La tierra del verde (pero verde de narices, verde para no creer lo verde que es todo), de los leprechauns, de lluvia cada tarde, de pubs y cerveza color noche. Entre vientos del Atlántico y carreteras tipo sierpe. Leyendas, historias y palabras con sabor a sal.
Sean ustedes bienvenidos al sur de Irlanda.
Ferris, delfines y la lucha entre Carlos Núñez y David Foster Wallace
A Irlanda, desde Cantabria, tú vas en el Ferris. Que vale, nosotros salimos desde Bilbao, y tampoco ibas hasta Irlanda desde Cantabria, sino a Inglaterra desde Cantabria, pero jugamos un poco a la mímesis y sale…
El «Ferris» es cualquier barco de la Brittany Ferries. Cincuenta añucos, han cumplido, y por eso hicieron música conmemorativa. Todo el rato sonando, la música conmemorativa, oigan, pero como es de Carlos Núñez, y a mí todo este rollo celta me agrada, pues… Cuando yo era joven (cuando yo era aún más joven) lo del Ferris parecía casi ritual de paso, como las marzas y tu primer estío melopeico. Lo pillabas, al Ferris, en la estación marítima de Santander, y te ibas hasta Plymouth, que en aquel entonces era aventura comparable a lo de Elcano, más o menos. Y comprabas el billete más basicote, y te esperaban experiencias tipo mochilero, y luego volvías hasta Torrelavega y contabas a tus amigos que, jo, menudo viaje, menuda cosa el barco, tienes que ir, que no se te olvide, tienes que ir…
Y eso es el «Ferris».
Así que imaginen mi ilusión cuando nos fuimos hasta Rosslare en Ferry. Ya está, lo hice, soy uno más. Un adulto.
Bueno, a ver…
Adulto, lo que se dice adulto… lo fui hasta el buffet libre. Porque en el ferri tienes buffet libre (rollo crucero, con sus pulseritas y todo, pulseritas como las que se deja su cuñado Jesús José, el hortera, para dejar bien claro que estuvo en tres festis este ve-ra-ni-to), y un buffet libre es algo muy serio, un buffet libre es como una romería… renuncias consciente a la dignidad, pero guardando siempre algo de fuerzas, porque lo mejor puede que esté en camino. Lo mejor. El plato excelso, las tres seguidas de Barricada. Hasta entonces fui persona respetable, tras el buffet…
Ay.
El sitio es agradable, oigan. Hay techos de madera, y ventanas grandísimas, hay butacas con tapiz azul, moqueta (es salir del Cantábrico y la moqueta se multiplica como los paliduchos quemaos). También decoraciones típicas de los diferentes lugares que comunica el barco… hay hasta Meninas-de-esas (saben qué tipo de Meninas) recordando España, y tenemos británicos moderadamente ebrios y desinhibidos en representación de las islas.
El café es bueno, y si el café es bueno nuestro mundo es lugar mejor.
Digamos que la entrada fue un poco regu. Una cosa maravillosa que tiene el Ferris es que es muy dog friendly, pero mogollón de dog friendly. Es tan dog friendly que hasta tienen pasillito en la cubierta del barco para que los canes estiren las patas y escatologicen a gusto. Pero escatologizar no en plan «hablemos sobre el fin del mundo», sino escatologizar de lo otro. Que es guay y está muy bien pensado. Pero es que, por puro error, acabé allí en mi primer paseo por el bote, y no pintaba bien el asunto. Luego ya sí, luego ya guay, pero qué ratito malo.
Quizá no debí leer ese libro de David Foster Wallace justo antes de venirnos al viaje. Te pone el ojuco en plan cinismo posmo.
Porque anda que no hay cosas para que disfruten ustedes. Paisanaje, por ejemplo, con septentrionales tomando el sol en posturas a cual más desmadejada, tono de burger cangreburger poco hecha, sus calvas sudorosas, sus torsos peluditos, su sandalias y calcetines. ¿Sí? ¿A que reconocen los tópicos? Pues son, y están. Como están las animaciones. Oh, sí, las animaciones. Yo, de natural puro pudor, digiero mal estos asuntos, pero comprendo que son necesarios, que distraen a la chavalada, que, situación anómalísima, incluso pudieran llegar a divertirte. Vamos, que el problema es mío (remítome a lo de Foster Wallace), porque había un talent contest de mascotas (imaginen, perros dando la patuca o ladrando el «La, la, la» de Massiel), un talent contest de niños (igual, pero con trucos más curraos), una miaja de karaoke, un «averigüe la peli», un trivial, un concierto «venga, todos juntos». Una orgía kitsch, vale… pero si la gente ríe a carcajadas yo lo doy por bien empleado.
