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Vivir a todo trenecito: sube a esta historia (si puedes) ¡y disfruta! (1)

Vivir a todo trenecito

No hace chacachá, ni chuchú, suena a motor de gasolina; huele, vibra y se calienta como motor de gasolina. No hay raíles, ni vías, ni andenes, ni catenarias, ni pasos a nivel, solo asfalto, neumáticos gruesos y veinticinco kilómetros/hora. Tal vez sea por esta limitación en su velocidad que en algunos lugares del mundo se le conoce como «tren de la alegría», porque rompe ese embrujo ferroviario por el cual una nostalgia inunda al pasajero medio de tren estándar, que, sentado en su asiento, mira al exterior mientras lee un libro, y piensa «Qué curioso, es como si aquí dentro el tiempo se hubiese suspendido, fuera, sin embargo, todo sigue, todo va rápido… [suspiro]». En un tren de la alegría, trenecillo, trenet, magdaleno, trenecito turístico, esto no pasa. Aquí se viene a disfrutar a tiempo real en vagones que sería más preciso llamar remolques, tirados por un tractor disfrazado al que preferimos denominar locomotora. Aquí se viene, en definitiva, ¡a vivir una aventurilla! —siempre en diminutivo—.

¡Pasajeros al magdaleno!

Desde Santiago de Compostela, Laredo, Santander, Tramacastilla, Marbella, Getxo, Salou, Cuzcurrita del Río Tirón, Mérida, hasta Salamanca, Alcalá del Júcar, Puerto de Mazarrón y Mallorca (entre muchas, muchas otras), toda ciudad, pueblo, e incluso no-lugar que se precie cuenta o ha contado con su trenecito turístico. Puede operar todo el año, funcionar solo en la temporada de verano para fomentar el turismo o tratarse de un «especial-Navidad» que impulse e incite al consumo. Algunos tienen un punto de salida y uno de llegada; su trayecto es un mero trámite, un medio para un fin; llegar al destino en el que comienza lo siguiente: la excursión, la visita, la estancia. Otros realizan un recorrido lineal o circular en el que el camino es lo que importa. El itinerario muestra y comenta los diversos atractivos turísticos; pasa por los monumentos, recorre el patrimonio y los hitos varios del lugar, o, en espacios naturales, se adentra en el paisaje hasta hacer que envuelva a los visitantes. A veces, sirve como transporte urbano (o rural) para subir o bajar cómodamente en sitios con cuestas, acercar cascos antiguos o núcleos alejados e incluso conectar municipios próximos. En ocasiones, ninguna de las anteriores, a veces, el trenecito es el propio atractivo, es la propia atracción turística, y solo se pasea entre despropósitos urbanísticos de ayer y hoy. La gracia, claro, reside ¡en poder verlos apretujado por desconocidos! ¡En poder verlos desde un trenecito!

Imagino que cualquiera que haga un poco de memoria encontrará algún recuerdo montando en un trenecillo. A mí me viene uno de infancia del trenet de Cullera. Era blanco con líneas azules, tenía una sirena de luz naranja encima de la locomotora que, aunque no hacía ruido, no paraba de girar e iluminarse como reclamo para turistas (y, supongo, también para que el último en incorporarse a la tremenda fila de coches que solía seguir al trenet supiese el motivo del atasco). Este subía hasta el castillo pero también pasaba por la cova del Dragut: la cueva en la que cuentan que el pirata Turgut Reis guardó su botín y se refugió cuando saqueó Cullera en 1550. Un lugar que, cuando yo era pequeña, estaba adscrito a un restaurante, porque siempre es mejor disfrutar de la historia con un buen bocadillo.

