Sociedad

Todas las veces que pensé tirarme a las vías del tren. Y no lo hice (1)

Vías del tren. (DP)
Vías del tren. (DP)

En el maravilloso mundo de los tabúes hay uno que parece encabezar la lista de los más vetados: las conductas suicidas. Sí, ese acto que algunos llaman «irreversible» que genera, como poco, sentimientos encontrados a la hora de tener que tratar de él, y que se vuelve más complicado e inasequible cuanto más cerca o directamente te impacta. Dicen que esta «llamada al vacío» no es más que una reafirmación de la sensación de estar vivo; existen estudios científicos que lo identifican con una señal de atención de tu cerebro prehistórico para advertir una situación de peligro. Si siguiéramos las recomendaciones de la OMS anteriores a las actuales, no lo mencionaríamos en ningún caso con la intención de no provocar la atención sobre tal conducta. Existía un acuerdo tácito internacional, bajo la atenta mirada de la organización, por el que los medios de comunicación adoptaron una incómoda y encorsetada elipsis que, lejos de difuminar las causas, me temo que las hacía evidentes, como un anuncio de neón en medio de un desierto, silencioso pero ensordecedor. Bajo esta consigna, los enunciados intentaban ser lo más asépticos posible («persona en las vías», «persona arrollada por un tren», «servicio interrumpido», etc.), pero absolutamente ineficientes para tratar con la dignidad que merecen las situaciones derivadas. Solo cabía ser explícito cuando se trataba de personas célebres o conocidas del ámbito social, cuando, precisamente, justo ese es el «efecto influencer», el que cualquiera con sentido común querría evitar. Así que, según las recomendaciones actuales de la OMS, que ha propiciado todo un acuerdo internacional al respecto, se debe abordar el tema del suicidio con cierto tacto, aunque nosotros prefiramos hacerlo con la sutileza de un elefante en una cacharrería.

Todo esto nos lleva a hablar de dos términos que tienen un significado bastante peculiar en el ámbito del suicidio: el «efecto Werther» y el «efecto Papageno». El primero, que suena más a nombre de banda de rock que a fenómeno social, se refiere al aumento de suicidios que parece suscitarse después de la exposición a historias de suicidio, cuestión que está científicamente estudiada. ¿Por qué «Werther»? Por la publicación de Las penas del joven Werther (Johann Wolfgang von Goethe, 1774), novela en la que el protagonista, un pobre diablo enamorado hasta las trancas, decide que el suicidio, utilizando un arma de fuego, es la mejor opción para escapar de su sufrimiento. Es una novela romántica que gira en torno al amor no correspondido y las luchas internas de Werther hasta que trágicas consecuencias, como imitaciones del suicidio del personaje, llevaron a acuñar el término «efecto Werther», que se refiere al fenómeno en el que la ficción inspira actos reales. ¡Nunca subestimes el poder de la literatura!

El segundo, el «efecto Papageno», viene del personaje alegre y optimista de la ópera La flauta mágica, de Mozart, y habla de cómo la exposición a historias de superación puede tener un efecto positivo en la prevención del suicidio. El término fue acuñado en 1974 por el psicólogo David P. Phillips, refiriéndose a la idea de que ciertos medios de comunicación pueden disuadir del suicidio al mostrar cómo se evita un intento de este, al igual que Papageno, y es esta tendencia en la comunicación, a la hora de informar de sucesos sobre suicidio, la que recomienda actualmente la OMS: tratar el tema con tacto y no facilitar datos explícitos sobre la fiabilidad del método para alcanzar el objetivo deseado ni exponerlo como una consecución de una solución a posibles problemas.

Ahora pasemos al meollo del asunto: el ferrocarril. Sí, ese invento revolucionario que nos llevó de ir a la velocidad de un caracol a la de un cohete. Pero ¿cómo afectó su desarrollo en la sociedad de la época? Pues imagina que de repente te dicen que puedes viajar de Londres a Edimburgo en menos tiempo del que tardas en comerte un plato de fish and chips. ¡Boom! Cambio radical en la forma de entender el tiempo y el espacio. La gente pasó de quedarse en su pueblito de toda la vida a tener el mundo entero al alcance de su mano (o de su billete de tren).

Y, como era de esperar, esta revolución en el transporte, hija de la Revolución Industrial, trajo consigo una buena dosis de cambios en la política, la economía y la sociedad en general. En los años de mayor esplendor del ferrocarril, las corrientes filosóficas se multiplicaban como setas en un campo de hongos. Desde el pesimismo más oscuro de Schopenhauer (1788-1860) hasta el existencialismo más exasperante de Sartre (1905-1980), pasando por el nihilismo de Nietzsche (1844-1900, sí, ese que decía que «Dios está muerto» y dejó a todos con los ojos como platos). Leyendo a Schopenhauer te cuestionas si levantarte por las mañanas sigue mereciendo la pena; Sartre es como ese amigo profundo que te pone a filosofar con premisas facilitas del tipo «qué sentido tiene todo esto» o «la vida es una elección constante» y esas perlas que hacen que te focalices en neutralizar a tu amigo mientras intentas tomarte el café con calma. Todo esto, sumado a las condiciones psicosociales de la época, con una buena dosis de industrialización y urbanización descontroladas, creó el caldo de cultivo perfecto para que las conductas suicidas se dispararan como la espuma.