(También es que vi delfines. Delfines. A mogollón, desde el barco, durante un ratín grande. Delfines que saltan, que juegan que acompañan. Delfines, qué bonitos los delfines. Dame delfines y todo me parecerá guay).
Dos apuntes más: los pasillos, los pasillos del ferri. Que son estrechos y enmoquetados, son pasillos modelo Overlook, pero sin fantasmas (o yo no vi, ojo), pasillos donde ronronean motores. Y el segundo detalle es más teoría. La del «desconocido familiar». El desconocido familiar es ese paisanuco que en viajes como el del ferri (viajes con muchos pasajeros, pero número limitado) ves mogollón de veces, pero mogollón de narices, mogollón rollo «no es casualidad que vea tantas veces al paisanuco, creo que hay una teoría detrás, una certeza, una tendencia».
Ni idea de las explicaciones, pero algo hay.
Ah, llegamos a Irlanda.
Vikingos y cobre
A veces los detalles dicen mucho de un país. Mucho. Todo.
Dos, nada más tocar tierra. Un cartel que anuncia, cara al domingo, carreras: coches clásicos, tractores. Segundo, los cuervos. En Irlanda hay muchos cuervos, y son cuervos grandes, y a ratos grises, son cuervos como los de las Islas Feroe, son cuervos de septentrión, cuervos que quieres llamar Hugin y Munin, que les quieres decir Badb y Morrigan. Ese tipo de cuervos. Ah, alrededor verde. Pero muy verde. Cien tonos de verde. Verde esmeralda, verde mullido, verde prao, verde brezo, verde matojos, verde árboles que caen sobre la carretera como gatitos al ratón. Esos verdes, y más. Vengo de Cantabria, así que estaba cromáticamente preparado… Pero es que esto es increíble.
Vale, asunto vegetación, para que se hagan ustedes cargo. Pisar la hierba en Irlanda es una experiencia distinta. Porque parece que caminases sobre esponjas (o sobre nubes, si son de natural poético), porque los pies van suaves, porque tienes debajo la alfombra más confortable del mundo mundial. En serio, si ustedes solo conocen el césped de la «urba» vengan por Irlanda. Es sensación deliciosa, es como descansar sobre almohadones y cuentos, es hierba mullidita cual tarta de zanahoria recién hecha. Luego están los árboles, y las cunetas, y las carreteritas. Que lo cito todo junto porque, muchas veces, acaban por confundirse. Los caminos son estrechos, angostos, caminos que te haces a velocidad baja, caminos que disfrutas más que recorrer. Los caminos son estrechos, angostos, y aparecen enmarcados por plantas de todo tipo, plantas que no crecen en los márgenes, sino que son los márgenes. A veces ves algún bardal, sí, pero lo que más contemplas es flores. Flores azules, y flores moradas, y flores naranjas, o amarillas, o rojas, o de verde con mil tonos. Esas flores. En cuanto a los árboles… a ver, cómo decirles. Son tan espesas sus copas, son tan abundantes sus ramas, hay tanta densidad que… bueno, que deben cortarlos cada poco, porque invaden inmisericordes el asfalto. Y quedan, así, mil túneles enmarcados en esmeralda-hoja por todo el sur de Irlanda, túneles que huelen a hierba bajo lluvia, que se mecen suaves como la barba de un abuelo. Lo ves allí, al fondo de una recta, y pareciera que entras en la guarida del leprechaun, en tres párrafos de Padraic Colum.
Solo por estos túneles merecería la pena venir hasta Irlanda.
Igual pensaron los vikingos en túneles verdes. Igual, yo ni idea, pero tampoco voy a descartarlo. Eso o las riquezas, la tierra fértil, el porvenir esplendoroso. «Irlanda es casi la mejor de las tierras conocidas por los hombres (…) Se halla en una parte del mundo tan templada entre el calor y el frío que nunca hace demasiado calor ni demasiado frío», cuentan en el Konungs skuggsjá, allá por el 1250. Claro, dile tú eso a un normando, oiga… te monta drakkar en tres tardes. Así que levaron anclas, surcaron mar tenebroso, llegaron a una costa dulce y glauca, empezaron a establecer longphorts primero, luego ciudades. Hay tres (Wexford, Waterforod y Kilkenny) que están al sudeste de la isla y les dicen el triángulo vikingo. Bien merecido llevan mote.
