Arte y Letras Filosofía La querella española

La quimera del oro: museo y campus universitarios

Campus universitario. DP
Campus universitario. DP

El pasado mes de junio me encontraba en Colombia con motivo del congreso anual de LASA (Latin American Studies Association) que tenía lugar en la imponente Universidad Javeriana de los jesuitas en Bogotá. Entre otras actividades culturales, visité el Museo del Oro, sito en el centro de la ciudad de Bogotá, no muy lejos del parlamento y el palacio presidencial. Varios amigos colombianos me habían aconsejado visitarlo y, la verdad, lo hice un poco a regañadientes. ¿Qué podía esconder un tal museo? La historia de una expoliación o los restos? ¿La historia de una ocupación de tierras (y robo de riquezas) de los nativos? ¿Colecciones de joyas? Estaba muy equivocado. Porque el Museo del Oro es fabuloso, no solo por la riqueza que reúne la colección, sino también porque es una excelente introducción a la complejidad de la historia colombiana y el fundamental legado de las culturas indígenas.

Curioseando acerca de la historia del museo me sorprendió descubrir que los alemanes habían tenido un impacto muy importante en el desarrollo de los estudios científicos —la geología— acerca del territorio colombiano. Desde la primera visita de Alexander von Humboldt el 1 de abril de 1801 cuando desembarcó en Cartagena, y sorprendió con sus trabajos en Bogotá a los miembros de la célebre expedición botánica. Durante nueve meses de viajes por Colombia realizó descripciones para explicar los fenómenos naturales: las causas de los terremotos, la formación de las montañas, volcanes. Durante el siglo XIX muchos otros científicos alemanes profundizaron en el conocimiento del rico subsuelo de la república de Colombia y sentaron las bases en las que se funda el Museo del Oro. Me sorprendió enormemente no detectar rastros de contribuciones españolas en esas investigaciones. Quien tanto quitó, poco devolvió. Por tacañería o porque no podía aportar nada.

Tuve una reacción semejante cuando en 1989 visité por primera vez el extraordinario Museo Nacional de Antropología de México. La curiosidad me llevó a constatar que aquel museo tenía su origen en el desarrollo de los estudios de antropología en México fruto de la iniciativa conjunta de los gobiernos de Prusia y Francia, las universidades de Harvard, Columbia y Pennsylvania y la Hispanic Society of America, además del gobierno de México. Este grupo de países e instituciones decidió crear en 1911 la Escuela Internacional (EIAEA) para formar a especialistas que ya hubieran tenido relación con estudios de este tipo, a través de becarios que cada país e institución fundadora patrocinara. Un texto de 1922 del antropólogo mexicano Manuel Gamio ilustra la concepción anticolonial de la antropología mexicana:

La población del valle presenta, en sus tres etapas de desarrollo, precolonial, colonial y contemporáneo, una evolución inversa o descendente. En efecto, durante el primer periodo los habitantes de la región ostentaban un floreciente desarrollo intelectual y material, según lo demuestran copiosas tradiciones y los majestuosos vestigios de todo género que nos han legado. La época colonial significó decadencia para la población, que perdió su nacionalidad, pues las leyes, el gobierno, las artes, la industria, la religión, los hábitos y las costumbres aborígenes se vieron destruidos u hostilizados sin cesar por la cultura de los invasores, que poco o nada supieron o quisieron darles a cambio de lo que les arrancaban; apenas si se conservó la raza y la propiedad agraria, aunque bastante mermada, pudiéndose citar, como único florecimiento en esos siglos de oscuridad, el de la arquitectura, obra de españoles influida por las tradiciones artísticas indígenas. Durante el último periodo, o sea desde principios del siglo XIX hasta la fecha, se ha acentuado de modo alarmante aquella decadencia, pues los habitantes han perdido casi en su totalidad lo único que poseían, que era la propiedad agraria.

La antropología en México parte de la aplicación del método integral que contempla estudiar la población en sus tres etapas de desarrollo —prehispánica, colonial y moderna— para conocer su devenir histórico y, logrado esto, estar en condiciones de auxiliar a la población. Los mexicanos reivindican que su antropología no tiene fines colonialistas, sino que surge como una actividad para favorecer a los grupos marginados y tradicionalmente explotados.

