Arte y Letras Historia

Timeo danaos, el engaño sobre ruedas o la guerra que nunca se acaba

Timeo danaos
Eneas contándole a Dido las desgracias de Troya, Pierre-Narcisse Guérin, 1815.

Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down  nº 47 «Locomotive»

El 9 de agosto de 1928, Joseph Roth escribe a Benno Reifenberg, jefe de cultura del Frankfurter Zeitung, para explicarle que atraviesa un momento de colosal desconfianza y le extraña que el diario lo envíe a Italia, en plan hedonista, a escribir sobre balnearios. No le faltan motivos para desconfiar, pues en el periódico tiene enemigos poderosos. Por eso, le escribe: «Ahora usted me manda a Italia. Ante tantas amabilidades, timeo danaos, empiezo a barruntar el infortunio». La lectura de la anécdota activa como un tirador las enseñanzas de los clásicos, y me da el pretexto para aproximarme, con humildes apuntes, a una de las más fascinantes piezas literarias de la historia de la humanidad, y balbucear algunas cuestiones con relación a nuestro incierto presente.

El origen de la breve inserción en latín data de veinte siglos atrás. Procede de la Eneida, libro póstumo de Virgilio y cima del clasicismo romano. Timeo danaos et dona ferentes: «temo a los griegos incluso en sus regalos». La pronuncia el sacerdote troyano Laocoonte ante la visión de un enorme caballo de madera que, astutamente, los griegos han dejado en la playa en su, aparente, retirada. 

Los autores clásicos sitúan la guerra de Troya (algunos afirman que no sucedió) en torno al año 1184 a. e. c., es decir, en la Edad de Bronce. El relato épico de la guerra entre griegos (dánaos, argivos, aqueos) y troyanos (teucros) dio como resultado una de las grandes obras de la literatura, la Ilíada, epopeya seminal de una cultura que el Mediterráneo irradió durante siglos. De esa guerra contra la antigua ciudad anatolia, también conocida por el nombre de Ilión, procede la artimaña del caballo de Troya. Un engaño colosal que provocará la caída de la ciudad y el destierro de Eneas, origen de numerosas leyendas de la épica grecolatina. 

Según la Odisea, compuesta, aproximadamente, en el siglo VIII a. e. c., el héroe Epeo es el artífice de la construcción del caballo con la ayuda de la diosa Palas Atenea y el artilugio responde a una treta de Ulises, que llena sus entrañas de soldados. La astucia del caballo de madera no ocupa apenas espacio en este magnífico texto atribuido a Homero, pero circuló, polinizó y fertilizó en el imaginario popular también a partir de otros fragmentos en otros poemas. Algo similar sucederá con el material dedicado al personaje mitológico Eneas, hijo de la diosa Venus o Afrodita y de un pastor. El imaginario mítico, fundamentado en fuentes textuales e iconográficas, se construye y deconstruye durante siglos, hasta llegar a Virgilio (70-19 a. e. c.), el poeta latino que con más profundidad ha perfilado y ampliado los detalles de las aventuras de Eneas y del fatal caballo. 

De los doce libros de los que se compone la Eneida, el segundo es el que aquí interesa. En él, Virgilio relata la caída de Troya y la huida de Eneas con su padre a hombros, llevando de la mano a su pequeño hijo, cabecilla al frente de los suyos. Errarán durante siete años hasta recalar en Cartago, donde da cuenta de la caída de Troya a la reina Dido, futura amante.

El libro II comienza explicando la situación de los griegos. Están a punto de desfallecer. La guerra dura ya demasiados años y ni siquiera han logrado penetrar en la ciudad amurallada de Troya. Antes de dar la guerra por perdida, deciden construir un caballo de madera del tamaño de un monte. Es una enorme maquinaria de guerra en cuyo interior se esconden aguerridos guerreros. Ulises y Menelao entre ellos. El resto del ejército finge la retirada, dejando en la playa el inmenso caballo. En realidad, las embarcaciones permanecen agazapadas tras una isla próxima y, si la astucia sale bien, volverán al anochecer para aniquilar a los troyanos.

Seguros de la marcha de sus enemigos, los troyanos abren las murallas y se acercan a la playa. Examinan el lugar en el que hasta entonces y durante años habían acampado las tropas del feroz Aquiles, al que dieron muerte, del aguerrido Menelao y del astuto Ulises. Se detienen a admirar el caballo. Timetes, pariente del rey Príamo, consejero y adversario a partes iguales, propone introducir el caballo en la ciudad. Otros dicen de echarlo al mar, barrenarlo o incendiarlo. Algunos troyanos, animados por haberse librado del enemigo, admiran la magnífica pieza de madera y debaten la posibilidad de quedárselo en la ciudad. El sacerdote Laocoonte baja corriendo del alcázar para intentar detener la imprudencia. Al llegar dispara su lanza contra un costado del caballo y clama su legendario alegato:

¿Qué enorme insensatez, desventurados ciudadanos?

¿Pensáis que se ha alejado el enemigo?

