo que contribuyó a profundizar este mito de un país atrasado frente a los nuevos poderes industrializados.
Lo que parece claro es que existen dos Quijotes, que de forma intuitiva expresan la paradoja luminoso/sombría que aqueja a España, como físicamente puede distinguirse entre la primera entrega del texto cervantino, y la segunda, de 1615. Una inicial de expansión y aventuras, con una infinita confianza en sí mismo, junto a la voluntad de querer mejorar al mundo, y otra, regresiva, de decadencia, con un don Quijote apoltronado en la creencia de que todos son mejores que él mismo, y todos poseen más derechos, por el solo hecho de compartir una misma realidad, la que, por empobrecida y roma le es ajena. Algo que hoy día calificaríamos de «autosabotaje». Evidentemente, lo que sucedió esa mañana, era una copia de la segunda acepción pesimista del quijotismo. ¡Pero este término también expresa mucho más! El quijotismo es sabiduría escéptica, es la perplejidad que inaugura la conciencia moderna, el ansia de renovación al tiempo que fatiga por un gran imperio en decadencia. También es resignación y pesimismo, y entre otras muchas cosas, es amor a la justicia, quebrado por un constante desacomodo con el statu quo social. Es todo eso, haciéndose demasiadas ilusiones sobre las cosas y las personas, pero sobre todo consiste en ser idealista hasta perder el sentido, como mecanismo perpetuo de reinvención de sí mismo.
Estas imágenes en claroscuro traen a la memoria los dos rostros literarios del bíblico Salomón. Aunque se ha puesto hoy en duda la autoría salomónica del Eclesiastés, tradicionalmente consta el que fue el mítico rey, hijo de David, quien de joven escribiera el Cantar de los cantares, embriagado por los placeres de sus exóticas esposas, mientras que de anciano compuso el Eclesiastés, texto grave y adusto en el que se pregunta cómo afrontar la vida, dado que nada en ella es seguro salvo la muerte. Y en una especie de estoicismo derrotista, parece recomendar el que se acepten serenamente las adversidades, ya que también estas serán, de la misma forma, pasajeras. De modo que, en efecto, el tono pesimista y agrio sobre la fugacidad de los placeres frente al jovial y perfumado Cantar, nos recuerda vivamente a la transición de los dos Quijotes, el de la locura y el de la cordura, quien cree en el presente como un infinito preñado de posibilidades, y quien ya no le interesa más.
De vuelta al quijotismo y el llamado «problema de España», y su reflejo en lo que inopinadamente, había sucedido aquella mañana. Me venían imágenes históricas dispersas: desde la gran debacle y decadencia política de 1898, tas la que vino el intento de regeneración social e intelectual en España, que encarnó la generación literaria de ese año… hasta el periodo vital de Cervantes, entre los siglos XVI y XVII. Este puede verse como una gran época de encrucijada, al tiempo que de continuidad entre el mundo renacentista del genio, y el barroco, de la contradicción elevada y convertida en arte, la pura luz y el claroscuro, con los que entreverado vendría el largo declinar del imperio. Con Unamuno y Ortega y Gasset a la cabeza, pero también con Gregorio Marañón, Maeztu, Azaña y Madariaga, los comentaristas que a lo largo del siglo XX reflexionaron sobre las andanzas del Caballero de la Triste Figura, vieron en el quijotismo no solo una evidente identidad, compleja e irrepetible, un reflejo fiel de la España de su momento, del Siglo de Oro, sino del ser español, con todas sus conocidas contradicciones, tanto en sus logros como en sus derrotas.
Es ciertamente muy español el preguntarse de forma obsesiva por el sentido del propio ser como identidad cultural, aunque sin profundizar excesivamente en ese nudo gordiano. Tal vez, la revolución haya de empezar, como siempre por dentro, olvidándonos un poco del «destino común» para encontrar el propio sentido en la vida de cada cual, entregándose a él con gran pasión. La cualidad acabará por vencer así a la cantidad.
