Arte y Letras Literatura

Un desconocido llamado Ángel Vázquez

Ángel Vázquez. (DP)
Ángel Vázquez. (DP)

En el mundo literario —también en el artístico, en el cinematográfico, en el teatral…— se padece un virus que podríamos llamar «virus hípico» que consiste en confundir a los autores con caballos de carreras y echarlos a competir unos con otros. Así el autor que comienza se encuentra en un hipódromo rodeado de autores que empiezan y si se da el caso de que pasa de ronda se le echa a competir con autores de generaciones anteriores: cuando quiera darse cuenta de que se pasa el día dando vueltas a la pista, verá que es adelantado fácilmente por caballos más jóvenes cuando él se creía aún recién llegado. Hay un hipódromo superior, que es aquel al que se derivan los caballos más o menos ganadores o mejor clasificados de las carreras precedentes: ahí los caballos ya no corren, solo se lucen ante la admiración del público contemplativo. Es el canon. Los académicos, los periodistas, los han escogido para lucir las galas de la representación nacional —sin que nadie se pare siquiera a preguntarse qué será una literatura nacional— y parece a todos tontería ponerse a discutir si Lope de Vega es mejor que Calderón o Valle-Inclán que Azorín

¿A qué viene todo esto? Ah sí, Ángel Vázquez. ¿Por qué casi nadie sabe quién es Ángel Vázquez? Pues porque no pasó al hipódromo de los elegidos. Cuando sale su primera novela los caballos con los que tiene que competir son bastante imponentes: Juan Goytisolo, Juan Marsé, Ana María Matute, Carmen Martín Gaite. Pero su primera novela, Se enciende y se apaga una luz (que acaba de recuperar la editorial El Paseo en edición de Rocío Rojas-Marcos) obtiene el Premio Planeta. ¡El Premio Planeta con una primera novela! Claro que entonces todavía no había en España televisión y por lo tanto no había presentadores de televisión y por lo tanto no podían darle el Premio Planeta a presentadores de televisión. La manera en la que Vázquez obtiene el premio es de chiste, lo nunca visto. En realidad no lo gana a la primera: el jurado escoge ganadora una novela de Concha Alós, pero cuando se hace público el fallo el editor de Plaza y Janés monta el cólera y avisa de que esa novela está contratada por su editorial y amenaza con querellarse, y Lara, después de ver el contrato en el que en efecto la escritora compromete su novela con Plaza y Janés, le retira el Premio Planeta y hay una nueva reunión del jurado en el que ahora sí, se lo dan a Ángel Vázquez. (Concha Alós ganaría el premio con su siguiente novela, siendo así la única criatura que ha ganado el Premio Planeta dos veces, lo cual tampoco ha impedido que esté olvidada). Concha Alós, Ángel Vázquez, Dolores Medio: estamos hablando de autores que publicaban en Destino, Planeta, que tenían su público, que recibían el aplauso de la crítica, pero sus caballos no eran lo suficientemente potentes para atraer la atención de la academia y pasar de hipódromo. Ahora se están recuperando gracias a que pequeños sellos independientes están haciendo un meritorio esfuerzo por okupar el hipódromo de los canónicos, a los que nadie lee y por eso mismo nadie discute. No deja de ser raro que autores que publicaron en Planeta o Destino o Seix tengan que fiar toda su suerte futura en sellos como Amarillo Editora o El Paseo. Ya les adelanto que no les va a servir de mucho porque para hacerse un hueco en el hipódromo de los grandes hace falta mucho esfuerzo periodístico —el último caso que se conoce de alguien que no tenía sitio en el canon y se lo ha hecho es el de Chaves Nogales

