Ocio y Vicio Destinos

Mauricio Wiesenthal: «Si no viajas para ensanchar el corazón y comprender a los demás, mejor quedarse en casa»

Mauricio Wiesenthal
Mauricio Wiesenthal. Fotografía: Noemí Elías. Cortesía de Acantilado.

Mauricio Wiesenthal, el escritor y trotamundos, autor de dos libros sobre el Orient-Express, explica su preferencia por el ferrocarril frente a otros medios de locomoción, y proyecta a partir de él su personalísima visión del mundo en que vivimos.

Probablemente no haya un medio de transporte que Mauricio Wiesenthal no haya empleado. Ha viajado a América en grandes transatlánticos y surcado en góndola los canales de Venecia, ha cruzado ríos a caballo («de niño galopaba como los indios de las películas, sin montura», recuerda) y desiertos en camello, ha recorrido la vieja Europa en bicicleta… Pero el ferrocarril ha sido quizá el medio al que mayor atención ha prestado como escritor, en concreto con dos títulos dedicados al tren más literario: La belle époque del Orient-Express y Orient-Express. El tren de Europa. «El barco es mi forma de viajar predilecta, pero el tren le sigue de muy cerca —comenta el autor—. Para mí, la literatura va unida siempre al camino, a una dinámica en la que el cuerpo se desplaza igual que el corazón, y la imaginación vuela. Me gusta estar en movimiento mientras escribo».

En el salón de su casa de Barcelona, rodeado de fotos y recuerdos de sus andanzas por el mundo, Wiesenthal (Barcelona, 1943) sonríe al recordar que hace poco un amigo le contaba que los cuadros que más le gustaban en un museo eran aquellos que tenían ventanas, porque le permitían escapar a través de ellas. Algo así, dice, le sucede a él mientras da forma a sus libros. «Tener horizontes delante de mí cuando escribo es mi sueño. El barco me lo permite, y el tren también —añade—. Luego está el movimiento, que forma parte fundamental de la vida. Por eso es tan bello ese movimiento del tren, siempre que no estés metido en una aglomeración en tu vagón, claro. Eso lo hace para mí preferible al coche o el avión, además del hecho de no estar atado. Una de las cosas que más me inquietan de estos dos medios es precisamente que tienes que atarte para viajar».

A través de títulos memorables como el Libro de réquiems, El esnobismo de las golondrinas o Siguiendo mi camino, además de los citados y del recién alumbrado Las reinas del mar, Wiesenthal ha ido desgranando toda una vida de viajero atento, insaciablemente curioso y defensor a ultranza de aquel mundo de ayer de su maestro Stefan Zweig que arrasaron los más feroces fanatismos del siglo XX. En cualquier caso, el viaje ha sido siempre para él fuente inagotable de inspiración y, sobre todo, una exaltación del placer de vivir. «El placer es un componente fundamental del viaje, incluyendo por supuesto la comida. Incluso hoy, si dan de comer en los trenes, me gusta pagar el correspondiente suplemento, porque se pasa el tiempo felizmente mientras como. En otros medios, en cambio, te sirven a veces comidas irreconocibles en unas salsas de colores raras, que no se corresponden a nada de lo que conocemos. Pero comer bien mirando los distintos paisajes, viendo cómo cambia hasta el clima, todo eso es maravilloso». 

Aquella forma de viajar paladeando morosamente con la lengua y la mirada ya empezaba a cambiar de manera radical cuando Wiesenthal era niño. Empezaba a imponerse la velocidad como valor fundamental, y ello traicionaba «el sentido fundamental del viaje, que era precisamente no tener prisa. Antes no importaba tanto el destino como el viaje en sí, de lo contrario no era viaje, era otra cosa. Viajar tenía el componente hedonístico de abandonarse al paso del tiempo. No podemos olvidar que todos los placeres de la vida tienen su ritual: comer, hacer el amor, viajar… Por eso me parece absurdo tener prisa, dicho sea con todo el respeto para quien tiene que hacer sus negocios y regresar corriendo a casa». 

