Cine y TV

‘Blade Runner’: lágrimas en la lluvia

Blade Runner. Imagen Warner Bros.
Blade Runner. Imagen: Warner Bros.

Despierto. A mi lado, la querida presencia de Rachel, todavía dormida. Escucho su respiración pausada, admiro la serenidad de su bello rostro. Remoloneo unos segundos antes de levantarme, saboreando las imágenes oníricas que todavía bailan en mi mente. Esta noche he soñado con un unicornio blanco. Puedo evocar su generosa crin agitándose al viento, el largo cuerno de marfil, los ojos mansos y profundos, su perfecta musculatura, con tanta precisión como si de verdad lo hubiera visto. Se me antoja, por un momento, que ese unicornio es tan real para mí como todo lo que me rodea. No es de extrañar. Desde que tengo uso de razón, sueño con un unicornio blanco. 

Sé que el unicornio no es real y Rachel sí lo es. Tan real como el niño de la foto que juega con sus hermanos, en una playa remota. Ese niño soy yo. El adolescente despistado que acaba de solicitar el ingreso en la Academia de Policía soy yo. El agente especial que se gana, a su pesar, la reputación de ser el mejor operativo del cuerpo, soy yo. El afortunado que sobrevive a su última misión y encuentra el amor de su vida, gracias a la inesperada generosidad de un androide, soy yo.

Pienso en Roy a menudo. En los otros también, pero sobre todo en Roy. En cierto sentido, era como si mi unicornio se hubiera encarnado en un NEXUS-5. Tan perfecto y poderoso como mi bestia mitológica, el clavo que atravesaba su mano cuando asió la mía, salvándome de caer al vacío, tan afilado como el cuerno del divino animal.

¿Por qué lo hizo? ¿Qué razones le llevaron a perdonar al hombre que había asesinado a todos los suyos? Supongo que nunca lo sabré. Supongo que nadie sabe nunca lo que pasa por la mente de otra persona. Aunque, estrictamente hablando, Roy no era una persona, sino un replicante. Una máquina de combate, cuyo programa no funcionaba correctamente. Una máquina que yo debía retirar, junto al resto de sus compañeros. Y lo hice, uno, por uno. Y sin embargo, él me salvó la vida.

Sí, recuerdo a Roy muy a menudo. Supongo que se atravesó la mano con aquel clavo para que el dolor lo mantuviera consciente unos minutos más. Lo santiguos cristianos creían en un Dios que se hacía hombre y moría semidesnudo, clavado en una cruz. Pero nadie crucificó a Roy, nadie excepto él mismo. Extraño mesías. 

Llueve en Los Ángeles. Llovía también aquella noche, mientras yo escapaba aterrorizado por los tejados de esta ciudad sin esperanza, huyendo de él. Llovía mientras intentaba un salto imposible y el agua resbalaba entre mis dedos, que no conseguían sujetarse al saliente que me separaba de la caída y la muerte.

Y entonces lo vi, desnudo, poderoso, elegante, ensangrentado, albino como mi unicornio, ángel y demonio a la vez, superando fácilmente la brecha que yo no había conseguido franquear. Llevaba un paloma blanca en la mano sana. Con la otra, con aquella que el clavo horadaba, asió la mía, en el último instante. Me alzó con facilidad, depositándome en el suelo anegado casi con delicadeza. Se sentó a mi lado. Sus ojos se clavaron en los míos, enormes e incendiados. 

He visto cosas, me dijo, que jamás podrías imaginarte. Naves de combate estallando en llamas, en las cercanías de Orión, láseres brillando en la oscuridad, cerca de las puertas de Tannhäuser…

Respiró hondo. Me dedicó una última sonrisa. 

Todos esos momentos, murmuró, se perderán, como lágrimas en la lluvia.

Es hora de morir. 

Sí, lo recuerdo a menudo. En el instante postrero, dejó escapar a la paloma, como liberando su alma. Pero Roy no tenía alma. No era más que un replicante. 

Llueve en Los Ángeles. Siempre llueve en Los Ángeles. Las fachadas de los edificios muestran imágenes sonrientes de geishas, los automóviles se desplazan a lo largo de los múltiples niveles de carreteras flotantes, volando sobre las calles inundadas en las que se hacinan los que quedamos aquí. El diluvio implacable nos uniforma, pero no somos todos iguales, no somos replicantes. Yo soy Rick Deckard, un Blade Runner retirado y puedo enumerar todo aquello que me hace único. Rachel, mis recuerdos… 

Y mi unicornio.

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