Lo de Ángel Vázquez tiene especial inquina, creo yo. Rocío Rojas-Marcos acierta a definirlo como un hombre sin suerte al recorrer una biografía que tiene escenas kafkianas: su madre tenía un comercio y confeccionó una jaula en la que metía al niño y lo elevaba y allí el crío se pasaba las horas escuchando las conversaciones de las clientas, lo que le deparó ese oído prodigioso para el habla del que luego haría gala en sus novelas. Se enteró que había ganado el Premio Planeta cuando estaba en Casablanca buscando trabajo, comiendo a base de bocadillos, durmiendo en una pensión. En Tánger, de donde era, patria que late en todos sus libros, había acumulado tal cantidad de deudas que el dinero del Planeta se lo gastó en el viaje de vuelta de Barcelona a Tánger devolviendo lo que le habían ido prestando sus amigos de Barcelona o Madrid —entre ellos, a quien más quiso y tanto le ayudó e influyó, Carmen Laforet. Son impagables las imágenes del NODO que recogen el momento de la entrega del Premio Planeta, con el ministro Fraga entregándole el fajo de billetes y el escritor como no dando crédito a aquello y tratando de devolver el dinero ante el estupefacto ministro que tiene que insistirle al escritor que el dinero es para él. 

La novela retrata en estampas la vida cotidiana de una niña-muchacha-mujer, Cristina, en la que no es exagerado reconocer algunos rasgos autobiográficos del propio Vázquez. El otro personaje esencial de la novela es su madre. El padre, casi el único personaje cariñoso y dulce de la novela, es más bien un desaparecido, una ausencia, un hueco. Es prodigiosa la manera en la que Vázquez consigue convertir un mismo escenario, la casa donde la familia vive, en dos hábitats antónimos: para la madre la casa es una fortaleza contra la ciudad de allá abajo, contra la vida despreciable (ella sueña con dar tés a los que vengan marquesas y gente con apellidos muy sonoros y siete idiomas se disputen las mejores vistas), para la hija es una cárcel, de hecho cada vez que puede escapa no hacia fuera, porque no la dejan, sino hacia dentro, encerrándose en un armario. Baraja Vázquez distintos tiempos, extendiendo las relaciones de las mujeres de la novela en varias décadas, lo que también sirve para retratar Tánger, para ver cómo va agigantándose la extrañeza de la protagonista principal, para examinar sus impotencias, sus perplejidades, sus escasas pero suficientes alegrías. No hay duda de que la primera novela de Vázquez es una novela espléndida cuyo mayor defecto tiene que ver con el hipódromo en el que le va a tocar correr: no el de sus contemporáneos, sino el peor hipódromo en el que el virus hípico hace correr a los escritores, el hipódromo en el que un escritor compite contra sí mismo.

Porque tan desafortunado fue Ángel Vázquez que, después de una segunda novela que pasó bastante desapercibida, Fiesta para una mujer sola, al hombre no se le ocurrió mejor cosa que escribir una inapelable obra maestra. No hay peor error que pueda cometer un escritor, aunque Cyril Connolly escribiese que la única misión de un escritor es la de escribir una obra maestra. Vázquez lo hizo: La vida perra de Juanita Narboni. Debía él mismo saber que era tan colosal que ya no escribió más (bueno, quiero decir, sí que siguió escribiendo, pero fue incapaz de terminar nada y dejó instrucciones de que nada de lo posterior a esa novela viese la luz). Ese libro acentúa la extrañeza de que su nombre sea el de un desconocido, porque ya tenemos a un autor norteafricano, que publicó toda su obra en la principal editorial del país, que con su primera obra ganó un premio cuantioso que entregaba un ministro como Fraga, y que con su última novela escribe una obra maestra que además es llevada dos veces dos a la pantalla, y unas cuantas veces más a las tablas del teatro —su carácter de monólogo facilita la extrapolación al escenario. Si a esto le agregamos que su aburrida vida, atosigada por el tedio, su homosexualidad —en días poco convenientes para ella—, su amistad con Jane Bowles, sus lecturas de primera mano de maestros ingleses, americanos y franceses, su alcoholismo, perfilaban la silueta de un «maldito» en una época que esa etiqueta parecía una salvación para cualquiera al que se le aplicase, se acrecienta el misterio de por qué Ángel Vázquez sigue siendo un desconocido y ha tenido que venir una pequeña editorial andaluza a rescatarlo.