¿O suponéis que hay ofrenda alguna de los dánaos que carezca de insidia?

¿Esa es la idea que tenéis de Ulises?

O en ese leño oculto encubren los aqueos su celada,

o es ingenio de guerra fabricado contra nuestras murallas

para tender la vista a nuestras casas y lanzarse de lo alto a la ciudad,

o cela alguna treta. No os fieis troyanos del caballo.

Sea ello lo que fuere, temo en sus mismos dones a los dánaos.

Los griegos habían previsto la resistencia y, para terminar de persuadir a los troyanos, habían urdido otras tretas con las que reforzar la estrategia del engaño. Convinieron dejar a uno de los suyos en tierra para que, cuando lo vieran, alegara que había sido abandonado por traidor afín a Troya. Se trata de un pariente de Ulises, Sinón, célebre por tener una pésima relación con él. Según lo planeado, aún prisionero de los troyanos, este traidor disfrazado de amigo apela a la compasión de Príamo, a la misericordia del pueblo troyano, vierte lamentos y mentiras por igual. 

Sinón triunfa en su cometido. A la vista de sus lágrimas, le perdonan la vida y se apiadan de él. Le dicen: «Formarás parte de los nuestros». Más tarde se lamentará Eneas: «Caímos prendidos en sus dolos y lágrimas forzadas […]. [Sinón logró lo que] ni diez años de guerra ni un millar de navíos lograron domeñar».

También es deseo de los dioses que Troya caiga. Laocoonte, el más lúcido, muere, junto con sus hijos, asesinado por dos serpientes. Los dioses no tienen piedad con él. Tras el suceso, los troyanos deciden emplazar el caballo en una zona sagrada del alcázar. Abren un boquete en su propia muralla y allanan el camino de la máquina, que se desliza por una serie de rodillos corredizos. Los niños, animados por una sensación de festividad, marchan junto al caballo.

Al caer la noche, liderados por Ulises, los griegos salen del vientre y abren las puertas de las murallas. Los navíos regresan con los soldados. Invaden e incendian la ciudad mientras la población está adormecida por el primer sueño o el sopor del vino, confiada de que ha llegado el fin de la guerra. Las imágenes siguientes son angustiosas. La batalla final es feroz. 

Muerta su esposa, Creúsa, quien se aparece ante Eneas como una sombra que profetiza el destino de su amado, el héroe huye con su padre a la espalda, las figurillas de los dioses domésticos (penates) y su hijo que va de la mano, siguiendo a su padre «con pasos desiguales». El héroe se lanza al mar a fundar una nueva patria, amparado por su madre, la diosa Venus. 

Cuando Virgilio recibe el encargo de Augusto de escribir la Eneida disfruta de una sólida y reconocida posición como poeta. Está en plena madurez espiritual y creativa. Sabe que la gesta de Eneas está llamada a satisfacer no pocas ambiciones y deseos. Nace para ser obra capital del nacionalismo romano, al calor del triunfo de Augusto sobre Marco Antonio y Cleopatra, tras el cual se alza fundador del imperio. 

El poeta debe documentar magistral, mítica y poéticamente el origen de Roma y ligarlo al héroe troyano, hijo de la diosa Venus, ancestro de Rómulo y Remo. El tema ya estaba en el ambiente, la aspiración no era nueva. Como explica el historiador David Abulafia en El gran mar, la leyenda de la guerra y caída de Troya había quedado grabada en lo más profundo de la conciencia histórica no solo en la memoria de los griegos, que afirmaban haber destruido la ciudad, sino también en la memoria de los romanos, que declaraban descender de Eneas y de los derrotados y desterrados troyanos.

Mary Beard, en SPQUR, pone el acento en ese carácter apátrida del héroe fundacional de Roma y en la condición de «extranjería» en la que se reflejan los romanos, lo cual contrasta plenamente con los mitos fundacionales de muchas ciudades de la antigua Grecia, como Atenas, cuya población original era, tenía que ser, meticulosamente nativa. Este sentido positivo de extranjería, de pueblo enraizado en la condición de refugiado, exiliado y víctima de una expulsión, explica, en palabras de la historiadora, cuán arraigada estaba la idea de que Roma era un concepto étnicamente fluido y de que los romanos siempre habían estado en movimiento. 

Como señala Barbara Cassin en La nostalgia, el de Eneas es un arraigo que es a la vez desarraigo. Un valor que inculcarán a lo largo y ancho del imperio. Como inculcarán el latín: «Y a todos haré latinos, con una sola lengua» (Eneida). Es un comprenderse a sí mismo a partir de una alteridad incluida: todos somos exiliados.

El origen mítico de la creación del pueblo romano está ligado a la destrucción fatal de Troya, a la aniquilación de una civilización. Es Virgilio, no Homero, quien relata con detalle cómo arde Troya, incendiada por los griegos mediante la estratagema del caballo. Supervivientes del incendio, refugiados de la destrucción, peregrinos del Mediterráneo y sobre sus aguas errantes, arribaron a la península itálica. De estos restos brotan las raíces míticas del pueblo romano. La escritora Hélène Cixous, profunda conocedora de la vida en el exilio y gran lectora de la Eneida, describe lo que podríamos denominar «la condición de Eneas» como un éxodo, una partida, que es también nacimiento y vida nueva. 

