Arte y Letras Literatura

Simios apóstoles

Escena de Regreso al planeta de los simios. Imagen 20th Fox.
Escena de Regreso al planeta de los simios. Imagen: 20th Fox.

(Fragmentos de un libro en preparación)

La opinión es como el culo, decía Harry el Sucio: todo el mundo tiene el suyo. Gran verdad pero…Hay culos que no te dicen absolutamente nada y otros que te obligan a darte la vuelta y seguirlos un buen rato calle abajo con la mirada encendida y admirado de su exquisita composición, esos dos paréntesis tumbados y separados por un paréntesis erguido. Así que sí, todo el mundo tiene el suyo, pero no todos, por fortuna para el negocio de la opinión, son iguales.

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Dios es uno y estrés.

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Después de un mes escribiendo, al repasar lo escrito borré setenta de las ciento veinte páginas que llevaba. Qué sensación pletórica de haber avanzado mucho.

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Un ciudadano, un voto, vale, de acuerdo, pero ¿por qué, dada la complejidad del primer elemento no hacer complejo también al segundo para que la representación —pauta esencial de la democracia— sea más firme y adecuada? Dado lo avanzado de la tecnología computacional no sería complicado el conteo si ese es el argumento que va a esgrimirse contra la idea de que cada ciudadano pudiera repartir su voto como le conviniese. Me dirán, está inventado, se llama listas abiertas. Sí, claro, pero en los lugares donde los partidos se niegan al riesgo de abrir las listas para que el ciudadano elija nombre por nombre a sus representantes, sin que le importen las siglas del partido por el que se presenta, ¿no sería conveniente que se nos permitiese repartir nuestra simpatía? Así, uno podría darle el sesenta por ciento de su voto a los liberales, el treinta a los socialdemócratas y el diez por ciento restante a los conservadores. O darle solo el cincuenta por ciento a los socialistas y el otro cincuenta por ciento no dárselo a nadie, medio voto en blanco. De esa operación, estoy seguro, resultaría una cámara parlamentaria más ajustadamente representativa de la que sale de un método en el que cada ciudadano tiene que escoger uno y solo uno de los partidos, igualando a los forofos e hinchas con los meros simpatizantes y a los que votan lo que votan no porque confíen en el partido al que votan sino porque piensan que votar a los otros es mucho peor. 

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Dicen que las máquinas, al humanizarse, están matando a los humanos. Hasta en esto copian a los humanos, que para matar a Dios tuvieron que endiosarse.

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Nos pasa a todos: entre el nosotros y la verdad siempre hace menos frío en el nosotros. Así que no cabe extrañarse de que en artículos, conferencias de prensa y simposios, cada cual defienda a su partido ciegamente como hincha de equipo de fútbol (es decir, alguien que ve penalti claro cuando el defensa del contrario mira mal dentro del área a un delantero de tu equipo, y sin embargo cuando un defensa de tu equipo le rompe la pierna a un delantero del contrario, dices: son lances del juego). Siempre hace menos frío en el nosotros aunque los leños que ardan en la hoguera en la que nos calentamos sean los de la verdad.

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Qué raro que en la expresión «cara de circunstancias» se sobreentienda que las circunstancias son pésimas. Nadie dice que una niña puso cara de circunstancias durante la fiesta de su cumpleaños, para describir su alegría, aunque ahí la alegría también denotaría las circunstancias que le daban lumbre a su cara.

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Dicen que para amar una ciudad basta con amar a uno de sus habitantes. Lo que no dicen, y nos enteramos por la plaga de instagramers, es que ese habitante suele ser uno mismo. 

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Si haces demasiados preparativos de viaje, en realidad no vas a hacer un viaje sino una excursión. Si no haces ningún preparativo de viaje, en realidad no vas a emprender un viaje sino una huida. Entre la excursión y la huida, el viaje.

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Lo peor que le puede pasar al pesimista es que convierta su pesimismo en ideología. Lo mejor que le puede pasar al optimista, es que convierta en ideología su optimismo.

