Arte y Letras Historia

Un terrible descubrimiento

Un terrible descubrimiento.
Ana María Martínez Sagi en Cannes. Fotografía: Ingeborg Ruben.

Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down #48 «Exploradores», ya disponible.

A finales de los años noventa, tuve el honor de recuperar la figura completamente olvidada de la escritora catalana Ana María Martínez Sagi (1907-2000), a quien llegué a tratar personalmente, cuando ya era nonagenaria. Su testimonio, puesto ya el pie en el estribo, me sirvió para escribir una obra titulada Las esquinas del aire, que se publicaría un par de meses después de su muerte. De este modo, aquella mujer de plurales talentos (poeta, periodista, deportista, pionera del feminismo…), pudo ser conocida. Pero aquella obra, como luego iría descubriendo, contenía muchas lagunas e imprecisiones, muchas omisiones conscientes o involuntarias, muchos recuerdos fabulados o embellecidos por la anciana Martínez Sagi que precisaban una ardua labor de discernimiento. Nuestra memoria, por vigorosa que sea, está llena de terribles lagunas, que a veces pueden ser oceánicas, y nunca actúa como un notario neutral, sino a instancia de parte. No solamente por ocultar aquello que nos perjudica o magnificar lo que nos beneficia, sino por resortes mucho más complicados, que tienen que ver con la percepción casi siempre errónea que tenemos de nosotros mismos, con la imagen que sobre nosotros mismos deseamos legar a la posteridad.

Descubrí también con desasosiego que todos los errores e inexactitudes contenidos en Las esquinas del aire habían sido propagados por doquier, en multitud de acercamientos divulgativos o sedicentemente académicos, de forma completamente acrítica en muchos casos, a veces incluso con el claro propósito de acomodar la figura de Martínez Sagi a los estereotipos ideológicos vigentes. Así fue como decidí lanzarme a una investigación concienzuda que expurgase la biografía de aquella mujer de elementos espurios (y a la postre deformadores) y aportase los fundamentos precisos para una apreciación mucho más atinada de su obra. Reconstruir minuciosamente la accidentada biografía de Ana María Martínez Sagi, en especial los largos años de su exilio, me obligó a visitar decenas de archivos públicos y privados —hasta más de ochenta—, tanto en España (especialmente en Cataluña) como en Francia y Estados Unidos, también en otras naciones europeas y americanas. Así logré reunir una ingente y muy valiosa documentación administrativa y policial, alusiva no solamente a Ana María Martínez Sagi, sino también a algunos de sus compañeros de exilio, que me permitió escribir una biografía mastodóntica de la autora, El derecho a soñar, presentada como tesis doctoral en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense; una documentación, posteriormente, también nutriría muchos pasajes de mi reciente y venidera novela Mil ojos esconde la noche, ambientada en el París ocupado por los alemanes (1940-1944).

Muchos de esos documentos jamás habían sido contemplados por otros ojos que los míos, después de que oscuros gendarmes los redactaran hace ochenta años; otros se habían paseado por medio mundo, confiscados primero por los invasores alemanes y trasladados a Berlín en 1940, donde fueron a su vez saqueados por los rusos y transportados hasta Moscú en 1945, desde donde volvieron a Francia a finales del pasado siglo. Me tropecé con documentos procedentes de los campos de concentración franceses, donde los exiliados españoles sufrieron vejaciones sin cuento, que se desmenuzaban entre los dedos, oxidados por décadas de humedad y desidia. Y descubrí, además, algo terrible y angustioso.

Una de las primeras localidades francesas en las que Ana María Martínez Sagi residió efímeramente, en las primeras semanas de su exilio, fue Toulouse (o Tolosa de Languedoc), capital del Alto Garona, que llegó a ser designada la «quinta provincia de Cataluña», por los muchos miles de exiliados catalanes que decidieron quedarse a vivir en ella. Pero, antes de que se convirtiese en el lugar de residencia elegido por muchos catalanes, Toulouse o Tolosa de Languedoc se convirtió durante los primeros meses de 1939 en cónclave de una auténtica colonia de intelectuales, periodistas y artistas, antes de su dispersión por los infames «campos de internamiento», por otras ciudades francesas (todos aspiraban a llegar a París, pero pocos lo consiguieron) o por los caminos del mar. Me las prometía, pues, muy felices cuando acudí al archivo departamental del Alto Garona, con sede en Toulouse, para documentar la presencia de Ana María Martínez Sagi en la ciudad.

