Arte y Letras Filosofía

Simone, Françoise… El doble fracaso de las Beauvoir

Simone de Beauvoir con su madre Françoise y su hermana Hélène. (DP)
Simone de Beauvoir con su madre Françoise y su hermana Hélène. (DP)

Simone de Beauvoir no lloró cuando murió su padre y creyó que algo así sucedería con la muerte de su madre. Error. Le sobrevino una conmoción inesperada que intentó comprender a través de los recuerdos y la escritura. ¿Qué había pasado? Su madre habría fracasado en el propósito de llevar una vida plena, pero ella había fracasado en la tarea de comprender a su madre.

El problema es no ser vieja antes que joven. Esa fantasía que se permitió imaginar en su cuento Scott Fitzgerald hubiera ahorrado tantos trastornos familiares a lo largo de la historia, tantas rupturas, tanto tiempo y tantas explicaciones… La escena es como sigue. Superada ya la cincuentena, Simone de Beauvoir mira con extrañeza fotos antiguas donde su madre aparece más joven de lo que ella era entonces. En ese momento, Françoise de Beauvoir está hospitalizada y le han descubierto un cáncer que ella no sabe que tiene —las hijas sí— y que le causará la muerte. La filósofa está conmocionada. Por muy previsible que siempre resulte la vida (siempre acaba igual), Simone de Beauvoir no esperaba el desenlace y, sobre todo, no esperaba los efectos del accidente, la enfermedad y la muerte de su madre en ella. Esperaba otra cosa. ¿Qué cosa? A saber. Que actuara, quizá, la capa de sosegada indiferencia con la que, después de tanto desencuentro y abismo, habían normalizado una relación regada en la salsa fría del desapego. Todo lo contrario: conmoción. ¿Conmoción? «Estupor». ¿Y eso? «Cuando mi padre murió, no derramé una lágrima. Había dicho a mi hermana: «Será lo mismo para mamá». Hasta esa noche, había comprendido todas mis penas: aun cuando me anegaran, me conocía en ellas. Esta vez, la desesperación escapaba a mi control: alguien que no era yo lloraba dentro de mí». Son líneas de Una muerte muy dulce, el libro que Simone de Beauvoir escribió a mediados de los sesenta para intentar comprender de dónde, de qué región inexplorada venía esa pena y ese llanto que brotaba tan inesperada y descontroladamente al ver a su madre encaminarse inexorablemente hacia su fin.

Querida y detestada madre

Una muerte muy dulce es un trabajo de duelo que surge de un reencuentro a destiempo o, más bien, cuando ya no hay tiempo. La difícil relación de Simone de Beauvoir con su madre, domesticada, encauzada en las confortables vías de las rutinas y los encuentros contados y con preaviso, reaparece como un mal sueño. «Habitualmente pensaba en ella con indiferencia», escribe al final del mencionado libro. En mis sueños […] se confundía con Sartre y éramos felices juntas. Luego el sueño se trocaba en pesadilla». Como el examen que sabemos que aprobamos, pero que vuelve inexplicable y recurrentemente, la filósofa se veía de nuevo junto a su madre en su edad adulta: «¿Por qué vivía yo nuevamente con ella?, ¿cómo volví a caer bajo su férula? Nuestra antigua relación sobrevivía, pues, en mí, bajo su doble aspecto: una dependencia querida y detestada. Esta resucitó con todas sus fuerzas cuando ocurrió el accidente de mamá, cuando su enfermedad y su fin rompieron la rutina que regía nuestras relaciones. El tiempo se desvanece tras los que dejan este mundo; y mientras mi edad aumenta, mi pasado se contrae. La «mamacita querida» de mis diez años ya no se diferencia de la mujer hostil que oprimió mi adolescencia; las he llorado a ambas al llorar a mi madre vieja. Se me hizo presente la tristeza de nuestro fracaso, situación en la que creía tener mi punto de vista. Miro nuestras fotografías, que datan de la misma época. Yo tengo dieciocho años y ella se acerca a los cuarenta. Hoy, yo casi podría ser su madre y la abuela de esa jovencita de ojos tristes. Las dos me dan lástima, yo por ser tan joven y no comprender, ella por tener el porvenir cerrado y no haberlo comprendido nunca». Las toneladas de verdad de esta última frase ahogan a la filósofa hasta el paroxismo. Su mente analítica no se doblega y vuelve la vista atrás a la búsqueda tardía e inútil de entendimiento. 