Estos dos ejemplos tienen un mínimo común denominador: el abandono por parte de España del riquísimo mundo americano. Expoliación, sí; respeto y estudio, no. O simple curiosidad. Y esta es quizás una de las características de la presencia española en el mundo y de la debilidad del pensamiento español. 

Durante muchos años académicos de procedencia diversa han estudiado el caso de España, e incluso de toda la península ibérica, como una entidad separada dentro de los confines de Europa. Países como Portugal y Castilla, que en su día lideraron la transformación del mundo occidental, abriendo nuevas y conmovedoras vías de relación con el otro, se han convertido en naciones modernas que, debido a su excentricidad, son comúnmente descritas como incapaces de cumplir los requisitos del paradigma del norte de Europa. Las vías del colonialismo, y el acceso a la modernidad, han sido para estos países todo menos un camino fácil. Así, los estudiosos han utilizado términos como «alternativo», «marginal» y «periférico», algunos en el contexto de Europa, otros en el marco de la globalización y el colonialismo, para retratar la experiencia ibérica. Esto es lo que Susan Friedman (Definitional Excursions: The Meanings of Modern/Modernity/Modernism) da a entender cuando escribe: «La asociación del modernismo y la modernidad con Europa y Estados Unidos en las humanidades no solo excluye lugares no occidentales, sino que también contiene periferias dentro de «Occidente» —incluyendo, por ejemplo, márgenes basados en el género, la raza y la geografía, concretamente los de las mujeres, las minorías étnicas y raciales, y lugares como España, Portugal, los Balcanes y Europa del Este, Brasil y el Caribe». Para un análisis exhaustivo de esta cuestión, es útil la interpretación histórica de George Mariscal (An Introduction to the Ideology of Hispanism in the U.S. and Britain), relativa en particular a los casos de George Ticknor y James Fitzmaurice Kelly. Una discusión más reciente la firmaron Elena Delgado, Jordana Mendelson, y Oscar Vázquez en Recalcitrant Modernities-Spain, Cultural Difference and the Location of Modernism.

Estudios como Empires of the Atlantic World (2007), de John H. Elliott, nos enseñan muchas lecciones. Para empezar, demuestran que el colonialismo y sus secuelas son una historia enrevesada en la que solo hay perdedores, sobre todo entre los «descubiertos». Al hablar de movimientos históricos y culturales generales, Elliot retrata de forma deslumbrante las muchas rarezas relacionadas con el tiempo y el espacio. Las complicaciones introducidas por los efectos del desfase temporal se amplifican aún más por los efectos de la fragmentación, y por el complejo diálogo entre centro y periferia, que es la imprevisible implicación en la sociedad colonizadora de la creación de mundos paralelos, similares pero extremadamente diferentes. Este efecto espejo puede desarrollarse aún más si damos la vuelta a la tortilla y contemplamos solo el caso de Castilla y Portugal —o, mejor aún, el de toda la península ibérica— desde tal perspectiva. Me refiero a abordar el estudio de las cuestiones culturales desde una perspectiva multicultural y plurilingüe, que nos permita cambiar paradigmas y cuestionar ideas preconcebidas.

¿Cómo es posible que nadie en España tuviera la iniciativa de desarrollar unos estudios geológicos o antropológicos —por seguir con los dos ejemplos aquí citados— para estudiar el lugar en donde se hallaban? ¿Será porque la ocupación en la colonia se fundamentó en dos ejes, el militar y el religioso, dos versiones del fundamentalismo, que nunca han producido ciencia de alto nivel? Quizás la excepción sea la obra de Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), un alegato en defensa de los indígenas de las Américas. ¿Por qué no se creó una Casa de América hasta 1990? Una institución que, irónicamente, tiene su sede en el que fuera set de una película satírica de Berlanga, Patrimonio Nacional (1981). Ha sido siempre superada por la Casa de las Américas, una institución cultural fundada en La Habana, Cuba, el 28 de abril de 1959, con carácter no gubernamental, adscrita en un principio al Consejo Nacional de Cultura.