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Si se buscase una característica definitoria del carácter de don Quijote, esta sería sin duda la melancolía, esa vivencia de contrastes de difícil resolución: el vivir la presencia de lo ausente junto a la ausencia del presente… Sobre esa base, el Quijote escenifica una tragicomedia continua, el espejo de la España de ese periodo, ilustrada con su propio humor y drama del caballero andante, quien en mitad de ambos sentimientos hace anidar siempre dicha melancolía, muy acertadamente definida por Victor Hugo (en los Trabajadores del mar) con el oximorónico «es la alegría de estar triste».
La melancolía, uno de los cuatro humores que desde la Antigüedad definen al ser humano en la larga tradición galénico-hipocrática, se encuentra en efecto instalada en la base misma del Quijote tanto como en su desarrollo. Es una obra de leitmotiv melancólico. De las varias citas que hay en la obra a esta dolencia, definitoria de toda una época, destaca cuando por ejemplo, en el segundo Quijote (cap.74), Sancho responde llorando, y dice: «No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía».
En este mismo sentido de las dos realidades, podría decirse que en la tradición literaria existe una melancolía positiva, como aparece a raíz de Aristóteles, en Marsilio Ficino y todo el Renacimiento, en la que se incide en esa desazón como instrumento de conocimiento, mientras que, de Hipócrates y Galeno, en la tradición médica se hace énfasis en la parte negativa de la «bilis negra», en su carácter corrosivo, en definitiva, en el malestar como hundimiento psicológico del individuo. El motivo es bastante claro, y consiste en la incapacidad de sublimar tal dolor, de hallar una salida creativa a través de esa dolencia, sino solo hundirse en el dolor mismo. Todas las épocas han tenido, en efecto, su propia lectura de la melancolía: de la Antigüedad al Romanticismo, del Renacimiento al inicio del XX y entreguerras. La concepción materialista del alma (basada en los cuatro elementos: tierra, agua, fuego y aire), toma un nuevo vuelo en la tradición cristiana, más allá de la exploración puramente fisiológica de las enfermedades del alma, y busca en el terreno místico y estético la fuerza de la inspiración. El momento privilegiado sobre su teorización e influencia es sin duda el Renacimiento, que en realidad fue una sabia lectura futurista del pasado grecorromano. La melancolía posee desde la antigüedad clásica una larga genealogía. Presente ya en tiempo presocrático, aparece en la tradición médica griega en la Escuela de Cos, con Hipócrates a la cabeza. Esta tradición, pasando por Aristóteles: describe como la «bilis negra», que en principio causa abatimiento y tristeza, incluso locura, igualmente regala cualidades excepcionales: voces interiores, o sueños visionarios, siempre inspirados. Ejemplos de la primera acepción de la melancolía superior los encontramos en Pessoa o Walter Benjamin, quienes saben desentrañar el drama interno de la «dolencia» y la escisión del yo, con variadas salidas creativas.
Podríamos decir que el poder de la melancolía dota a quien la padece o disfruta (o ambos a la vez), de una especie de obturador, que en realidad no se trata sino de la propia imaginación, la que, con otros componentes como el genio, o el gusto estético, prefigura la propia realidad.
El mismo año (1915) que Einstein ligase el espacio y el tiempo en su teoría de la relatividad, Freud publicó Duelo y melancolía, relacionando esta última con el sentimiento de la pérdida, sea de un ser querido o de cualquier cosa, algo que causa inhibición, seguida de series recurrentes de depresiones. La melancolía que podemos denominar positiva consiste en que el dolor por tal pérdida es sustituido por la búsqueda de otro objeto, lo que, según esta visión, encuentra su continuidad en el terreno literario, artístico o filosófico, y que en el mejor de los casos tiende a la sabiduría. Siguiendo en este terreno, y abundando en el poder creativo de esta dolencia del alma, también de la filosofía, Heidegger expone en su curso sobre Los conceptos fundamentales de la metafísica, el que, si bien es cierto que toda actividad creativa se encuadra en la melancolía, no todo tipo de melancolía es sin embargo creativa. El melancólico se crea a sí mismo. Como podría decir el propio Wilde.