Porque Wiesenthal, además de todos los medios mencionados, ha sido también un inveterado andarín, desde el Danubio a Bogotá, de Cádiz a Sils Maria y de París a Estambul, y en esa forma de desplazarse por el espacio reconoce el primer tempo del viajero. «Durante siglos, el viaje andando se mantuvo como una medida que era la misma para Ovidio cuando iba a su exilio que para Lord Byron en su peregrinación de Childe Harold, o para Goethe en su deambular. El ritmo era similar para todos, como el libro tenía su propio ritmo —explica el escritor—. Creo que ese ritmo se rompe cuando se inventan las nuevas técnicas de comunicación, en las que la rapidez del mensaje lo altera todo. Y lo mismo va a ocurrir con el viaje. Estoy convencido de que es algo muy útil para el capitalismo y los negocios, que exigen esa inmediatez, pero yo tengo mis reservas. Ahora, las redes sociales permiten que una persona conozca tu número de teléfono antes de conocerte a ti personalmente, lo cual me parece una aberración». 

El tren, prosigue Wiesenthal, tenía también su ritmo antes de que la alta velocidad irrumpiera en escena. «Era el ritmo de los países que íbamos atravesando. En las mismas aduanas, en el momento en que subían los carabineros a inspeccionar los vagones, sabías ya si estabas en una democracia o en una dictadura, o atravesando el telón de acero… Y lo mismo si te asomabas al vagón de tercera y veías subir a unas pastorcillas con sus trajes típicos, o cuando hablabas con la gente en sus distintos idiomas. El tren atravesaba de verdad los países y lo percibías claramente, no como en el avión, donde no ves apenas nada y, cuando aterrizas, casi te pegas un susto».

La memoria lleva al autor a recordar un viaje en tren que hizo en compañía de un amigo recorriendo África. «Cuando uno se acostumbra a entrar en los países poco a poco, se va acostumbrando también a detalles que pasan desapercibidos cuando la velocidad es lo que impera. Como cuando mi amigo me preguntó “¿te has dado cuenta?” cuando un policía cogió su pasaporte al revés, poniendo de manifiesto que habíamos pasado de un país animista a otro musulmán. También recuerdo que cada estación era un mercado: cuando llegaba nuestro tren, veíamos a las mujeres acercarse a los apeaderos a vender sus frutas con grandes bateas en la cabeza. Ahora, en cambio, siento que la gente va llena de barbarie al cambiar de país. Un señor que no tiene ni idea del mundo hinduista se mete allí y lo deja todo destruido, va solo a gastar. Pregunta: “¿Cuánto vale? ¡Me llevo siete!”. Pagan por lo que no vale, no pagan por lo que sí tiene valor».

Al hilo de esta idea, la conversación deriva hacia las recientes noticias de poblaciones locales protestando contra las masivas invasiones turísticas, por ejemplo en Canarias. «Yo no creo que protesten contra el turismo, sino contra el turismo salvaje, contra esa gente que llega a tu tierra sin conocer ni respetar tus horarios, tus formas de cortesía… Cuando viajas tan deprisa, todo eso se pierde, y acabas agrediendo a la población. Por mucho que te leas doscientas guías o tengas un teléfono que te explica cuatro cosas sobre el país, o hayas visto uno de esos programas de televisión en los que tratan de contarte un lugar en media hora, viajar no puede ser eso. Y comprendo que los pueblos se quejen de que los visiten en tropel personas que no tienen ningún interés en ellos ni en sus costumbres. Uno, al viajar, busca que se le ensanche el corazón y la cabeza, y comprender a los demás. Si no vas a hacer nada de eso, te quedas en casa».