Pero no siempre ha sido así. Me encontraba en Bogotá, y precisamente en ese mismo lugar, ochenta años antes, la visita a templos y museos de Colombia provocó a Pedro Salinas algunas originales reflexiones. Visitando ese museo me vino a la memoria algunas de las opiniones de Salinas, exiliado en Estados Unidos, cuando visitó la América hispana. La reacción negativa ante el materialismo consumista de la vida norteamericana le empujó casi por fuerza a interesarse por lo hispano. Y aquí también hay un progreso, de sentido opuesto, desde la indiferencia al —casi— fervor. En 1940 Salinas analizaba la problemática de las relaciones entre España y la América hispana en términos más bien pesimistas:

¿Qué tendrá el hispanoamericanismo que acarrea tras de sí las frases de cajón y los lugares comunes? Yo pienso honradamente en ello y no lo entiendo. Porque la verdad es que lo hispanoamericano es una realidad, algo cierto y resistente en el tiempo. Y no obstante apenas comienzan los discursos se despeña por la vertiente de lo convencional. ¿Será que no hemos dado con la verdad de esa realidad?

Unos años más tarde, visitando Colombia en 1947, se sorprendió ante lo profundo de la huella de sus antepasados en el Nuevo Mundo:

Pero tanto en los tejidos como en los cacharros, se revela una concepción del mundo y de la vida mágica, extraña, infinitamente lejana de nosotros. (…) Salí trastornado, de la inmersión en ese mundo. Figúrate, pasar de allí, dos horas después, a Garcilaso, el Renacimiento, al mundo de las claridades, de las formas puras, de la eliminación de todo lo monstruoso por fuerza del espíritu ordenador. Tremendo viaje que yo hice, ayer. Pero estas gentes tienen los dos mundos dentro, y no hay duda de que se debaten del uno al otro trágicamente. Los voy conociendo mejor, y con más respeto.

Todo ello le condujo a valorar con más cuidado la relación entre los dos mundos. Es aguda la manera como percibió los caminos hacia la independencia de las repúblicas americanas a partir del arte religioso:

Esa influencia de lo americano, introducida por el artesano, por el tallista indio, fuera de la voluntad del maestro de obras español, es lo más típico de este arte de por aquí. Se ve ya un anhelo de independencia, una afirmación de su modo de ser, que se asoma, y se insinúa, en los detalles, ya que lo principal está regido y dirigido por otros, por los amos, los conquistadores. (…) Es el arte el que primero lo expresa, con su voz misteriosa, que no percibían o no entendían los dominadores. La libertad se busca siempre sus salidas.

Después de la visita regresé a mi congreso que se desarrollaba en la empinada colina de la Universidad Javeriana. Un campus de altísimo nivel. Y pensé en algunos de los campus que he conocido. Por pasión y profesión, entre el vicio del paseante curioso y la virtud de la pedagogía, he deambulado en por muchos campus norteamericanos, campos abonados del saber, campos de la variedad, islas de la calma, refugios (guetos) de la inteligencia amenazada, metas (como indica tópicamente una novela de Tom Wolfe) del ardor. En todas mis visitas y estadías, he tenido siempre una reacción ambivalente: de envidia por una experiencia que no tuve como estudiante en mis años mozos; de estupor ante el automatismo de ciertos gestos y la subutilización de espacios tan extraordinarios. El campus universitario anglosajón es una isla alejada del tiempo en el espacio. En Brown University, por ejemplo, la puerta central solo se abre en dos ocasiones: el primer día del curso, cuando los nuevos estudiantes desfilan bajo su arco; y el último día, en el momento de la graduación, cuando los estudiantes abandonan para siempre el recinto académico. Este abrir y cerrar es un signo fuerte de hasta qué punto se trata de un recinto construido al margen del mundo. Los profesores de Harvard habían tenido un privilegio en los inicios de la universidad: podían apacentar a sus vacas en el green de la universidad.

El campus ha generado una variedad de textos en la intensa relación entre urbanismo y literatura, la novela de campus, la cual tiene una sólida tradición en las letras inglesas, gracias a Nabokov (en un magistral ridículo Pnin) o David Lodge, quien distingue entre «campus» y «varsity», es decir, el modelo norteamericano o el del Oxbridge inglés. Son estas visiones críticas, corrosivas de una realidad, con frecuencia mitificadas, vistas desde la vieja Europa. Los altos ideales de la institución se desmoronan cuando uno se fija en detalle en el comportamiento y las motivaciones de las personas que trabajan en ellas, los cuales son solo seres humanos y, por tanto, sujetos a las bajezas más innobles, a los deseos egoístas, y están regidos por el dios de la ambición. A causa del carácter elevado, casi sagrado, de la institución, el contraste entre ideal y realidad es más marcado. Quizá por eso cualquier paseo por el campus despierta en mí tantas sensaciones contrapuestas: de admiración y envidia, de reposo y agobio.