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Nuestra visión discurre en estas líneas de cierta sorpresa y estupor, por fenómenos de lo español en el mundo con los dos Quijotes descritos: el expansivo y el deprimente, el eufórico y el acabado frente a la realidad adversa. Trata igualmente de dos melancolías generadas entre los intersticios del cuerpo y del alma, pero que beben de una misma fuente: la melancolía del genio, ese tentado al rapto hacia las alturas, tanto como la del personaje abatido con la permanente «tentación del abismo». Todo ello parece muy dual, como por fortuna o desgracia nos dictan nuestros sentidos en la experiencia diaria, tercamente cosida con frío y calor, con los dolores y placeres. Ambos Quijotes no perciben, como es claro, igual la misma realidad, en sus tan distintas fases de furor y abatimiento. Entre ellos se da un tránsito propio de salto mortal entre el creer férreamente en sí mismo y el dejar de hacerlo. ¡Y en tal tránsito discurre la vida! ¡Tal parece suceder a las culturas y a las personas en un irrefrenable movimiento pendular! Como señala el Eclesiastés: «todo tiene su tiempo». «Tiempo de nacer y de morir, de plantar y de arrancar, de matar y de curar… ». Solo si se abriga la voluntad de que todo ha de ser nuevo bajo el sol, frente al conocido y derrotista dictamen contrario, puede intentarse deshacer esta disyuntiva que tan a menudo nos paraliza. Este es el único método de salida frente a las contradicciones y alternativas que propone la vida.
En homenaje a Proclo y los neoplatónicos, que siglos antes de Hegel inventaron la dialéctica ternaria, me gustaría concluir estas palabras con una invitación abierta. Esta consiste en encontrar igualmente una tercera melancolía, y por qué no, un tercer Quijote, más allá de la depresión y del frenesí.
Como con una buena parte de los hallazgos ocurre, tal vez ese tercer talismán para el viaje de renovación, no se trate de unos datos o informaciones comunicables, sino que irrumpa con la luz de las epifanías, y únicamente pueda ser descubierto por cada cual.
Carlos Varona Narvión (Madrid, 1956). Doctor en Filología Árabe. Actualmente director del Instituto Cervantes de Marrakech, lo fue de los de Damasco, Amman, Túnez y Nueva Delhi.
Su última publicación, en Nueva Delhi: La Ciudad de los Cuervos. Paradojas de la India Contemporánea. La mayor parte de sus libros y traducciones consisten en ensayos acerca de religiones y misticismo (varios de ellos en Siruela). Su primer texto narrativo fue El ojo del mar (Universidad de Valencia), sobre las experiencias con los sueños lúcidos.
Ensayistas, filósofos, historiadores e intelectuales abordan uno de los grandes enigmas de la cultura española: el motivo por el cual permanece apartada del fecundo diálogo de los pensadores europeos.
- «Un terco y doloso complejo», por Basilio Baltasar.
- «La lengua de Ortega y Gasset», por Víctor Gómez Pin.
- «Sin asiento en la Gran Jerga», por Miguel Herrero de Jáuregui.
- «Debilidad y fortaleza de la filosofía en España», por Norbert Bilbeny.
- «Por qué no existe la «Spanish Theory»», por Antonio Valdecantos.
- «Pensar no es cualquier cosa», por José Enrique Ruiz—Domènec.
- «Un asunto delicado», por Anna Caballé.
- «Una cultura que se desprecia a sí misma», por Ignacio Gómez de Liaño.
- «Una cuestión de fe», por Ana Rosa Gómez Rosal.
- «Las voces de las diversas periferias», por Sonia Contera.
- «Las dimensiones ocultas y el lado oscuro de la ciencia en España (que inventen ellos)», por Juan José Gómez Cadenas.
- «La obstinada singularidad ibérica», por Carlos Collado Seidel.
- «En las orillas del Sena», por Almudena Blasco Vallés.
- «La España de la insignificancia tecnológica», por Pablo Artal.
- «La excepción baladí», por Jorge Freire.
- «La periferia del imperio», por Raffaele Simone.
- «La quimera del oro: museo y campus universitarios», por Enric Bou.
- «¡Pinchemos la burbuja del español!», por David Fernández Vítores.
- «Complejo y melancolía quijotesca», por Carlos Varona Narvión.
Réplicas a La querella española
- «Filosofía española por el mundo», por David Teira.
- «La situación actual de la filosofía española en el contexto internacional», por Antonio Diéguez.