Como antes había acudido a otros archivos departamentales franceses, conocía bien el tipo de documentación que allí podía encontrar: fichas y expedientes policiales, libros de registro en los que se consignan todas las entradas y salidas de los exiliados, salvoconductos y otras cédulas identificativas (muchas veces, cuando caducaban, la prefectura de policía las requería a sus tenedores y las guardaba en sus archivos), comunicaciones entre los exiliados y la prefectura, censos, partes médicos, listas de traslados a los «campos de internamiento» y, con un poco de suerte, informes de seguimiento de elementos juzgados peligrosos o «indeseables», según la jerga introducida por el ministro francés Albert Sarraut, que permiten conocer con detalle su atribulada existencia. Toda una geografía policial, en fin, donde se constata fácilmente que nuestros compatriotas recibieron un trato vejatorio por parte de los apóstoles de la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Pero en el Archivo Departamental del Alto Garona me aguardaba una muy desazonadora sorpresa. Cuando inquirí si contaban en sus índices informatizados con alguna referencia a una exiliada española llamada Ana María Martínez Sagi, una archivera bisoña y sin duda desprevenida, tras realizar la pertinente consulta, me respondió que, en efecto, contaban con un dossier a nombre de aquella mujer, que se hallaba entre la abundante remesa de «expedientes depositados por la prefectura de policía en este archivo». La noticia me colmó de momentánea felicidad; pues, aun suponiendo que tal dossier constase únicamente de una simple ficha identificativa, iba a poder conocer como mínimo la fecha exacta de llegada de Martínez Sagi a Toulouse, su domicilio en la ciudad, si iba sola o acompañada de alguna otra persona, si contaba con algún «fiador» que la hubiera hospedado en su hogar y garantizado su manutención, así la duración de su estancia en Toulouse y el lugar al que luego partiría voluntariamente o a la fuerza, en cumplimiento de las ordenanzas ministeriales. Y con un poco de suerte, a esta ficha elemental podían sumarse otros documentos con informes complementarios, quién sabe si incluso alguna carta manuscrita de la propia Martínez Sagi explicando sus tribulaciones recientes, lo que podría haberme aclarado algunos puntos oscuros de su marcha de Cataluña.

Solicité a la archivera la signatura o referencia topográfica de ese expediente, que me confió con desprevenida pachorra: «2752 W 155, dossier número 8105». «Pero… —añadió— este expediente acaba de ser destruido siguiendo la reglamentación vigente». Me quedé estupefacto, antes del derrumbe moral; o, más que estupefacto, incrédulo de que existan «reglamentaciones vigentes» que permitan la destrucción de expedientes policiales custodiados en un archivo público; expedientes, además, que documentan un episodio trascendental (y especialmente penoso) de la historia europea. La archivera se cerró entonces en banda, repitiendo una y otra vez la monserga de la «reglamentación vigente». Cuando logré sobreponerme a la consternación, solicité los expedientes policiales de otros escritores catalanes que, según nos constaba, habían también residido en Toulouse durante aquellos primeros meses de 1939: Sebastià Gasch, Anna Murià, Xavier Benguerel, Armand Obiols, la propia Mercè Rodoreda… Todos habían sido arrasados; pero para entonces la archivera ya se había dado cuenta del error cometido al revelarme su destrucción y permitirme descubrir que había ocurrido muy recientemente, puesto que todavía guardaban en sus sistemas informáticos las referencias de catalogación. Probé entonces a pedir libros de registro, visados, salvoconductos y permisos de residencia; pues me constaba, por anteriores pesquisas realizadas en Francia, que no hay archivo departamental que no cuente con este tipo de documentación. Y en el archivo de Toulouse, en efecto, contaban también con ella, pero datada a partir de 1940 (es decir, cuando ya el grueso del exilio intelectual catalán había abandonado la capital del Languedoc). Toda la documentación de la prefectura de policía referida a 1939 había sido destruida indiscriminadamente al amparo de aquella dudosa «reglamentación vigente» que, en cualquier caso, ampara la más indigna iniquidad; y ni siquiera se habían molestado en hacer copias digitales de todo aquel material valiosísimo, antes de perpetrar el estropicio.

Advertí de la trágica destrucción al cónsul español en Toulouse, Santiago Martínez-Caro, que al principio no quiso creerme pero enseguida se escamó, al comprobar que la dirección del archivo rehusaba reunirse con él (o al menos se resistía a hacerlo). Algunos días más tarde Martínez-Caro me confirmaría en conversación telefónica que, en efecto, estos expedientes de 1939 habían sido destruidos unos pocos meses antes, juzgándose —horresco referens— de escaso valor (al parecer, una ley francesa permite a los archivos deshacerse de fondos con más de ochenta años de antigüedad, si una comisión de expertos así lo dictamina). Al cónsul Martínez-Caro le importaba, sobre todo, aclararme que nadie le había notificado aquella destrucción; pero, a pesar de su completa inocencia, se esforzó llamativamente en suplicarme que no hiciese público tal desmán, que sin duda comprometía al Gobierno español, celosísimo de mantener viva la llamada «memoria histórica».