Waterford, por ejemplo, comentan que es la ciudad más antigua de la isla, y lleva con orgullo su normandicidad. Con mucho orgullo. Con demasiado orgullo, dirá alguien. Vamos, que nos fuimos hasta el Museo Vikingo de Waterford, y allí nos recibió el guía (vestido de época, barba larga, rubio, ojos azules). El guía, que tenía voz ronca y mezclaba explicación con cierta teatralidad. Yo, muy cuco, pregunté: ¿mataremos cristianos hoy? Él me observa, se le encienden los ojos, sonríe con mueca tipo Vinnie Jones. Yaaaa, dice, guturalmente. Silencio. Silencio. Silencio. Ok, acepto barco, finjo bromas. Guay.
Waterford tiene callejuelas estrechas, muros medievales, museos para aburrir (que no aburren). En Waterford hay, por ejemplo, un Museo de la Muerte, que siempre reconforta, tú, un Museo de la Muerte (uno donde hay, verbogracia, la clásica habitación irish de los sesenta, con sus postales del papa, sus estampitas de la virgen y su tele en blanco y negro repitiendo, bucle, el entierro de Kennedy, irlandés como el que más, iconografía kitsch XXL). Y árboles con tallas (falsas) tipo «Odín in tha Yggdrasil, oh yeah». También un ajedrez gigante en mitad de la plaza, un ajedrez gigante con aire al de Lewis donde juegan niños que no saben de aperturas vienesas, pero se lo pasan pipa.
A las afueras de Waterford encontramos un puente precioso, un puente que dormita desde la Revolución Industrial, un puente que es de color encarnao, y tiene óxido, un puente extemporáneo entre vegetación salvaje, un puente que era viejo cuando Joyce se hacía el interesante poniendo morritos a la cámara.
Vemos el puente y tiramos a la Costa del Cobre.
La Copper Coast es cosa de impactar, salvo si la haces entre nieblas, con las luces del auto encendidas plan loquísimo, lluvia, vientos huracaneantes y menos vistas a los acantilados que en una peli de Spike Lee. Vamos, que no era muy color copper, sino más bien grisácea. Eso sí, la vimos divinamente, porque íbamos a paso de tortuga, mitad por fe en que despejase, mitad por «oye, más despaciuco, que no manejas el sitio». Allí la niebla venía del mar, y humedece piel con olor a jargo (lo que en otros lugares dicen «olor a anchoas de las que anuncia Revilla»). El paisaje, cuando asoma, es de drama. Pero de drama guay, de drama tipo Friedrich, de drama romántico, más Thomas Moore que Corín Tellado.
A veces surgen antiguos restos de minas junto a la carretera, casetas sencillísimas que convirtieron en «lugar de interpretación» o aun están en uso, con sus grafitis sobre el murete, sus pegatinas de monstruos, sus dibujines que reproducen tractores color rojo y azul. Qué bonitos son, sí, los tractores color rojo azul.
Ah, en un recodo de la Copper Coast, en uno donde puedes parar el coche, no más grande que baruco de modernos, vemos imagen casi de ciencia ficción. Dos chavales, dos chavales que no llegan a los veinte años, uno con la camiseta del Barça (Lionel Messi, por si quieren precisión), el otro de aire desgarbadete… dos chavales, allí, jugando al hurling. Oh, sí, rugen los océanos, silba el viento en oídos, arroja con furia el Mare Tenebrarum gotitas de sal y fresco sobre nuestras faces… Y ellos, allí, jugando al hurling. Joder, que no se les caiga la pelotita, porque baja cien metros en picao, porque queda flotando entre olas blancas y verdes, porque termina (dos días, a lo sumo) entrando por Ellis Island. El hurling es uno de los cuatro deportes gaélicos (con el fútbol gaélico, el balonmano gaélico y el rounders), así que igual tiene el asunto algo de reivindicación, porque estas cosas debes hacerlas en su elemento natural, entre borrascas y galernas. Allí están los chavales, con su palo en forma de cuchara (se le dice hurley), con su pelota chiquitina (es una sliotar), pasándose el asunto como si jugasen a las palas en mitad de cualquier arenal, con habilidad inmensa, con nervios gélidos. Joder, yo estoy temblando y ellos casi dibujan arabescos.
Qué mal repartido está el mundo.
Tés con el dedo estirado, pubs de cerveza grande (y brujas)
Otra cosa que tienen en Irlanda es jardines. A ver, toda la isla es un inmenso (inabarcable, bello, feroz) jardín, pero aquí hablamos de jardines como ustedes piensan. Bueno, igual no tanto, porque esto son, más bien, bosques con mil especies, no los parterres de su tía abuela Eustaquia.
