Cine y TV

‘Megalópolis’: cuando (no) fuimos los mejores

Megalópolis. Imagen American Zoetrope.
Megalópolis. Imagen American Zoetrope.

El relato o mi profesor de spinning dice: «es más fuerte quien baja más lento».

Últimamente me siento un poco pesado. Es por el asunto del relato. No el literario, claro está, sino el vital, el que ocupa el carril central y distribuye el juego, ya sabes. Ando por ahí dando la soba a mis más íntimos, familia, amigos, amigotes (la última vez que se usó esta palabra fue en un capítulo de Los Serrano), encaramado al púlpito de la carraca nostálgica en la asunción de que nuestro tiempo, el de los cuarenta y muchos o cincuenta y pocos, se está diluyendo como una lágrima en la lluvia y que el discurso de la pista principal —profesional, político, periodístico, moral, audiovisual, estético, musical, literario— pertenece ya a otros.

He descubierto la pólvora, ¿verdad? Pero créeme: es duro asimilarlo, sobre todo cuando eres un hipocondríaco del alma y, por lo tanto, te crees inmortal.

Tampoco ayuda mucho, cierto es, que quienes fueron los mejores asalten los cielos cinematográficos y caigan hacia arriba como Francis Ford Coppola, que con su Megalópolis me ha dado la razón por aplastamiento, en estéreo y con el acúfeno woke «ten cuidado con tus sueños porque pueden hacerse realidad». Ahora que lo pienso, funciona muy bien como tagline de una película que, frente a quienes aseguran que está todo inventado, inaugura un nuevo género: el del cine de serie B de más de 100M USD.

¿Sus sueños? Y los nuestros... Megalópolis tiene el honor de haberse convertido en la campaña de marketing más larga de la historia: año arriba, año abajo, desde que Francis Ford publicó un bando (él hace las cosas así) en el Festival de Cannes de 1982 en el que anunciaba al universo que estaba preparando LA película y cuyo título sería Megalópolis. Por lo visto, tiempo atrás y en plena vorágine del rodaje de Apocalypse Now (1979), con la que tiene varios vasos comunicantes, pero no artísticos lamentablemente, Coppola desveló a un miembro de su equipo la idea de hacer un espectáculo transmedia, con ecos wagnerianos y en cuatro actos. Teniendo en cuenta el estado mental de FFC y su staff durante el rodaje de esta obra maestra (no lo digo yo, lo muestra Eleanor Coppola en el imprescindible documental Corazones en tinieblas), que transitaba entre delirium tremens megalomaníacos y los infartos de miocardio, no es de extrañar que nadie le hiciera mucho caso.

Pero sí. Cumplió su sueño. Vaya si lo cumplió.

Desde el punto de vista artístico, a poco que se haya leído/escuchado sobre Megalópolis nos podemos hacer idea del resultado final, así que tampoco es cuestión de hurgar mucho en la herida de un octogenario y no por falta de ganas. Su espíritu lo resume muy bien la protagonista, Julia Cicero/Nathalie Emmanuel, a la media hora de metraje: «No tiene ningún sentido». Amén. De un modo algo condescendiente, podemos decir que la película solo se salva si se mira bajo el cristal deformante del solipsismo en forma de gigantesco gag metacinematográfico autorreferencial y testamental. No hay otra. La obra funciona muy bien como parodia involuntaria, mezclando arritmia narrativa (ojalá fuera solo eso) con la abulia técnica (algo insólito en una película de 120 millones de presupuesto, ¡viva el vino!) y presentado con descacharrante desfachatez, todo ello envuelto en un aberrante diseño de producción (la carrera de cuadrigas parece un trabajo de Pretecnología) que hacen de ella una gigantesca bufonada coppoliana, muy en la línea de la ¿despedida? cinematográfica de otro trascendente, Roman Polanski, en esa absurda comedia dismorfofóbica de naftalina y bisturí llamada The Palace (2023). Si nos podemos canónicos a lo mejor se mueren tres gatitos: mejor pensar que estos dos gigantes nos han dicho al unísono: «¿Os acordáis de nuestras películas? Eran broma».