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Me preguntó un periodista, aprovechando el título de una novela de juventud mía, cuál era el mejor escritor de mi generación, y respondí sin dudarlo: Borges. Puso cara de espanto pidiéndome que me dejara de boutades. Me corregí: Nabokov. Y aun me corregí una vez más y dije Homero. Para explicarlo y que entendiera que no era boutade le dije: solo hay dos tipos de autores, los vivos y los muertos. Los vivos son aquellos que, estén vivos o no, gozan del hecho de que sus libros estén en las librerías al alcance de cualquiera, son reeditados, contemporáneos de generaciones distintas que van pasando, como las hojas de los árboles. Los muertos somos los que, estemos vivos o no tanto, solo latimos un instante cuando sacamos un libro y nos hacen una entrevista como esta. Aparte la gratuidad de la etiqueta «mejor escritor», no es tan difícil de entender que en el hecho de que el mejor escritor de mi generación sea, yo qué sé, Stendhal, de quien han sacado una nueva traducción de La Cartuja de Parma y por lo tanto en este momento La Cartuja de Parma es novedad editorial tanto como la reedición de mi novelita juvenil, está todo el milagro antiguo de la literatura, porque, en efecto, todo libro se escribe en un tiempo y un espacio determinado, es decir, un tiempo y un espacio que lo determinan, pero solo el libro que es capaz de liberarse del tiempo y el espacio en que fue escrito y por lo tanto puede vivir con igual fuerza en cualquier otro tiempo, en cualquier otro espacio, incrustarse en otras generaciones, en otras lenguas, solo ese pertenece de veras a la populosa categoría de «el mejor».

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Las etiquetas: lo último que se le pone a un producto para hacer constar de qué está hecho, y lo primero que le quitamos al producto para utilizarlo.

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Los disfraces nos desnudan.

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Denuncia Gamoneda que muchos de los poemas que se escriben hoy se entiendan como se entienden las páginas del BOE: doble error, uno porque las páginas del BOE no hay quien las entienda y dos porque nada dice en contra de «alma, a quien todo un Dios prisión ha sido/venas, que humor a tanto fuego han dado;/ medulas, que han gloriosamente ardido» el hecho de que sean perfectamente comprensibles.

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Esta sociedad nuestra anclada en el futuro.

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Jamás entró en combate por defender a algún amigo. Seguramente por eso tenía tantos amigos en todas partes.

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La masa está compuesta de individuos que comparten al menos un rasgo: todos ellos creen que no pertenecen a la masa. Paradójicamente todos somos iguales en el hecho de creer que somos distintos.

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El gran truco del siglo XX: haber creado la síntesis entre el superhombre y su enemigo natural el hombre medio, es decir, haber convencido a cada hombre medio de que él es el superhombre.

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En su libro sobre los ismos, Gómez de la Serna, inverosímilmente, se olvidó del único ismo que en literatura vence las olas del tiempo y se prorroga generación tras generación imponiendo sus sólidos criterios para hacer prevalecer, mientras se pueda, a unos autores sobre otros: no es el surrealismo, ni el barroquismo, ni el ultraísmo, ni el clasicismo. Es, sin duda, el amiguismo.

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Lo malo de preguntarse a quién venderías antes, si a tu madre o a tu hijo, es que puedes estar seguro de que acabarás vendiéndolos a los dos.

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Esos que dicen que el tiempo pone cada cosa en su sitio… ¿no se dan cuenta de que la única misión del tiempo es precisamente quitarle el sitio a todas las cosas? 