Primer intento

Collioure es un pueblo encantador y turístico (cerca de dejar de ser encantador para ser solo turístico si no lo cuidan, también es cierto). Tiene la belleza de lo pequeño, de estar abrazado por el mar, de las casitas de colores. Tiene la poesía y la huella del exilio español, con la tumba de Antonio Machado y de su madre, Ana Ruiz. Tiene la estridencia del fauvismo: Matisse y Derain pasaron aquí una temporada, cuando esto era la Ibiza de los pintores, y convirtieron al pueblo en un núcleo del arte pictórico. Por eso, entre tienda de jabón de Marsella y tienda de anchoas, se abren paso múltiples galerías de arte. Y por eso, aunque Collioure solo tenga alrededor de dos mil quinientos habitantes cuenta con su propio Museo de Arte Moderno. Lo visitamos después de ver la capilla de San Vicente, el barrio Mouré y tras comer unas galettes —porque son especialidad de la Bretaña pero somos turistas y on veux vivre l’expérience française! 

La última parada del viaje, por supuesto, consistía en tomar el Petit Train Touristique de la Côte Vermeille, que parte de Collioure, sube por el molino y atraviesa los viñedos que inundan esta zona hasta Port-Vendres, pero una tormenta se acercaba con violencia y el viento huracanado traía consigo pensamientos intrusivos del trenecito volcando. Pensé que no era el día de cogerlo y que no pasaba nada, que por trenecitos sería: «¡Bah, no pasa nada! ¡Por trenecitos será! Si hay o hubo en Santiago de Compostela, Laredo, Santander, Tramacastilla, Marbella, Getxo, Salou, Cuzcurrita del Río Tirón… ya cogeré otro más adelante». Cambié el traqueteo por un café a cubierto, un plan que parecía menos emocionante hasta que el camarero pensó que quería pagarle la consumición con un beso —ohlalàlalà!— porque no llevaba efectivo y, al parecer, bisous y Bizum, pronunciado por mí, se parecen bastante. Yo aprendí que el método de transferencia instantáneo en Francia se llama de otra forma y terminé pagando con tarjeta. Él aprendió que todo es relativo y, después del susto, la comisión del banco ya no le parecía tan importante. 

Los Booms

Es en la Panama-Pacific International Exposition, la Expo Universal que celebró la inauguración del Canal de Panamá y que tuvo lugar en San Francisco de febrero a diciembre de 1915, donde se tiene constancia del primer trenecito turístico del mundo: el Fadgl Auto Train. Fue fabricado para la ocasión y se utilizaba para desplazar a los visitantes entre los diferentes pabellones. Se trataba de un Ford T1 al que modificaron la carrocería para acercarlo un poco al imaginario locomotora y al que remolcaron los vagones. Es curioso que los asientos estaban dispuestos en perpendicular al conductor, es decir, que los pasajeros, felices y elegantes con sus sombreros como lucen en las postales, no se encontraban dispuestos mirando al frente, sino hacia los lados, con el propósito, imagino, de disfrutar de las mejores vistas para no perder detalle. Tras los once meses de exposición, el Fadgl Auto Train fue vendido a una empresa de Chicago y allí comenzó a funcionar como trenecito de paseo por Lincoln Park. 

Los documentos (muy escasos) hablan de otros trenecitos, como el de la Exposición Universal de París de 1937, pero ya apenas vuelven a aparecer hasta un par de décadas más tarde. Desde luego, todo apunta a que a España llegaron alrededor de los sesenta. Y tiene sentido, en esos años comenzaba a obrarse el milagro económico, en el que confluyeron el boom automovilístico y el boom turístico (entre otros booms, no se va a llamar milagro en vano). «Si en 1961 había doce coches por cada mil habitantes, en 1971 la cifra aumentaba hasta setenta y uno», cuenta Isabel Martín-Sánchez en «El Seiscientos, un símbolo social de la España del desarrollismo». Esta superproducción y este aumento en el consumo se dan en un clima de liberalización del mercado, cuando se comienzan a vender no solo productos, sino también ideas. Ideas como que un coche te hará libre y te dará autonomía. Un coche te llevará de vacaciones. 