Por lo demás, Megalópolis es tan extrema y adiposa que es puro ADN Coppola y en su radicalidad conceptual se postula como colosal paradigma de un epitafio que bien podría titularse «Muere el Nuevo Hollywood». Qué cosas, el movimiento que surgió como contestación al sistema de los grandes estudios, los nuevos novísimos de la industria y que vertebró todo el cine desde mediados de los 60, los 70 y 80 con sus choppers, sus barbas, sus cámaras lentas y sus tiburones, también son mortales: «Nada permanece, todo se desvanece» a decir del gran Loquillo, segunda referencia para el gran sabio del rock patrio.

Y aunque el espacio principal de esta etapa del cine es ocupado por la figura de Francis, enorme y desmesurada en fondo y forma y quien más cerca está del desbarre, en este funeral caben muchos más budas. Esto es una enmienda a la totalidad de los crepusculares Steven mínimo riesgo Spileberg, los Martin ¿de verdad importa? Scorsese o los Woody turista accidental Allen y terminando en otro, no perteneciente a este grupo stricto sensu pero igualmente amortizado: Clint no quiero estar en casa Eastwood. Ninguno de ellos ha hecho una película a la altura de su genio en los últimos quince años o veinte años, que se dice pronto. El primero lleva instalado en un cine acomodaticio desde… ni se sabe. Ni tan siquiera sacó punta a Los Fabelman, una comedia tan autobiográfica que pedía a gritos algo más de vitriolo, mala leche, ajuste de cuentas, qué sé yo, o al menos haberle dado más minutos a David Lynch/John Ford. Scorsese nunca hará nada mal: su instinto animal de cine se lo impide. El problema es que, desde Casino (1995), no ha contado una historia mínimamente interesante ni con su demoledor panzer narrativo. En 2013 debió de dormir mal la siesta y nos regaló una macarrada digna del mejor Farrelly y el peor Lanthimos: la hipervitaminada El lobo de Wall Street. A partir de ahí… vuelta a la mecedora. De Woody Allen todo el mundo sabe que es el turista más caro del mundo: busca financiación para rodar en las ciudades más cool del mundo y se pasa allí unos buenos meses mientras —supongo— su ayudante de dirección dirige con desgana el cotarro. Oye, se lo ha ganado, pero que no pretenda que riamos sus gracias. Desde Match Point (2005) en la que volvió a oscurecer su mirada hacia el azar nihilista, nada: cuatro comedietas mal rodadas y una colaboración arbitraria e inexplicable con Vittorio Storaro y su fotografía ocre y tan densa que se puede comer, pero tan poco pertinente para una comedia como conducir un Hummer por el centro de Madrid si no eres ruso o venezolano. De Clint Eastwood me da reparo hablar. Le admiro tanto como a los otros, incluso un Tendido 7 cinéfilo muy querido para mí va a enfadarse con esto: no da una desde Gran Torino (2008) y tampoco esta es de las mejores. Acaba de estrenar Jurado Nº2 con noventa y cuatro años y el título ya asusta. Quien bien te quiere te hará llorar, aunque los críticos ya se sabe que para los asuntos del amor son muy gatunos y con ellos han tomado una actitud claramente paternalista e inaudita por (casi) unánime: los trampantojos verbales que les dedican cada vez que estrenan película son dignos de admirar.

«¡El horror!… ¡El horror»! ¡El relato… ¡El relato! Algunos estamos fuera. Estos genios también. Francis Ford cree que aún lo tiene. Como Prometeo y el fuego.

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Un comentario

  1. Bueno, ¿y? ¿Cuántos escritores grandes de verdad han producido sus mejores obras con más de 70 y tantos? Pues casi ninguno. Lo normal es que un artista de cualquier género produzca sus mejores obras en su plenitud intelectual, que suele estar entre los veintimuchos y los 60, siendo generosos. Hay Rimbauds y Saramagos, claro, pero son eso: excepciones. No pasa nada. Si en unos siglos sigue habiendo seres humanos, recordaran a Coppola por los padrinos, apocalypse, la conversación, etc. Nadie hablará de Jack o Megalopolis, como nadie se acuerda de las novelas tardías de Conrad como The Rescue o El pirata, que solo se leen los completistas o los que quieren hacer una tesis doctoral.

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