Una vida encorsetada

Lo que se sabe de Françoise Brasseur, lo conocemos a través de su hija y gracias a los numerosos escritos autobiográficos que dejó. Memorias de una joven formal, el propio Una muerte muy dulce… En este último, la hija relata la infancia infeliz de su madre, a quien solo ha escuchado un recuerdo agradable: el jardín de su abuela, en un pueblo de Lorena, donde las ciruelas se comían aún calientes del árbol. «Un pasado de amargura», concluye la filósofa cuando piensa en su madre niña. Tampoco las relaciones de Françoise con su madre —la abuela de Simone de Beauvoir— fueron magníficas. En un bucle generacional, Françoise se quejaba asimismo de «la sequedad de su madre», una mujer «distante y hasta altanera, que reía poco, chismeaba mucho» y demostraba a su hija un afecto convencional. Contemplando una fotografía antigua, Simone de Beauvoir escribe sobre la «jovencita» Françoise Brasseur: «Sus ojos no expresan nada. Mamá entró en la vida encorsetada en los principios más rígidos: recato provinciano y moral de convento». Faltaba un nuevo sinsabor que marcaría la personalidad de aquella mujer: enamorada como estaba de uno de sus primos, este prefirió a otra. Pero no a otra sin más, sino a otra de las primas, «mi tía Germaine». Por todo ello, «conservó durante toda su vida un fondo de susceptibilidad y de rencor».

El matrimonio, de alguna manera, la liberó de toda aquella grisura. «Floreció», escribe Simone de Beauvoir, quien relata también un hermoso recuerdo en que la ve descalza, en camisón y con el pelo suelto… Tan bella, tan mujer recién amada y amante que aquella niña de muy corta edad grabó en su imagen aquella aparición sin saber bien qué significaba. Solo muchos años después, al recordarla, escribiría haberse sentido cautivada por «su radiante sonrisa, ligada para mí de manera misteriosa al cuarto del que salía; apenas reconocí en esa fresca aparición a la persona mayor y respetable que era mi madre». Merece la pena detenerse en la sana cirugía que practica aquí Simone de Beauvoir al separar la categoría «madre» de la de «mujer», de la de «persona» incluso. Practicarla estira las redes del entendimiento: muchas veces las decisiones que no comprendemos en una «madre» (con todo el peso de la categoría) se explican sin dificultad si las trasladamos a otro, a cualquier ser humano. 

Pero si advertirlo ya es difícil, practicarlo es todavía más y Françoise Brasseur ni lo hizo ni tuvo, además, ningún interés en hacerlo. Para ella, la vida consistió en saltar de corsé en corsé, de categoría en categoría: cuando se quitó el que, de jovencita, vestía en aquella vieja foto, fue para apretarse bien el de esposa y madre abnegada. ¿Qué decía el manual de la primera? Que había que aguantar al marido bajo cualquier circunstancia, infidelidades incluidas. Que había que renunciar a sus gustos y apetencias: «los deseos de papá estaban siempre antes que los suyos», escribe Simone de Beauvoir. ¿Y sobre la madre abnegada? Seguramente esa larva siempre estuvo en ella, pero se desplegó cuando vinieron mal dadas y la situación económica de la familia cambió. Entonces Françoise se echó la casa a cuestas, algo de lo que se enorgullecía en público y en privado le hacía sufrir mucho, porque, a fin de cuentas, como escribe Simone de Beauvoir «nadie puede decir «yo me sacrifico», sin sentir amargura. Una de las contradicciones de mamá era que ella creía en la grandeza de la abnegación pero tenía gustos, repugnancias, deseos demasiado imperiosos para no detestar lo que la molestaba. Constantemente se sublevaba contra las violencias y las privaciones que se imponía».