Entrar en un campus, pasear por él, es experimentar una extraña sensación: de frenesí entre horas, cuando los estudiantes cambian de aula; de frenesí los fines de semana, cuando se celebran las fiestas bacanales, con gran horror de los vecinos que viven en las casas colindantes. Los jardines, diseñados algunos, como los de Stanford o Wellesley College, por Frederick Olmsted, el arquitecto que realizó Central Park, ofrecen miríadas de recorridos, vericuetos del (des)encuentro, zonas para el ejercicio programado de la deriva, que en todo parecen a los de una ciudad. Pero al mismo tiempo, en el paseo del campus experimentamos sensaciones que son también colindantes a las del simulacro a la Baudrillard.

En los campus de las universidades norteamericanas se puede practicar sin cortapisas uno de los procedimientos predilectos de los situacionistas, la deriva. Esta consiste en una técnica de paso ininterrumpido a través de ambientes diversos. El concepto de deriva está ligado a la relación de naturaleza psicológica y espacial con el entorno, y a la fuerza de un comportamiento lúdico-constructivo, por lo que es bien distinta de las nociones clásicas de viaje y de paseo. El carácter consciente de la deriva es lo que la distingue del flâneur baudelaireano. Una sugestiva variante de la deriva es la «cita posible», que algunos relacionan con una frase de Cortázar en Rayuela: «andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos». Los estudiantes y profesores «derivan» del aula a la biblioteca, del Faculty Club a la cafetería estudiantil. Ahí nacen diálogos, amores, amistades eternas, en recorridos generados por la necesidad: del horario o la curiosidad intelectual y humana, o de las ganas de encontrar al Otro.

Por otra parte, pasar por y vivir en los campus, genera un extrañamiento del tiempo del presente y nos lanza, como ya nos advirtió el sagaz y especulativo Jean Baudrillard, a un abismo de la representación. En Simulacres et simulation Baudrillard describió el movimiento de la «representación» (de algo real) a la «simulación» (sin referencia segura a la realidad), alterando de modo brutal la conexión entre signo e imagen. Podríamos afirmar que, del mismo modo que la simulación infantil de la realidad y la historia que es Disneylandia da prestigio a la «realidad» de Los Ángeles, los campus son una especie de parques temáticos del saber, simulación de estilo neogótico que recuerda más bien el Castillo de Otranto de Walpole, donde lo real distante es la antigua academia, el nombre dado por los atenienses a un paseo plantado de plátanos y olivos, en un principio gimnasio, que fue legado a la república por Academo, un contemporáneo de Teseo. El campus de la Universidad de Virginia, pensado por Thomas Jefferson, cumple a la perfección con este modelo de tradición clásica, en una nueva operación de inventarse la tradición. La rotonda de Charlottesville preside dos hileras de edificios: dormitorios y aulas. Del espacio real y mítico, nos arrastramos hasta el lugar del simulacro, del saber y aprender.

El campus es lugar de paseo y ficción del mundo. Pero es también isla alejada del mundo, una torre de marfil para jóvenes mentes. Este carácter viene subrayado por el hecho de que es un lugar donde el tiempo se cuenta por semestres y años académicos, que principian en septiembre, y donde se practica un juego de roles, se «juega» a aprender a ser mayor. A Pinocho le explican el «país de los juguetes» así: «En aquel bendito país no se estudia nunca. Los jueves no hay escuela, y todas las semanas tienen seis jueves y un domingo. ¡Figúrate que las vacaciones de verano empiezan el primer día de Enero y terminan el último de diciembre!». Se produce, en efecto, una parálisis y destrucción del calendario, y se abre una relación entre juego y rito: «el rito —explicó Agamben en Infanzia e storia— fija y estructura el calendario; el juego, al contrario, lo altera y destruye». Fuera de la realidad del mundo el paisaje del campus crea un espacio ideal y traumático del que los estudiantes ya no se recuperan: pasarán el resto de sus vidas dando dinero a su «alma mater», recordando las nieves de antaño, cuando jugaban a ser felices bajo el rito del estudio en un espacio inspirado en la Grecia clásica o en un gótico decorado con enredaderas (la Ivy League) que cubren edificios (falsos castillos y campanarios) inspirados por Ruskin y Violet Le Duc. A pesar de todas las ironías posibles, de sus contradicciones, los campus de las universidades norteamericanas son auténticas factorías de innovaciones científicas y de premios nobel.