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Buscar el carácter de los pueblos en detalles aparentemente insignificantes es un deporte que puede conducir a la falacia, pero no deja de deparar curiosidades. Por ejemplo: ¿cómo se cuentan las horas? Curiosamente, o acaso no tanto, en catalán lo que manda es el futuro. Me costó mucho aprender a entender o decir la hora en catalán. Para el idioma catalán las horas empiezan por su conclusión, es decir, que cuando en castellano decimos las cinco y cuarto, en catalán se dice un cuarto de las seis. El cuarto es la unidad de medida (y antes el medio cuarto, pero se va perdiendo ante su evidente ineficacia). Así las cosas, las doce y media serían dos cuartos de la una, lo que quizá indica algo de la idiosincrasia catalana, no sé, ponerse metas, por ejemplo, porque que en su manera de decir la hora mande la hora que aún no se ha cumplido sobre la que ha quedado atrás —no las doce, que ya han pasado, sino la una, que es la que va a llegar— quién sabe qué sentido tiene, pero debe tener algún sentido. Por no hablar de que cuando se trata de ser preciso y decir la hora exacta aplicando el método de los medios cuartos, la precisión es imposible: las cuatro y veinticinco serían un cuarto y medio cuarto de las cinco (o sea, serviría para algún momento entre las cuatro y veinte y las cuatro y veinticinco, más o menos). No voy a hacer la fullería de, a través de este método de decir la hora, elucubrar rasgos de «lo catalán» y derivar de esa imprecisión a la que abocan cuartos y medios cuartos, cierto gusto por no dejar nada fijado, pero lo dejo apuntado aquí con cierta malevolencia para que quizá alguien entienda mejor la capacidad de imprecisión y el gusto por la inexactitud y, sobre todo, la sumisión al futuro que padece casi la mitad de la población de aquel país. (Supongo que a los más acérrimos les costará aceptar que su idioma, como todos, hecho para ir perfeccionándose mediante la economía si no padece intervenciones de las autoridades —ya sean institucionales o comunicativas, que van calando con habitual pedantería para conseguir que engendros como visualizar sustituyan a ver cuando se trata de películas, por poner solo un ejemplo— ha terminado adoptando el sistema castellano y es raro encontrarse ya con el sistema horario catalán salvo en pueblos escondidos donde siguen diciendo «un quart i mig de cinc» donde la mayoría ya dice «quatre i veinticinc».

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No hay verdad alguna en la realidad, dice García Calvo. Eso querría decir que hay, al menos, una verdad: que no hay verdad alguna en la realidad. Pero entonces habría otra verdad: la verdad de que solo hay la verdad de que no hay verdad alguna en la realidad. Y ello supondría que hay una nueva verdad: la verdad de que es verdad la verdad de que no hay verdad alguna en la realidad. Y así. Deduciremos pues que la verdad está por todas partes, porque lo propio de la verdad es ir generando verdades a su paso. 

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Fernando Taboada ante la pretensión de la prensa de acabar con la prostitución impidiendo los anuncios de putas —y putos— en sus anuncios: «es como querer luchar contra la muerte prohibiendo la publicación de esquelas».

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Estoy en contra de los sondeos electorales porque una encuesta se convierte ahí en herramienta política. Nadie encarga una encuesta para saber quién será campeón de liga el año que viene, porque ahí lo que se obtendría es solo un parecer sobre lo porvenir que no tendría la menor influencia en lo porvenir, pero en una encuesta sobre a quién se va a votar, el resultado de la encuesta sí interviene en el resultado de las urnas, dado que conduce a un importante segmento de la población a decidir su voto según el criterio de utilidad, y ese criterio lo inspira el vaticinio que los sondeos electorales lanzan. Dicen que a veces se equivocan, y no se entiende que no, no yerran nunca, todo lo contrario, equivocarse estaba en sus cálculos porque gracias a haber agrandado las expectativas de voto de algún partido han conseguido que decaiga y al revés, gracias a avisar de la tendencia a la pérdida de votos de otro partido, han conseguido reanimarlo pagando solo con el sacrificio de que se diga luego, con los resultados oficiales ya campando en la realidad, que las empresas demoscópicas se han vuelto a equivocar. ¿Es información decirle a la gente, una semana antes de una votación, cuál se prevé que será el resultado? Diría uno que en la misma medida que lo es la información sobre el tiempo que va a hacer mañana, si no fuera por el pequeño pero importante matiz de que no podemos hacer mucho por variar la meteorología, pero sí hacer lo que esté en nuestra mano por dejar que lo que nos digan las encuestas dicte el sentido de nuestro voto. 

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Cuando supimos que al maestro le quedaban solo unos meses de vida, nos pusimos todos a componerle poemas elegíacos, encendiendo en los versos la llama de su alto ejemplo, tratando de resumir su vida decente y melodiosa, exaltando sus gestos generosos con los jóvenes, sus críticas acerbas al poder. Pero salieron a la luz unas cuantas cartas que comprometían su decencia, con pruebas de que a más de una alumna la chantajeó para que le dejara husmearla entre las piernas a cambio de matrícula de honor, extractos que demuestran que elocuentes ingresos del Ministerio de Cultura agradecían sus razonamientos mensualmente, testimonios que reflejan la mezquindad con que trataba a todo aquel que se atreviera a toserle.

Todos interrumpimos la elegía que andábamos escribiendo y nos hemos puesto a aguardar su muerte para hacer público un epigrama.