La herencia recibida 

Aquella madre abnegada de una familia venida a menos educó a sus dos hijas en el máximo aprovechamiento del tiempo y los recursos. «Mi hermana y yo usábamos nuestros vestidos hasta que no daban más y más allá. Mi madre no desperdiciaba nunca un segundo: mientras leía, tejía; cuando conversaba con mi padre o con amigos cosía, zurcía o bordaba; en los subterráneos y en los tranvías confeccionaba kilómetros de trencilla con la que adornaba nuestras enaguas». Así en ese ambiente austero y recio, crecieron Simone de Beauvoir y su hermana, Hélène. Décadas después, Sartre —siguiendo al profesor Eugène Maheu, que lo mencionó por primera vez— apodaría «el Castor» a la mujer inquieta, laboriosa y diligente que siempre fue Simone de Beauvoir. Fue en parte porque la palabra en inglés recuerda un poco a su apellido y, sobre todo, porque existe la expresión busy as a beaver y esa sí que daba de lleno con el carácter incansable de la filósofa. ¿Es posible que esa laboriosidad fuera una herencia de su madre? Es posible: la sangre (o la educación, a saber) salen por donde menos se espera. 

La herencia rechazada

Pero aparte de aprovechar al máximo los recursos, el tiempo entre ellos, y llevar una férrea contabilidad sobre los mismos, lo que de verdad marcó a Simone de Beauvoir fue la religiosidad que su madre trató de inculcarle por todos los medios. Visitas a la iglesia, oraciones, introspección, espiritualidad consiguieron que en la mente de la pequeña Simone se trazara una línea recta que iba de Dios a su madre: «para mí no había ninguna diferencia entre su mirada y la de Dios». Ella era la justicia, la verdad como también lo era Dios. No hubo demasiados problemas —llámalo respeto, veneración o incluso miedo— hasta que, con la edad, un espíritu crítico muy acusado se fue despertando en Simone de Beauvoir. Prohibiciones al manejar ciertas publicaciones y libros, silencios y cambios de tercio al tratar temas —entre los que el sexo siempre iba ocupar un lugar destacado— fueron horadando lenta pero inexorablemente aquella alianza humano-divina. 

No fue una explosión, sino un proceso: «Si me hubiera contrariado a menudo creo que me habría precipitado en la rebeldía. Pero en las cosas importantes, mis estudios, la elección de mis amigas, intervenía poco; respetaba mi trabajo y hasta mis ocios, solo me pedía pequeños servicios: que moliera el café, que bajara la basura. Yo estaba habituada a la docilidad y creía que en cierto modo Dios la exigía de mí; el conflicto que me oponía a mi madre no estalló; pero yo tenía sordamente conciencia de ello», explica en sus Memorias de una joven formal. 

El fracaso de Françoise 

No estalló, pero ocurrió. Un día Simone de Beauvoir se dio cuenta, sencillamente, de que no creía en Dios. ¿Cómo afectaba eso a su relación con Françoise? De puertas para afuera, la vida siguió como si tal cosa, lo cual no dejó de sorprender a aquella adolescente en transición acelerada a la adultez. Interiormente algo se rompió al darse cuenta de que su madre «no debía su autoridad a un poder sobrenatural sino que era mi respeto el que daba un carácter sagrado a sus decretos. Seguí sometiéndome a ellos. Ideas de deber, de mérito, tabús sexuales: todo fue conservado […]. Llevé sola mi secreto y lo encontré pesado: por primera vez en mi vida tenía la impresión de que el bien no coincidía con la verdad. No podía dejar de verme con los ojos de los demás —mi madre, Zaza, mis compañeras, las mismas señoritas— y con los ojos de esa otra que yo había sido». Desdoblada, comenzó así para Simone de Beauvoir una lucha interna y silenciosa —a veces no tan interna, a veces no tan silenciosa— que terminó cuando Françoise, de forma explícita, le preguntó en qué punto estaba su religiosidad. «Y bueno —le dije—, hace tiempo que ya no creo más». Su rostro se descompuso. «¡Mi pobrecita!», dijo. No haber podido hacer de su hija una mujer de bien (o sea religiosa, o sea como ella) fue la gran afrenta, el gran fracaso personal de Françoise de Beauvoir. Compungida, pidió a todos los que la conocían que rogaran por su alma. 