El campus es isla, espacial y temporal, lugar para el estudio. Un espacio que no tiene correspondiente en el sistema universitario español, salvo en la mitificada hasta el exceso Residencia de Estudiantes. En años recientes con la proliferación de nuevas universidades, las mejores universidades españolas (Carlos III, Pompeu Fabra, Alacant, Huelva) tienen su campus asentado en antiguos cuarteles y bases de aviación o edificios religiosos. El rectorado de la Universitat d’Alacant tiene su sede en la antigua torre de control (sic!), eso sí, rehabilitada por el arquitecto portugués Alvaro Siza. El buque insignia de la UPF está en dos excuarteles, que se llamaron Marx y Engels durante la guerra de España. Otras universidades han optado por la vía religiosa y han adaptado antiguos conventos (Universitat de Girona, Universidad Nebrija) o seminarios (Universitat de Lleida). Se llega al paroxismo en la multiplicidad de edificios de origen religioso y militar de la antigua y renovada Universidad de Alcalá. En conjunto es un curioso cambio de función, ¿pero puede afectar al órgano? Son el escenario para una nueva versión del simulacro y la deriva. Son también signo de la adaptación del sistema universitario español a nuevos modelos educativos de importación que quizás puedan contribuir a cambiar el desarrollo de la ciencia en este país. ¿Pero serán suficientes unos espacios, una nueva legislación con sus complejos reglamentos (acreditaciones, sexenios, AQUS y ANECAS) para desburocratizar la universidad y mejorar el nivel científico del país? Aunque sea quimérico, ¿estos espacios del saber incrementarán —por ejemplo— el interés en el estudio científico de las antiguas colonias y resolverán el enigma que me asaltó en Bogotá? ¿O será un episodio de la «quimera del oro»?


Enric Bou es profesor emérito de la Università Ca’ Foscari Venezia. Enseñó entre 1987 y 2011 en diversas universidades norteamericanas, Wellesley College, Brown University y el Graduate Center de CUNY. Sus últimos libros son Saber y sabor: escritura y comida. Acerca de los paisajes alimentarios (foodscapes) ibéricos (Iberoamericana-Vervuert) y una edición bilingüe de las prosas surrealistas de J.V. Foix , Gertrudis – KRTU (Cátedra).

La querella española 

Ensayistas, filósofos, historiadores e intelectuales abordan uno de los grandes enigmas de la cultura española: el motivo por el cual permanece apartada del fecundo diálogo de los pensadores europeos.

  1. «Un terco y doloso complejo», por Basilio Baltasar.
  2. «La lengua de Ortega y Gasset», por Víctor Gómez Pin.
  3. «Sin asiento en la Gran Jerga», por Miguel Herrero de Jáuregui.
  4. «Debilidad y fortaleza de la filosofía en España», por Norbert Bilbeny.
  5. «Por qué no existe la »Spanish Theory»», por Antonio Valdecantos.
  6.  «Pensar no es cualquier cosa», por José Enrique Ruiz—Domènec.
  7. «Un asunto delicado», por Anna Caballé.
  8. «Una cultura que se desprecia a sí misma», por Ignacio Gómez de Liaño.
  9. «Una cuestión de fe», por Ana Rosa Gómez Rosal.
  10. «Las voces de las diversas periferias», por Sonia Contera.
  11. «Las dimensiones ocultas y el lado oscuro de la ciencia en España (que inventen ellos)», por Juan José Gómez Cadenas.
  12. «La obstinada singularidad ibérica», por Carlos Collado Seidel.
  13. «En las orillas del Sena», por Almudena Blasco Vallés.
  14. «La España de la insignificancia tecnológica», por Pablo Artal.
  15. «La excepción baladí», por Jorge Freire.
  16. «La periferia del imperio», por Raffaele Simone.
  17. «La quimera del oro: museo y campus universitarios», por Enric Bou.

Réplicas a La querella española

  1. «Filosofía española por el mundo», por David Teira.
  2. «La situación actual de la filosofía española en el contexto internacional», por Antonio Diéguez.

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