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Lo dice en sus poemas, lo repite en cuanta conferencia da, en prólogos que le solicitan, en banquetes y entrevistas: esta época le asquea, le asquea por haber desterrado los valores de la épica, el honor de los guerreros, la dignidad del héroe incorruptible. Y ciertamente ha demostrado con su exacto ejemplo cómo la dignidad se pudre: en el jurado de un premio muy principal, dio su voto decisivo a un libro putrefacto por obedecer ciegamente la orden del amo que le paga. En su favor diremos, no obstante, que con el estipendio recaudado se compró una primera edición de una de esas crónicas antiguas en las que se canta el valor de la épica, la dignidad de los héroes incorruptibles.

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Transformar una gran novela en película es como buscar en un plano de París una calle de Londres. Lo más maravilloso es que, a veces, alguien consigue encontrar la calle que andaba buscando. Otras veces la calle no era exactamente la que buscaba… pero es mejor. 

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El año que viene liberan a Scott, dice para avisar de que por fin editará a Scott Fitzgerald, como si Scott Fitzgerald estuviese en una celda, como si antes no hubieras podido hacerlo —para hacerlo habría tenido que comprarles los derechos a los herederos—. El año que viene liberarán a Federico, anuncia con exquisito entusiasmo. Faltan solo tres años para que liberen a Stefan. Tiene una libreta en la que detalla las fechas en que se cumplen los ochenta años de la muerte de todos los autores. Por no pagar derechos a familiares y deudos espera siempre a que caduquen los derechos de autor, y solicita en entrevistas y simposios que se rebaje aun más el plazo de explotación de esas obras que deben ser de todos. Por fin son ya de todos, dice, por fin han quedado liberados. Lo curioso del caso es que si hay alguien que les saca dinero a esos autores es precisamente él: diez veces lo que se llevaban herederos y deudos ingresa explotando sus novelas y sus libros de poemas. Bendita esa paciencia, desde luego y su costumbre de no pagar anticipos a derechohabientes. Así consigue beneficios instantáneos pues gracias a indiscutibles dones para hacer amigos en los despachos de la Autoridad, se las arregla siempre para que pongan como lectura obligatoria en facultades e institutos las ediciones que hace de todos esos autores liberados. Se diría que no es que los hayan liberado, sino que simplemente cambian de dueño, y él luce como nuevo dueño que ha conseguido hacerse millonario publicando a difuntos que perdieron sus derechos.

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El apóstol del multiculturalismo dijo que por supuesto que sentaría a cenar en su mesa a un caníbal, siempre que utilizara cuchillo y tenedor.

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Que la novela ha muerto, que es género que no da más de sí, que si hubo alguna vez en que su fuerza podía albergar mundos o lastimar al mundo al que salían, ya solo es otro modo de onanismo, declara uno cuyas últimas novelas no levantaron comentario alguno. Soberbiamente trata de decirnos que el que se ha muerto es él.

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Lo echaron del periódico y montó —utilizando un vano sobrenombre— un manifiesto en pos de la cultura, empobrecida según decía por el mercado (solo cuando le arrebataron su columna). Qué raro que cuando me la quitaron a mí o a alguno de los otros que nunca fuimos a cenar a casa del jefe, no se le ocurriera que el mercado golpeaba a la cultura. Pongo mi firma en ese manifiesto por homenajear así los rasgos personales por los que lo conoce todo el mundo: la terca hipocresía, el narcisismo.

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Le preguntaron a Gustavo Bueno cuál de sus escritos seguía vigente y respondió: si la fecha forma parte del escrito, todos ellos, si no forma parte del escrito, ninguno. La fecha como fundamento esencial de un texto: no se me ocurre mejor manera de rebajarle potencia a la literatura. Bueno se refiere a textos filosóficos que pretendían intervenir en la realidad y por ahí puede que lleve razón. Pero si hubiera sido un literato su frase hubiera estipulado de manera eficaz la tumba para sus escritos, pues la condición esencial de la literatura es la que le permite prescindir de la fecha en que fue compuesta para seguir produciendo emociones, alegría, diversión o calambre. 