En sus relatos de trotamundos, Mauricio Wiesenthal no oculta el placer que le supone cruzar fronteras y, según sus propias palabras, «sentirme en minoría y extranjero». En su forma de expresarse se intuyen dos fuerzas complementarias: la necesidad de fundirse con los lugares que visita y, al mismo tiempo, de tomar distancia de todo aquello que rechaza de plano, en concreto el concepto de pureza, que, según dice, solo sirve para hacer embutidos. «Vivimos en un mundo en el que afortunadamente la gente se mezcla, se mezclan las razas, se mezclan las religiones, se mezclan los sexos. Esa maravilla de la mezcla me hace feliz, sin embargo, me horroriza la uniformidad, y no digamos la uniformidad que se impone a palos. Los que obligan a todo el mundo a vestirse igual me parecen los peores», asevera. 

«En Barcelona, donde nací y donde vivo en este momento, cada cierto tiempo, cuando siento que todo es demasiado uniforme, necesito irme de repente a un hotel cualquiera, uno de esos hoteles antiguos que tienen su estilo, a tomarme un café. Me encanta que aparezca de repente un señor negro como la noche, y otro con los ojos rasgados, y otra señora con una camisa rara que parece como del Caribe, y sentir esa diversidad. Y, como en esos hoteles suele haber prensa de todo el mundo, me pongo a leer un periódico escrito en otro idioma, en ruso o en griego. Es una costumbre que adquirí en mis tiempos de estudiante, cuando tomaba el tren de Cádiz a Sevilla y llevaba siempre un periódico en alemán para que el vecino de al lado no me contara batallitas. Era como un biombo glorioso. Lo que quiero decir es que todo forma parte de la curiosidad hacia el otro, y como yo soy el rey de la ignorancia, el viaje —lo diré como un presocrático— es una forma de asomarse al mundo. Quien no tiene curiosidad no tiene nada, es un impotente».

Por otro lado, Mauricio Wiesenthal no ignora que precisamente Barcelona es una ciudad en la que la diversidad humana cobra a veces forma de marea grosera, algo que —como a la mayor parte de los vecinos de la Ciudad Condal— naturalmente le espanta. «De esta época me molesta muchísimo la manada, el borreguismo. Y ese formar parte de la mayoría hace que muchos se sientan fuertes y crece la agresividad. Pero no podemos vivir en un mundo que solo esté hecho para la manada y que, cuando asoma la oveja negra, se intente disparar sobre ella. Asistimos a muchos discursos sobre la libertad, pero algo falla cuando se cometen tantos actos de violencia, a menudo en nombre de las ideas. Me parece que es hora de poner en marcha nuestros instintos más civilizados, porque ideas todo el mundo tiene».

El escritor, aficionado a lucir corbata de lazo, comenta que se trata de algo parecido a un acto de disidencia, al tiempo que reivindica «el derecho de cualquier a ir como le dé la gana». Y subraya: «Por desgracia, abundan quienes, en vez de curiosidad por quien es o viste diferente, responde con agresividad y con intención de destruirlo. A un amigo de Ghana le decía una vez que teníamos que andar con cuidado, porque, siendo él negro y yo pelirrojo, seríamos los primeros en ser perseguidos si ocurría algo malo a nuestro alrededor. Nos hace falta aceptar al otro, porque, al fin y al cabo, todos nos distinguimos por nuestra personalidad, que es singular e irremplazable».

Volviendo a los trenes, Mauricio Wiesenthal sonríe cuando se le recuerda esa metáfora de la sociedad que Marx describía en estos términos: los pasajeros de primera abusan de quienes les prestan servicio, los de segunda se hacen la vida imposible entre ellos, y todos se encargan de fastidiar a los de tercera. «Todavía tiene su vigencia —comenta el barcelonés—. Ahora me preocupa también que estamos rodeados de discursos ortodoxos y buenistas, y yo me alejé hace mucho de los puritanos. Tengo presente a Stefan Zweig cuando afirmaba que todos, lo sepamos o no, estamos siendo arrastrados por la corriente. Por eso yo le pido a la gente de buena voluntad que vaya a contracorriente para evitar que nos lleve la marea, pues dejarse llevar es lo que hacen los cobardes y lo que nos condujo a los fascismos». 