Fue en 2017 cuando Seix Barral reeditó por última vez la gran novela de Vázquez —hay que decirlo en su honor, Goytisolo no se cansó nunca de reivindicar esa obra como una de las cumbres de la narrativa en nuestro idioma. Naturalmente pasó desapercibida… una vez más. Poco antes Pre-Textos había reunido en un volumen los cuentos —alguno de ellos ciertamente magistral— que Ángel Vázquez fue desperdigando por revistas y cajones sin animarse a editarlos: El cuarto de los niños. En la contra de ese volumen se lee: «Ángel Vázques (Tánger, 1929-Madrid 1980) es uno de los escritores más originales que ha dado la literatura española del siglo XX. Nació y vivió en el Tánger internacional del que se marcharía en 1965. Poco después de que la ciudad se integrara en el ya independiente reino de Marruecos. Autodidacta y políglota, atormentado y evasivo, una tremenda lucidez y una fina ironía fueron siempre sus aliados y los que le salvaron en tantos momentos críticos de su vida cuando, entre otras cuestiones, se quedaba sin dinero y el alcohol mermaba su salud».

Su personaje esencial, Juanita Narboni, es una mujer que se lanza a hablar en un tiempo en que se ha quedado sin pasado ni futuro, prendida del presente, sin saber hacia dónde va, en una ciudad que ya no volverá a ser lo que fue y de la que no puede tener idea de en qué va a convertirse. Vertiginosa, por momentos hilarantes, emotiva sin cursilería, convierte a Tánger en el sustrato esencial hasta el punto de que es difícil encontrar más novelas que hagan del lugar donde se construye un discurso un personaje tan fundamental del mismo a partir de la desmitificación de esa misma ciudad y mediante el retrato fidedigno de un mundo que de repente se ha afantasmado, que ha desaparecido, que definitivamente ya no está. Así que el defecto mayor y principal de la, por lo demás, excelente Se enciende y se apaga una luz con la que se inicia la carrera literaria de Ángel Vázquez no es tener que correr en el mismo hipódromo que las novelas de los sesenta de Ana María Matute o Marsé o los Goytisolo, sino quedar a la sombra, como una mera premonición, de La vida perra de Juanita Narboni. Pero como dice Rocío Rojas-Marcos en su excelente introducción, quizá el peor enemigo de Ángel Vázquez en todos los ámbitos fue el propio Ángel Vázquez, y metafóricamente eso mismo se ve en que su obra maestra, por fuerza, había de ocultar el resto de su obra. El Paseo brinda ahora la oportunidad de arrimarse a una novela que ha sabido mantener su frescura, su modernidad, su fuerza. Pocas veces en novelas de ese tiempo se ha retratado mejor la frustración femenina como lo hace Vázquez con el personaje principal de esta novela en el que una niña-muchacha-mujer asomada a una ventana sueña con escapar al mundo que está al otro lado de la casa-cárcel en la que vive, y pocas veces se ha retratado con tanta sagacidad el combate entre el cosmopolitismo de las mezclas con la claustrofobia del localismo. 

Otra vez pues en el hipódromo de la actualidad, Ángel Vázquez sale a lomos de su primera novela. Apostaría sin dudarlo por él… pero sin la menor esperanza de que por fin le hagan sitio en el hipódromo de los cánones porque como escribió Juan Goytisolo «los profesores de literatura no aciertan a encajarlo en sus cuadros sinópticos y clasificaciones: no es realista ni fantástico, no puede ser siquiera juzgado en el «contexto nacional» de la novela española del siglo XX». 

O sea, Ángel Vázquez es un lujo, y la verdad, a estas alturas, ya ni apena que no forme parte de la lista de autores imprescindibles de nuestra cuadra. Su suerte y su destino de hombre infortunado tal vez exija que siga siendo durante mucho tiempo un secreto para pocos, a pesar de haber estado toda la vida tan al alcance de la mano de todos.

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Un comentario

  1. Ramona Flores

    Qué manía de inventarse autores.

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