No hice público aquel episodio ignominioso, no porque el cónsul Martínez-Caro así me lo hubiese suplicado, sino más bien porque, pasada la impresión primera, el mero hecho de evocarlo me producía infinita lástima e infinito asco; y, además, estaba demasiado ocupados en proseguir mis pesquisas sobre Ana María Martínez Sagi en otros archivos franceses. Pero acabé contando tan sobrecogedora experiencia a Jesús García Calero, jefe de Cultura de ABC, que denunció el atropello desde las páginas del diario en febrero de 2020. Por supuesto, el cónsul Martínez-Caro calló entonces lo que me había confirmado algunos meses antes por teléfono; aunque reveló a los periodistas de ABC, exigiendo a cambio garantía de confidencialidad, otras informaciones que dejaban en un lugar indecoroso a los responsables de la Secretaría de Estado de Memoria Democrática. Las informaciones aparecidas fueron a los pocos días desmentidas por la mencionada Secretaría de Estado, en un comunicado que se hizo público a la vez que una noticia publicada por el diario El País, en la que el gobierno español ofrecía una delirante «versión oficial», de consuno con los archiveros tolosanos. En aquella «versión oficial» se afirmaba que la destrucción de documentos (que no podían negar) se había perpetrado… ¡más de veinte años atrás, allá por 1997! De este modo, la fechoría perpetrada por los archiveros de Toulouse quedaba impune, en caso de que alguien la denunciara ante los tribunales, por haber prescrito legalmente; y la posible culpa in vigilando del Estado español se repercutía sobre el muy socorrido José María Aznar, presidente en una época en la que, además, no regía ninguna Ley de Memoria Histórica.

Se trataba, en fin, de un «relato» muy alevosamente aliñado que salvaba las responsabilidades de unos y otros. Y también de una mentira muy burda que no aguantaba ningún análisis. Pues si desde 1997 ningún investigador había advertido una destrucción archivística de tal magnitud quedaría demostrado que en España hay menos investigadores auténticos que justos en Sodoma y Gomorra. Y que el archivo departamental del Alto Garona guardase todavía en su sistema informático las referencias topográficas de expedientes destruidos veintitrés años atrás (cuando lo más probable es que por entonces ni siquiera tuviese informatizada la catalogación de sus fondos) demostraría que sus funcionarios son los más negligentes del planeta. Para completar el guiso, el diario El País incluía declaraciones de la directora del archivo tolosano, Anne Goulet, quien afirmaba que los documentos destruidos eran «administrativos y no policiales»; lo que, más allá de otras consideraciones, prueba que los franceses siguen cultivando el «negacionismo» de las atrocidades que perpetraron contra aquellos «extranjeros indeseables» venidos de allende los Pirineos, a los que desde el primer momento aplicaron medidas policiales severísimas.

Resulta, en verdad, de un cinismo insuperable calificar de «documentos administrativos» los expedientes elaborados en las prefecturas de policía, en donde la expedición de cualquier permiso o la emisión de cualquier informe se realizaban en cumplimiento de una pavorosa legislación que otorgaba a aquellos extranjeros un trato en muchos aspectos más inmisericorde y deshumanizado que el que prestaba a los esclavos el derecho romano.

No hay que descartar que, cuando la archivera tolosana calificaba de banales «documentos administrativos» papeles oficiales en los que se prueba que los exiliados españoles eran deportados a «campos de internamiento», o limitados al máximo en su libertad ambulatoria, o separados cruelmente de sus familias, o sometidos a una vigilancia atosigante, estuviese subconscientemente tratando de ocultar —de negar— las muchas vejaciones que Francia infligió a aquella muchedumbre desvalida y famélica. Pero todo este delirio insostenible fue impuesto como «verdad oficial». No hubo ni un solo investigador o estudioso de la época, ni asociación reivindicadora de la «memoria histórica», que rechistara. Así de alegremente puede sepultarse la verdad, así de impunemente puede destruirse la memoria del exilio catalán en Francia. Y contra tanta mentira e impunidad nada puede hacerse, porque son hegemónicas e inatacables. Pues, aunque alguien las conteste, se le puede acallar muy fácilmente en época de tanto ruido. Se impone la «versión oficial» y «lo demás es silencio», que diría un personaje hamletiano.

Aquella documentación valiosísima ha sido destruida para siempre. Pero en otros muchos archivos departamentales franceses he hallado miles de «documentos administrativos» de exiliados españoles que jamás habían sido antes consultados, en un estado de conservación deplorable, a veces entremezclados con documentos de otra naturaleza, a veces de un papel tan ácido y deteriorado que se hacía añicos a la más mínima manipulación. Convendría que el Estado español destinase alguna partida presupuestaria para asegurar su digitalización, no sea que los franceses, al amparo de la legislación vigente y previo dictamen de una comisión de expertos, decidan hacer con ellos lo mismo que hicieron en Toulouse con la preciosísima documentación del exilio español referida al crucial año de 1939.

SUSCRIPCIÓN MENSUAL

5mes
Ayudas a mantener Jot Down independiente
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 
 

SUSCRIPCIÓN ANUAL

35año
Ayudas a mantener Jot Down independiente
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 
 

SUSCRIPCIÓN ANUAL + FILMIN

85año
Ayudas a mantener Jot Down independiente
1 AÑO DE FILMIN
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.