En Bienvenido, Mr. Turismo. Cultura visual del boom en España, Alicia Fuentes Vega habla de un fenómeno característico de la literatura turística de posguerra, «las guías de viaje para conductores están muy extendidas a partir de los años cincuenta […]. Dicho subgénero de guías se ha relacionado con una automovilización de la mirada turística, resultante del milagro económico que caracterizó la recuperación europea tras la Segunda Guerra Mundial (Pagenstecher, 2006). Aunque el despegue del turismo de masas está íntimamente relacionado con el fenómeno del vuelo chárter y el paquete turístico, autores como Luis Fernández Fúster (1991:515) han insistido en la importancia del denominado “autoturismo” para la industria moderna de las vacaciones». 

Cuenta Fuentes Vega que las carreteras empezaban a ser mejores, ¡hurra por el turismo interno!, pero que a los extranjeros les gustaba —y, de hecho, en las guías se señalaba— la carretera secundaria, la gravilla, adelantar a carros tirados por burros y, en definitiva, lo que era llamado autenticidad pero significaba país más pobre y menos desarrollado. Por eso, hay un momento muy curioso visualmente que retrata la autora en el que la potencia desarrollista tiene que figurar —con, por ejemplo, imágenes de aviones gigantes en las postales— porque servía para blanquear la dictadura, pero sin abandonar el folclore y lo different del Spain que habían vendido. 

«El gran salto llegó entre los años 1957 y 1962, cuando el turismo extranjero no solo se expandió con más rapidez en términos económicos y cuantitativos, sino que también empezó a dejar huella en la conciencia nacional. Esta época coincidió con una fase de liberalización en la política económica. El régimen de Franco no dudó en explotar la economía del turismo para financiar la inflación y equilibrar su balance externo; de hecho, a finales de la década de los cincuenta, los ingresos turísticos ya se habían convertido en el respaldo más valioso del país para financiar reformas súbitas y drásticas. A principios de la década de los sesenta, la extranjerización de la costa ya era evidente. Procedentes de Alemania, el primero de estos núcleos fue el de Es Jonquet, en Mallorca, seguido de Tossa de Mar, en la Costa Brava, Tarragona y Alicante. En 1961 los inversores alemanes poseían entre dos y tres millones de chalets en España», explica Sasha D. Pack en La invasión pacífica. Los turistas y la España de Franco

Por supuesto, el trenecito era el artefacto perfecto para nacer del boom del automóvil y del boom del turismo. Es en torno a los años sesenta cuando comienzan a aparecer magdalenos en postales de Malgrat de Mar, Roses y Castellón. Aunque ha sido muy difícil descubrir cuál fue el primero, es probable que en el top tres se encontrase la Barqueta de Sitges, también conocida como «Fadrina». Este vehículo cumplía la función de trenecito, pero, en lugar de una locomotora, lo impulsaba una barquita algo inclinada hacia arriba, como si estuviese imponiéndose a una ola, a la que seguía un pequeño vagón cubierto. Una delicia de diseño que fue mutando con los años a carrocerías muy lejanas a imitar una barca y que, finalmente, y por desgracia, desapareció.

En 1966 el grupo paraguayo Los 3 Sudamericanos sacó un disco con Belter, la afamada discográfica de la época, en el que «Juanita Banana» era la canción estrella. Un temazo que sonaba (y sigue sonando) en cualquier guateque que se precie. En la carátula del disco, una fotografía realizada por Oriol Maspons y Julio Ubiña muestra a los tres componentes subidos en una locomotora verde chillón y amarillo pollo con detalles en rojo sangre nueva. Cada uno mira en una dirección pero todos saludan. Saludar es sin duda un must del trenecito turístico. En 1967 («Toma el tren para Clarksville / que yo te estaré esperando / desde ahora estoy soñando / con que llegue ese momento, corazón / oh, no, no, no, oh, no, no, no, turuturú») sacan nuevo disco y vuelven a posar, esta vez con la trasera del trenecito. Los tres nos miran sentados en el banco rojo, bajo un toldo rojo, apoyados en una barandilla azul. El signo de veinte kilómetros por hora luce circular por debajo de los artistas. Lo que es seguro, tras bucear en múltiples foros de trenes —la verdadera deep web—, es que este tren no los llevaba a Clarksville sino al rompeolas de Barcelona. Hoy, en el rompeolas, ya no hay trenet, solo cruceros, cruceros enormes.

(Continuará)

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