¿Ejemplo? Pues Mount Congreve. O los Woodland Gardens de Mount Congreve. La clásica familia con muchas generaciones. Pero muchas. Casa de campo tipo Los Bridgerton, pero sin inclusión racial. Y bosques, y árboles, y plantas. Hectáreas de bosques, y árboles, y plantas. Hay magnolios sinnúmero, hay alcachofas grandes como cabezas de bebé en Innsmouth, hay caminos, y cagigas, y huele todo como Cantabria, un poco a petricor, un poco a cosas verdes, y también hay campánulas fucsias, y escaramujos, y hayas, y alces. Hay, incluso, un sitio de esos donde ponen el té como en las pelis de Anthony Hopkins, con sus pirámides de pasteles, sus sándwiches, su dedo estirado, porque tú te tomas ese té y debes estirar el dedo, imposible no estirar el dedo.
Tramore es distinto. En Tramore ves el océano gris, y acantilados dramáticos, y perros mojados, y un paseo marítimo con atracciones, y luces, y mucha gente divirtiéndose entre el gusano loco y los coches de choque. Hay, además, una iglesia gótica allí, en lo alto, una iglesia gótica de piedra oscura, de arcos ojivalísimos y vidrieras apagadas rollo Frank Miller. Tramore es, por si ustedes aún no se dieron cuenta, el pueblo de Jóvenes ocultos, solo que sin vampiros (al menos que yo viese). Me abstuve de preguntar al respecto, porque si algo aprendí leyendo a Tana French es que los irlandeses son irónicos hasta decir gabh mo leithscéal (o «disculpe», pero en gaélico).
El gaélico es, aquí, importante. Tú vas por las carreteras del sur (carreteras estrechitas, carreteras con muros de vegetación, carreteras que son curva y curva, carreteras que te hacen pensar muchísimo por el tema ese de conducir al revés) y todos los pueblos, todas las señales, aparecen en ambos idiomas. A las zonas donde se habla gaélico les dicen gaelchataí, y por allí, en la Irlanda meridional, hay unas cuantas. Así que ves vacucas y son bó, vas a la península de Dingle y realmente pisas Corca Dhuibhne, descansas en Killarney para pisar el pub y todo aparece rotulado como Cill Airne. El gaélico suena a hierba recién segada (ese olor, ese olor), suena dulce, suena a mar y tardes larguísimas en invierno, viendo llover tras los cristales…
En el pub, seguramente, ya les dije. Porque aquí tienen auténtico fervor por los pubs. El O’Flaherty’s de Dingle (Ua Flaitbeartais, ponía debajo). Las destilerías de whisky (que son pubs con esteroides). O el Kyteler’s Inn, en Kilkenny. Este, además, tiene historia antigua (es del siglo XIV) y agitada (la tal señora Kyteler era bastante bruja, según cuentan… bruja de hechizos, aclaremos, decían que cocinaba cerebros de niños sin bautizar, pero, en principio, eso no aparecía en el menú). El sitio merece mucho la pena, porque conserva partes como estaban hace setecientos años… y las otras tienen decoración kitsch-antigua-edadmediacomonofuelaedadmedia. Hay lámparas de esas con seis brazos y seis bombillas (pero bombillas que imitan blandón), hay un horror vacui delicioso entre trombones, bicicletas decimonónicas, máquinas registradoras de los años veinte y chimeneas. Hay muros gruesos como de castillo (de castillo donde encierras brujas, se entiende, castillo otrantesco), hay banderas ajedrezadas en negro y ocre (son los colores del condado), hay armaduras, hay falsos adornos góticos. Joder, solo falta un maniquí femenino con gateque… espera, aquí tienen, con gateque, con rana y hasta con escoba de bruja. Qué decepción. También tienen una parte realmente histórica, con bóvedas, techos muy bajitos, arcos apuntados, columnas talladas… Allí los carteles traen aire a lo decadentismo literario, con Le Chat Noir omnipresente. Fuera, sobre el adoquín, está el portón, y un semicírculo como neumático de tráiler, y dóricas muy discretas. Todo es de piedra gris.
Ah, el Kyteler’s Inn se llama, realmente, Osta Kyteler, y está en Sráid Chiaráin (o Saint Kieran’s Street).
Porque, como les dije… en Irlanda el modo en que nombras a las cosas es importante.
Así lo susurra el viento.