Toca recordar ahora las legendarias vías férreas y sus nudos, las grandes estaciones europeas, muchas de las cuales todavía siguen en pie en sus respectivas ciudades, aunque cada vez resulta más difícil mantener su viejo esplendor. En todo caso, sirven como ejemplo de hasta qué punto estaba todo integrado en un mismo sistema urbano, tremendamente coherente. «Alguna vez hablé con Cela de esto, él me hizo ver que, junto a la estación de tren, estaban siempre las oficinas de correos, que era donde acudía uno nada más llegar para poner un telegrama a la familia y decirle “llegué bien”. La comunicación estaba en el corazón de la ciudad, y ahí estaban también siempre los hoteles de la gare, de la poste, al lado de la plaza Mayor, que era el ágora. Cuando nos llevan a un aeropuerto, que suele estar lejísimos, nos alejan del ágora, nos alejan de la convivencia. Lo distintivo de nuestra cultura era precisamente que estuviera todo junto, y tenía un sentido: un continente como el nuestro, tan pequeño, permite esa estructura, mientras que nuestro gran error cuando viajamos a América, por ejemplo, es pensar que podemos llegar a Panamá desde Brasil en un salto. Eso es algo que puedes hacer en Europa, pero difícilmente en otros continentes».

A propósito de esto, cabe recordar que uno de los encantos del Orient-Express era justamente la posibilidad de conectar dos mundos, Oriente y Occidente, acercándolos y poniendo de manifiesto que no eran tan opuestos como muchos podían pensar. De manera paradójica, hoy las distancias geográficas se han achicado, pero las mentales parecen crecer. «Sin duda —admite Wiesenthal—, y lo que agranda esa distancia es el desconocimiento. Sabemos que no hay distancia mayor que la existente entre dos hermanos separados por sus ideas y sus afectos. Y eso es lo que ha separado a Oriente y a Occidente, sobre todo tras el fracaso de la idea de que, en Europa, la presencia de Oriente está por todas partes: desde el mundo eslavo, un inmenso imperio que llega hasta Vladivostok, y no digamos nosotros con el Oriente Próximo. La puerta en la que siempre pensamos es Estambul, pero ya en Venecia se hace patente la cultura oriental: en la basílica de San Marcos vemos las teselas, los mosaicos, todo un mundo que es Oriente. Y de todo eso te ibas dando cuenta también en el tren, poco a poco». 

«En los viajes rápidos, te quitas todo lo que es intermedio, lo que es transición, sin darte cuenta de que el viaje es precisamente eso», añade el escritor. No es lo único que, a su juicio, se ha ido despojando a los antiguos viajeros. Mauricio Wiesenthal extraña la teca y la caoba, las marqueterías, las cortinas de damasco y los cordones dorados, los paneles con motivos florales, las puertas lacadas y los frisos cromados con flores de las redes portaequipajes. «No tengo nada en contra de la funcionalidad y la sencillez, pero defiendo aquel mundo hecho por artesanos, el mundo en el que se desarrolló el modernismo. El Orient-Express se hizo en buena medida con art decó y, por eso, este tren fue el último grito de la vieja Europa, en la que se fue superponiendo cultura tras cultura. Todo lo vamos cambiando por cosas que dicen que son irrompibles o que caducan enseguida, pero en todo caso son más caras. La belleza se ha vuelto exclusiva, y yo pienso que el ser humano necesita belleza, todos tenemos derecho, como quería Dostoievski, a tener las dimensiones del lugar donde estamos. El resultado es el mundo de los nuevos ricos, que se distingue precisamente por su mal gusto».