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Ahora que lo pienso, quizá la frase de Bueno vale para el periodismo. De una clase de redacción periodística (la daba el poeta Lorenzo Gomis): ¿qué es lo más importante de una noticia? Todos los alumnos al unísono: el titular. El profesor, de acuerdo, pongamos el titular «Un hombre es ahorcado en la Plaza de Santa Ana», ¿lo pondríais en primera página? Todos: desde luego. El profesor saca un periódico antiguo, lo abre y muestra el titular que ha leído en página par, en el interior de un periódico de 1824, cuando ahorcaban a gente a diario durante el Terror. Nos queda claro que lo más importante de una noticia no es el titular, sino la fecha. 

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En otra clase el profesor Gomis repartió un documento de unas trescientas páginas. Era el anuario de la Federación Catalana de Kárate. Había que escribir una noticia. Así que nos sumergimos en aquellas páginas donde se deslizaban un montón de datos, se daba noticia de cuántas exhibiciones se habían organizado durante el año, cuántos gimnasios se habían abierto y en cuántas matrículas habían aumentado las afiliaciones a la federación. Como pude escribí una nota señalando el considerable —que no era tanto— aumento de nuevas suscripciones entre los menores de diez años haciendo hincapié en el hecho de que por primera vez había más niñas que niños entre los nuevos inscritos. Me parecía que era lo único de veras destacable del anuario. Otros alumnos prefirieron destacar que se habían organizado exhibiciones en lugares remotos del Ampurdán para llevar el alcance de la federación hasta donde no había llegado aún. A mí me aprobaron. Pero solo puso un diez el profesor de la asignatura: a una alumna que presentó un papel en el que decía: «No veo que aquí haya noticia alguna».

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Llaman periodismo de investigación a tener guardado en un cajón unos dosieres a la espera de una llamada que les dé luz verde para publicarlos: luego hablan de que ha habido una filtración, y filtración e investigación se enlazan como si la segunda hubiera llevado a la primera cambiándole el orden a lo acontecido, porque primero se produce la filtración y a partir de ella la investigación se reduce, cuando la hay, a un proceso de verificación de los datos filtrados. Todo ello hace pensar en la definición mal citada de periodismo que se da tan a menudo: periodismo es aquello que alguien en alguna parte no quiere que se publique. Tontería semejante la hemos visto repetida tantas veces que ya la asumimos como incorregible. La verdad es más épica: la frase la dijo en realidad el jefe del sindicato de periodistas de Chicago cuando el Herald de allí iba a publicar una noticia que afectaba al amo del periódico y al enterarse paró las máquinas provocando una huelga de sus trabajadores que no terminó sino con la imposición de que se imprimiera la noticia que afectaba al amo del periódico. Fue entonces cuando el hombre mirando a una inmortalidad que iba tergiversarlo definió el periodismo como «aquello que el amo del periódico preferiría que no se publicase». Aplíquese esa frase a los amos de los periódicos de hoy y se verá qué poco periodismo de esa estirpe se ha venido haciendo desde finales del XIX, que es cuando pasó lo de Chicago, a hoy.

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En periodismo, ningún truco del almendruco se ha utilizado más que el de «según fuentes consultadas». Estoy en contra. Se supone que la ley protege a las fuentes del periodista que solo está obligado a revelarlas a un juez —y si no lo hace puede comer chirona. En casos de entidad, donde hay pistolas de por medio, puede entenderse que un periodista se quede con la noticia y proteja en el anonimato a la fuente porque sabe que de revelarla se va a quedar sin fuente en menos de una madrugada, pero de ahí a extender la maniobra a cualquier cosa ha provocado que la ficción campe por sus anchas y, acogiéndose a lo que debiera ser una maniobra excepcional, las fuentes anónimas han revelado toda clase de bulos, de rumores, de impresiones, de humo. Fuentes cercanas a la Moncloa… Fuentes cercanas al rey… Fuentes cercanas al exnovio de Beyoncé… Da igual, ningún juez va a llamar a declarar al periodista para que revele sus fuentes porque lo que revelan esas fuentes no pretende más que ocupar espacio, dar que hablar, suscitar controversia. Moncloa, el rey, Beyoncé no van a tomar medidas ni van a caer por lo que revelen esas fuentes, pero habrá unos cuantos periodistas que ganen su soldada con el truco. Ahora mismo se publican en varios periódicos un montón de chismes acerca de uno que dice que fue amante de la reina y le iban los tríos y alargar las noches no con las líneas de un libro sino con las rayas de cocaína, y la Casa Real ni se inmuta porque sabe que el silencio y encogerse de hombros es táctica más prudente y sabia que rebatir mentiras: toda mentira está deseando ser rebatida para alcanzar el simulacro de verdad al que aspira… según fuentes cercanas a McLuhan.