El gran disgusto de una solo fue comparable al gran alivio de la otra. La carta había sido volteada. Se suponía que lo más difícil ya había pasado, pero no era cierto: había que vivir con ello. En aquella casa la madre pensaba que su hija se equivocaba frontalmente y se estaba condenando. La hija pensaba también que su madre se equivocaba en todo y ya estaba condenada. Nadie trataba de comprender a nadie. «Mi madre —escribe Simone de Beauvoir en sus Memorias de una joven formal— me había dicho a menudo que había sufrido por la frialdad de abuelita y que deseaba ser una amiga para sus hijas; pero ¿cómo hubiera podido hablar conmigo de persona a persona? Yo era a sus ojos un alma en peligro, un alma que había que salvar: un objeto. La solidez de sus convicciones le impedía la menor concesión. Si me interrogaba no era para buscar entre nosotros un terreno de entendimiento: averiguaba. Cuando me hacía una pregunta yo tenía siempre la impresión de que estaba mirando por el ojo de la cerradura. El solo hecho de que reivindicara derechos sobre mí me congelaba. Me guardaba rencor por ese fracaso y se esforzaba por vencer mis resistencias desplegando una solicitud que las exasperaba: «Simone preferiría desnudarse antes que decir lo que tiene dentro de la cabeza», decía en tono enojado». Y Simone, por su parte, se sentía atrapada, sin encontrar ninguna solución: «Mis padres no podían soportar ni lo que yo tenía que decirles ni mi mutismo; cuando me arriesgaba a darles alguna explicación, los aterraba». 

Primero fue la emancipación intelectual, luego fue la física. La distancia creció, el silencio se hizo fuerte… Dicen que los divorcios solo son entre parejas, pero es mentira: también los hay familiares y con las mismas consecuencias. Es la única manera de que dos personas —por mucho vínculo sanguíneo que exista entre ellas— sigan con sus carreras sin herirse, sin entorpecerse. «Hasta la salida de La invitada ella ignoraba casi todo de mi vida», explica Simone de Beauvoir en Una muerte muy dulce. Pero poco a poco la situación fue cambiando. Primero cuando el padre, el marido, murió y Françoise tomó en parte al menos las riendas de su vida. Hizo entonces lo que nunca había hecho: formarse, trabajar, seguir estudiando, salir, viajar… «Su vitalidad que maravillaba y su valentía merecían mi respeto», escribió su hija, que se estaba convirtiendo en una escritora prestigiosa, una filósofa relevante que iba a hacer historia y que, en su casa, estaba dando vuelta a su papel: era la persona más importante del trío familiar que formaban aquellas tres mujeres, algo así como el cabeza de familia en versión femenina. Se daba entonces una situación novedosa entre madre e hija: sin entender el contenido de los libros ni el porqué de su éxito, gozaba con este y, de alguna manera, se sentía orgullosa… «Si bien el contenido de mis libros a menudo le chocaba, su éxito en cambio la halagaba. Pero por la autoridad que éste me confería a sus ojos, agravaba su malestar». 