Pero hablemos de cosas más alegres, como el amor y el desamor, que es lo que realmente nos entretiene a todos. ¿Quién no ha soñado alguna vez con vivir un romance tan apasionado como el de Ana Karénina y su amante, Vronsky? Bueno, quizá no todos, especialmente si tenemos en cuenta el pequeño detalle de que acaba arrojándose a las vías del tren. Sí, ya sabes, el típico drama ruso donde todos acaban muertos o locos. Y, por si te lo estabas preguntando, sí, la novela causó un revuelo tremendo en la época, como lo hizo Las penas del joven Werther anteriormente, con críticas encarnizadas que iban desde la glorificación del adulterio hasta la promoción del suicidio como solución a los problemas conyugales. Tolstói no dejó a nadie indiferente.

Pero, más allá del universo literario ruso, en Francia tenemos a nuestra querida Emma Bovary, esa mujer que, cansada de la monotonía de su matrimonio, decide liarse la manta a la cabeza y enredarse con cuanto hombre se le pone por delante. ¿El resultado? Pues ya te lo puedes imaginar: una sobredosis de romanticismo, una pizca de desesperación y, cómo no, un final un tanto trágico. Pero la intención de Flaubert es ejemplarizante: parodiar el romanticismo a través de la figura de Emma, que no puede sino terminar decidiendo arrebatarse la vida consumiendo arsénico, debido a la mezcla de sentimientos de deshonra, vergüenza y frustración amorosa… Me pregunto si para Flaubert resultaba Emma tan cómica y triste como ese pobre hidalgo caballero arremetiendo contra gigantes, ante la mirada atónita de Sancho, para darse de bruces con sus viejos huesos contra los muros de los molinos de viento: claro ejemplo de cómo el romanticismo puede llevarte al borde del abismo y hacer que te tires por él sin pensarlo dos veces.

Cuando pensé en trenes y suicidios, en mi cabeza se sucedieron diversos fotogramas que quedaron impresos en el archivo de mi mente de diferentes personajes, principales y secundarios, que consideran la tentativa de las conductas suicidas por arrojo a las vías del tren, desde el cine clásico al actual, pero, debido a la sensibilidad del asunto y al acuerdo internacional de preceptos que propone la OMS sobre el tratamiento audiovisual de este tema, la tarea de recopilar todas las películas en las que el suicido queda reflejado de forma principal o transversal es realmente difícil. De todas ellas destaco una película de 1945, en blanco y negro, monumental, pues supone una lista interminable de todas las representaciones de la relación de la conducta suicida con el ferrocarril. Espero que hayas tenido la oportunidad de visionar Breve encuentro, de David Lean. Si aún no lo has hecho, te la resumo en dos palabras: drama británico. La película nos cuenta la historia de Laura, una mujer casada que, feliz y ensimismada en la monotonía anodina de sus obligaciones, de pronto es raptada de la tranquilidad de su vida fútil, para enamorarse de un desconocido en una estación de tren. La experiencia del amor apasionado y clandestino le provoca tales tribulaciones que termina por enfrentarse al deseo de acabar con su existencia con tal de poner fin a su sufrimiento. Y, sí, el público de la época se quedó con el morro torcido no solo por el tema del adulterio, sino también por la forma en que se trata el suicidio en la película. Pero la crítica, siendo crítica, alabó la manera en que el director maneja el asunto, con una técnica de feedback que deja al espectador con la intriga hasta el final de la película. A nivel técnico, el uso del fuera de campo, el desequilibrio de la cámara y el manejo de la luz para mostrar el interior de la psique de los personajes hacen que la película sea muy innovadora para su época; tanto es así que ninguno de sus dos remakes, con actrices de la talla de Sophia Loren o Meryl Streep, llegó a tener la altura cinematográfica de esta cinta, no obstante, tanto adelanto significó que no fuera entendida por los espectadores de su época.

(Continúa aquí)


Si estás pasando por una mala situación, padeces alguna enfermedad mental o tienes pensamientos suicidas, puedes recibir ayuda de tu médico de cabecera o acudir a Urgencias. También puedes acudir a una persona de tu confianza, comunicarle lo que te está sucediendo y buscar la compañía de alguien con quien te sientas a gusto.

Otros recursos disponibles son el Teléfono de la Esperanza, con el que puedes contactar llamando al 024, 91 459 00 55 o al 717 003 717, y el Teléfono contra el Suicidio, disponible en el 91 138 53 85.

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2 Comentarios

  1. Xavier D. Garret

    La coda final en itálica ¿es de coña? :-P

  2. Pingback: Todas las veces que pensé tirarme a las vías del tren. Y no lo hice (y 2) - Jot Down Cultural Magazine

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