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Curiosamente si enumeramos quiénes son los grandes periodistas de nuestra historia —Camba, Gaziel, Xammar, Chaves Nogales, Ruano, Umbral, Ferlosio— obtenemos la deliciosa certeza de que entre todos no dieron una sola noticia en sus vidas: se limitaron a comentar la vida, los hechos de la vida, a veces sentados a cientos de kilómetros de donde estaban sucediendo los hechos que referían. Porque las grandes noticias se dan solas, no hace falta un gran periodista para ponerlas en marcha, y cuando son periodistas las que la sacan de la oscuridad, luego raramente la historia del periodismo les paga con un puesto de honor. Ejemplo de lo primero: Hiroshima voló por los aires y años después John Hailey escribió su obra maestra recabando testimonios de lo que ocurrió aquel día en un libro que empieza con el fulgor de un relámpago iluminando una cocina. Ejemplo de lo segundo: durante años Melchor Miralles y Ricardo Arques husmearon, se enfangaron, pelearon por sacar informaciones sobre los GAL y el terrorismo de Estado practicado por los socialistas en el poder en su lucha contra ETA —veintiséis muertos en operaciones financiadas con fondos reservados—. Al principio los medios afines al Gobierno trataban de derribar sus informaciones tratándolas de especulaciones interesadas: poco a poco se fue imponiendo la verdad. Acabó juzgándose la cosa y un ministro socialista —quizás dos, no recuerdo— fue a la cárcel como organizador de la trama terrorista. No hay ninguna historia del periodismo español que destaque a sus autores como grandes periodistas.

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Ser poeta es mi manera de estar solo, dijo Pessoa. Durante años, ser periodista era mi manera de estar acompañado.

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Una idea para conseguir que ningún ciudadano viva bajo el mandato de un gobierno al que no ha votado (solo exigiría facilidad para la movilidad, cosa que tienen en Estados Unidos y menos en España aunque las cosas están cambiando con las últimas generaciones): se reparte el territorio nacional dependiendo de los votos y dando prioridad en la elección a los partidos más votados. Es decir, los conservadores tienen el treinta por ciento de los votos, pues eligen el treinta por ciento del territorio sobre el que quieren gobernar, los socialistas el veintinueve por ciento, la ultraderecha el ocho por ciento, la ultraizquierda el seis… y así. Una vez repartido todo el territorio, los ciudadanos votantes de cada partido se trasladan a ellos para que sean gobernados por quienes ellos han elegido. El ciudadano que no quiera moverse acepta un gobierno que no ha elegido como propio. Los que se han abstenido —aunque para que el invento funcione el voto debiera ser obligatorio, la posibilidad del voto en blanco sigue abierta— se entiende que les resulta indiferente quienes les manden o puede repartirse una parte del territorio para ellos, un lugar donde no haya gobierno. De esta manera no habría ni un solo ciudadano que pudiera decir que su gobierno no ha sido apoyado por su voto y las quejas contra los mandatarios deberían reducirse a la absoluta nulidad.

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La realidad: ese parque de abstracciones.

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El mundo es una jaula hecha de horizontes.

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Los libros son espejos: No puede un mono que se asoma a ellos esperar que quien salga reflejado sea un ángel. Lo dijo Lichtenberg, y sin embargo… Quizá los grandes libros son precisamente los antiespejos: muestran a los monos que se asoman que en todos ellos hay algo de ángel, y sobre todo les recuerdan a los ángeles que van a contemplarse que al fondo de sus ojos sigue habitando un mono. 

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Un comentario

  1. Xavier D. Garret

    «Qué raro que en la expresión «cara de circunstancias» se sobreentienda que las circunstancias son pésimas. Nadie dice que una niña puso cara de circunstancias durante la fiesta de su cumpleaños, para describir su alegría, aunque ahí la alegría también denotaría las circunstancias que le daban lumbre a su cara.»
    Después de muchos años, veo por escrito un enigma que siempre me ha intrigado…

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