En 1958 apareció su primer libro de memorias, un género al que volvería con frecuencia. Algunos de sus párrafos salpican este artículo. ¿Qué pudo suponer un libro, Memorias de una joven formal, en el que la madre no sale demasiado bien parada, en el frágil restablecimiento de las relaciones familiares? Lo cuenta en Una muerte muy dulce: la hermana menor trató de calmar a la madre de todas las maneras posibles. Simone de Beauvoir le llevó un ramo de flores y una frase de disculpa. Y anotó una frase: «Los padres no comprenden a los hijos, pero es recíproco». 

El fracaso de Simone 

La entendió, pero fue años después, frente al cuerpo moribundo de su madre cuando habría de recordar los momentos que habían decidido el curso de aquella relación. Entre ellos, aquel en el su madre lloró tras conocer que no creía en Dios… «¡Pobrecita!». Había sentido pena al ver sus lágrimas, pero luego se dio cuenta «de que ella lloraba por su fracaso sin preocuparse de lo que ocurría en mí». El tiempo le explicaría a la Simone de Beauvoir que el fracaso también era suyo, que su madre no supo reaccionar ante aquella situación impensable más que imprevista, salvo pidiendo a los demás que rezaran por aquella hija perdida y condenada: «Tenía demasiados desquites que tomarse y demasiadas heridas que curarse para ponerse en el lugar de otro. Ella se sacrificaba en los actos, pero sus emociones no la sacaban de sí misma». Qué fracaso no haber intuido entonces, Simone de Beauvoir, que aquella madre no estaba preparada para ello. Al menos, Simone de Beauvoir, lo supiste al final y lo escribiste para el resto: «Lo imprevisto la trastornaba porque la habían enseñado a no pensar, actuar ni sentir sino a través de esquemas elaborados de antemano». Gracias, Simone de Beauvoir, pero qué pena, Simone de Beauvoir, que fuera en esos postreros momentos cuando cayeron los escudos, las máscaras y los muros levantados. 

Así es como aquellas dos mujeres se contemplaron finalmente… y se vieron. Próxima la muerte, de lleno ya en la enfermedad, la madre se desentendió del mundo, de las rigideces, de los distintos corsés que la habían oprimido durante toda la vida. «Yo ya no sé si quiero a nadie», dijo apática, hastiada… Cansada de todo y de todo, parecía renegar incluso de lo más sagrado: cansada para rezar, cansada para recibir a un confesor… A su lado, la hija experimentó el sentimiento de lo imposible tal y como décadas atrás su madre había recibido la noticia de su increencia. A su lado, en modo intermitente, Simone de Beauvoir registraba todo mentalmente y luego en su obra de duelo: «Ninguna de sus palabras más afectuosas me habían conmovido tanto como esa confesión de indiferencia. Antaño las fórmulas aprendidas y los gestos convencionales eclipsaban sus verdaderos sentimientos». ¿Tenía que ser entonces, en el tiempo de descuento, cuando aquellas dos fracasadas se acercaran a entenderse un poco y quererse más? Sí, tenía que ser. De hecho, siempre es. 

Un último recuerdo, y un último recordatorio, de la mano de Simone de Beauvoir ante el cuerpo muerto de su madre: «Cuando desaparece un ser querido, pagamos el pecado de existir con mil añoranzas desgarradoras. Su muerte nos devela su singularidad única; se torna vasto como el mundo que su ausencia hace desaparecer para él, y que su presencia hacía existir en su totalidad; nos parece que hubiera debido ocupar un lugar más importante en nuestra vida: en última instancia ocuparla totalmente. Nos desprendemos de ese vértigo: no era más que un individuo entre tantos. Pero como nunca se hace todo lo que se puede hacer, por nadie —aun dentro de los límites, contestables, que nos hemos fijado—, nos quedan todavía muchos reproches por hacernos […]. Es inútil pretender integrar la muerte a la vida y conducirse de modo racional frente a algo que no lo es: que cada uno se las arregle a su manera en la confusión de sus sentimientos».

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