Virgilio trabaja durante años con pasión en su obra. No menos importante que ligar el origen de Roma a la suerte de Troya era equiparar Augusto a Eneas, aunque las andanzas eróticas de este con Dido suscitan suspicacias con la moral estricta del emperador. Durante los primeros años hace acopio y estudio de los materiales, hay una gran variedad de versiones diseminadas donde elegir, fuentes griegas y romanas, textuales e iconográficas. Toma unas, desecha otras. Luego se entrega a la composición propiamente dicha, aunque alejada del proceder narrativo actual, pues tiene conciencia de trabajar con la tradición, sabe que combina mito, historia y ficción. Dialoga con textos de siglos pasados, se entrega al goce de la intertextualidad, no teme introducir ciertas innovaciones. A veces inventa episodios con modelos épicos tradicionales. Se vuelca en la reelaboración del mito. 

Un rasgo del carácter de Eneas, que Virgilio ensalza, es su piedad, en un sentido romano. Escribe Pascal Quignard en El sexo y el espanto que la pietas romana en la época en que se escribe la Eneida es un término que se asocia a lo masculino. Es Eneas llevando sobre los hombros a su padre. Este llevar a cuestas no debe comprenderse como un sentimiento de ternura filial, sino como un comportamiento obligado, cuyo origen es funerario y pesa «sobre los hombros» de los hijos. Es la entrega del hijo al progenitor. La pietas está ligada a la patria. Cuando Eneas huye con su padre a cuestas, explica a su vez Barbara Cassin, carga con la patria a la espalda. 

En un principio, Virgilio redacta el texto en prosa. Determina cuáles son las bases, los puntales… Hay una construcción arquitectónica de la obra, que busca el equilibrio. Luego lo pasa a verso, a la vez que pule el texto. Da forma a una obra magistral. A ella se refiere el filólogo Vicente Cristóbal en su introducción a la Eneida (Gredos): «Del mismo modo que prácticamente toda la literatura clásica anterior a Virgilio aparece reflejada en la Eneida en un sabio juego de intertextualidades, de contaminaciones y transformaciones que consiguen gestar un producto unitario y obra de arte original, así también toda la literatura posterior a ella queda marcada inevitablemente por su sello». 

Hacia el final de su vida, cuando el proceso de creación está muy avanzado, Virgilio tiene interés por conocer los lugares escenario de Eneas y emprende viaje hacia Grecia y Asia. Es entonces cuando enferma. Hermann Broch escribió un texto monumental sobre las dramáticas y febriles últimas horas del poeta en La muerte de Virgilio. En esta obra traza un paralelismo entre la época imperial de Augusto y la suya de finales de los años treinta del siglo XX, y se pregunta sobre la función del arte en un tiempo en crisis, sobre la posibilidad de verdad y de trascendencia.

Quizá son cuestiones que Virgilio también se formule antes de morir. Fallece tras once años de dedicación apasionada a su obra y sin darla por concluida. Muere consumido por un afán de perfección hacia un texto con el que ansiaba fundirse a Homero. Insatisfecho por dejar su magna obra inacabada, pero probablemente también, como sugiere Broch, atormentado al vislumbrar los límites de la literatura y del lenguaje. El poeta decide quemar su obra, así lo deja escrito en su testamento, pero Augusto no permite que arda en las llamas. 

La magna obra llega a nuestros días, un presente de máxima incertidumbre, con toda su fuerza. Se hace inabordable en un artículo todo el potencial intelectual de la Eneida. Ante obras de tanta trascendencia, calado, belleza e inteligencia como ella cabe preguntarse, por ejemplo, hasta qué punto y en qué medida y dirección es posible descolonizar la mente más allá de la lengua, desaprender el imperialismo, tan enredado en lo mítico. Todos somos Eneas.

Pero, además, la obra hace honor al potencial imaginativo del mito y a su indiscutible ubicuidad, pues su contenido simbólico, como la treta del caballo, vale tanto para la antigüedad como para el presente. 

Desde hace décadas, el engaño en forma de regalo señorea los procesos de globalización neoliberal y de un populismo no progresista y salvaje sin fronteras. Quienes mejor han asimilado el legado sin complejos, hasta apropiarse del nombre de la treta ideada por los griegos, «virus caballo de Troya o virus troyano», son los servicios de inteligencia, los hackers y otros héroes y antihéroes de la revolución informática, y del mercadeo neoliberal. 

El fingimiento de la legitimidad para penetrar en las mismas entrañas de un hospital, una entidad bancaria, un Gobierno, en el ejercicio de la democracia o en la vida de cualquier ciudadano se ha vuelto cotidiano. El fingimiento, el engaño, la treta, también la que llama a la compasión, son el pan nuestro de cada día. La guerra, como el mito, nunca se acaba, siempre es Troya.

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