No cabe duda de que la idea de viaje de Mauricio Wiesenthal se contrapone a la tendencia dominante del vuelo low-cost de fin de semana, fenómeno que, quién sabe, tal vez acabe generando su propia literatura, pero sin duda tendrá poco que ver con la inspiración que recibieron Agatha Christie o Ian Fleming, por citar solo a dos clásicos relacionados con el Orient-Express. «Sentarse en el vagón restaurante y mirar alrededor bastaba para comprobar que en todas las mesas había personas interesantes. El tipo de los bigotes grandes, que iba a llevar o a traer algo de Bagdad; la del peinado modernista que parecía una poetisa, el ama de casa que iba a ver a su hijo destinado en El Cairo… El viaje era una novela en sí. Sin embargo, no se puede esperar mucho de un viaje en el que todo el mundo va vestido de la misma manera, y todos leen las mismas revistas o el best seller de turno. El placer es lo singular que cada uno tiene en unas glandulillas diferentes. Lo contrario de eso es la castración colectiva».

Claro que todo puede ir a peor. A Mauricio Wiesenthal no deja de ponerle los pelos de punta oír cosas como esa conversación reciente en la que alguien dijo «a mí me falta por conocer Birmania», y le hizo dar un respingo de inmediato. «Es una brutalidad. ¿Cómo se puede entender el viaje como una colección? Estamos convirtiendo el mundo en un tren de alta velocidad donde se pierden todos los detalles».

SUSCRIPCIÓN MENSUAL

5mes
Ayudas a mantener Jot Down independiente
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 
 

SUSCRIPCIÓN ANUAL

35año
Ayudas a mantener Jot Down independiente
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 
 

SUSCRIPCIÓN ANUAL + FILMIN

85año
Ayudas a mantener Jot Down independiente
1 AÑO DE FILMIN
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 

5 Comentarios

  1. Alejandro, esto es un increíble relato. Personalmente no sabía nada del señor Wiesenthal pero gracias a este artículo empezaré a indagar más acerca de su obra.

    A propósito, este tipo de periodismo es el que debería ser titular en todos los medios, es el que realmente expande la mente y te invita a conocer más del mundo.

    Felicidades

  2. Alejandro Luque

    Muchas gracias por la amable lectura. Me alegra poder dar a conocer a Wiesenthal a quienes todavía no lo han leído, es un autor muy especial, de los que ya no quedan. Un saludo muy cordial.

  3. He leído varios libros del escritor y me encanta la nostalgia de aquellos años y aquellas situaciones que relata. Ahora estoy releyendo El esnobismo de las golondrinas con el mismo placer que cuando lo leí por primera vez. Un saludo.

  4. Pingback: RC#30: Daft Punk en el espacio

  5. Leo con gusto al señor Wiesenthal desde hace años, aunque soy consciente que, como todos los libros, los suyos son una ficción.
    Lo demuestra este artículo: un cúmulo de contradicciones. Este señor -como su amado Zweig, al que también leo con delectación- añora los tiempos pretéritos en los que la sociedad -incluso la occidental, por no decir sobre todo la occidental, la europea en particular- se encontraba estratificada, hallándose ellos en una cúspide que, no solo sabía leer y escribir, también podía acudir a la universidad; actividades vedadas para la mayoría de sus conciudadanos. Un ejemplo: llevar un periódico en alemán para que no le molesten, mientras sueña con unos acompañantes al estilo de Agatha Christie o Ian Fleming.
    El mundo de ayer era un mundo solo para una clase privilegiada, burguesía convertida en aristocracia. Tal vez -aunque solo se trata de una hipótesis- repele ver en los millones de turistas que pululan por el orbe a los millones de lugareños que se morían de hambre o -en el mejor de los casos- conferían un toque pintoresco en cada país visitado. Pero las fotos ya no son en blanco y negro, sino en color; y cualquier puede protagonizarlas, no solo la elite más o menos intelectual ya rebasada por el hoy.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.