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La joia

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La joia. Imagen: Avalon.

Bad Gyal, el nombre con el que Alba Farelo se enfrenta a los micrófonos, es uno de esos fenómenos que solo podrían haber brotado en el ecosistema musical moderno. Natural de Vilassar de Mar y fugaz estudiante de diseño de moda en la BAU, la mujer se presentó cantando junto a los raperos catalanes de la P.A.W.N. Gang, empapados en autotune y probablemente en alcoholes, con un tema estrenado en las salvajes tierras de internet, porque la música urbana de hoy transita por los callejones digitales. A partir de ahí, encarriló una carrera a base de autoeditar sus piezas («Leiriss», «Indapanden», «No pierdo nada» o la versión de un single de Rihanna reimaginado en catalán como «Pai»), colaborar con gente como Khaled o Ms Nina, acumular cientos de miles de likes y visualizaciones, pasárselo teta comandando dj sets, y amasar un importante ejército de fans. Mezclando reguetón, dancehall y trazas traperas, Bad Gyal se ha dedicado a hacer lo que le salía del higo sin muchos complejos, y a navegar el mundillo contemporáneo de las popstars. Un entorno donde el público se ha acostumbrado a acompañar diariamente a sus ídolos en las stories de las redes sociales, y a consumir la música pulsando el botón play en los clips de YouTube en lugar de en las vetustas minicadenas. Convertida en estrella, Bad Gyal anunció en febrero de 2023, durante un concierto en Barcelona, que estaba ensamblando un disco de debut titulado La joia. Y el largometraje homónimo, que se estrena en salas de cine este veinticuatro de octubre, es un documental, dirigido por David Camarero, en torno a la creación de dicho álbum.

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La joia. Imagen: Avalon.

La joia es una cinta con un evidente público potencial: los fans acérrimos de Bad Gyal que quieren deslizarse tras las bambalinas durante la gestación de la nueva criatura de la cantante. Pero también puede funcionar entre la audiencia ajena a las corrientes actuales con curiosidad por ver cómo se fragua la escena musical frente a la chavalada contemporánea. Porque quizás lo que más llama la atención de este documento es su punto de partida: la obsesión y dedicación de Bad Gyal por rematar un disco. Algo no muy habitual entre los artistas de esa música que etiquetamos como urbana, unos creadores y creadoras que ya no acunan el formato álbum con el mismo mimo con el que lo hacían antes los músicos. En realidad, esta nueva hornada de cantantes pasa olímpica y alegremente del concepto de disco y prefiere adoptar, con razón, otras vías de distribución más inmediatas y demandadas por su público: el tema suelto en YouTube y la mixtape, ese término de la vieja escuela con el que se denominan los packs de canciones que son arrojados y compartidos de golpe en las redes. O un nombre molón que establece paralelismos con las cintas de casete rellenas de grabaciones amateurs que se rulaban, especialmente entre raperos, en los ochenta y noventa. Ante este panorama de streaming audiovisual, redes sociales omnipresentes, videosingles pegadizos y mixtapes digitales la pregunta evidente es: ¿quién iba a estar interesado en meterse en el pantano de ensamblar un álbum al estilo clásico? Pues Bad Gyal, por lo visto.

La joia no es un documental técnico o minucioso sobre una grabación. Y la mayoría de sus noventa y dos minutos de metraje transcurren lejos de los estudios y equipos donde la cantante y los productores se pelearon por rematar cada corte del disco. La joia es el testimonio visual de cómo Bad Gyal decidió sacar un álbum, y también de la creciente desesperación de la mujer cuando la empresa se eternizó al entrar en juego los mánager, los viajes promocionales por el globo, las estrategias de marketing, los imprevistos, el papeleo, las celebraciones de postureo, y todos los mecanismos de la industria musical a gran escala. La joia retrata un pedazo de la vida laboral de una joven superestrella pop, una moradora de ese tipo de universo paralelo donde se combina la creación de música pegajosa para mover el culete con la adoración cuasi religiosa por parte del público. Un entorno que hoy en día es tan llamativo y reconocible como para convertirse en escenario de películas mainstream como La trampa o Smile 2. Pero La joia también es esa cinta donde Alba Farelo se sube al coche tras un evento en la Fashion Week parisina y, mientras el chófer la lleva a su nuevo destino, mira por la ventanilla mientras espeta «Yo la verdad es que estoy de la Fashion Week hasta el puto coño. De ver peña con traje, de ver gente guapa, de ver esta mierda todo el rato. Quiero irme al puto monte con un camping gas, hacerme una patata hervida y fumarme un porro».

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La joia. Imagen: Avalon.

El documental arranca con un desfile de formatos alternándose en pantalla, mezclando extractos de vídeos amateurs con transmisiones en directo desde la verticalidad del teléfono móvil e imágenes mucho más formales grabadas por las cámaras de Camarero. Es un prólogo que deja claro que la relación de aspecto es mutante hoy en día, porque las estrellas viven en el interior de más de una pantalla, y también una casilla de salida desde la que el film expone las razones de Bad Gyal para embarcarse en la creación del disco. Porque la propia cantante reconoce durante esos primeros minutos que le tiene mucho respeto a la idea de un álbum, a la creación de un producto en torno a un concepto que lo convierta en una obra sólida, a moldear algo que camine más allá de la mera recopilación de canciones. Tras esta declaración de intenciones, la cinta registra los meses posteriores al anuncio del proyecto, un periodo donde la producción del disco comienza a tropezar constantemente con todo tipo de trabas: apretadas agendas de colaboradores implicados, estrofas que requieren el permiso de aquel a quien homenajean, renegociaciones de acuerdos por un beat que ha sido apalabrado con otros artistas, grabaciones de videoclips en el extremo opuesto del planeta, entrevistas en estudios de televisión pudorosos, compromisos publicitarios, reajustes eternos en cada pista o citas con los eventos de moda. Una serie de catastróficas desdichas que, poco a poco y según se pisotean las deadlines, va dinamitando la fe de la artista en la tarea al mismo tiempo que, en las redes sociales, los fans se enervan ante la demora tildando a la cantante de vaga y perezosa.

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Ojo a las promos del film en forma de pósteres salvajes, porque se presentaron pisando duro.

Y dentro de todo ese desconcierto, La joia, la película, ha logrado atrapar un buen puñado de situaciones especialmente llamativas. Entre ellas, la imagen de Bad Gyal recibiendo el galardón Talento Joven Iinternacional de mano de los reyes de España, pasándose el protocolo de la Casa real por donde no brilla la joia, y confesando más tarde que la reina Letizia le preguntó en privado cómo gestionaba un vestuario tan escaso («¿Debajo llevas unas pegatinas y un tanga? ¿Nada más?») o revelando que Pucho está más puesto de lo que pensamos en las colecciones de Paco Rabanne. El documental también nos muestra a Alba asistiendo a pasarelas repletas de gente con pinta de ser carne de Modelos con ciática, a algún despistado confundiendo a la de Vilassar con Shakira, retazos de lo que supone grabar un videoclip pilotando un coche por las autovías norteamericanas cuando conducir tampoco es lo tuyo, los problemas para gestionar el alijo de porros durante tanto trasiego internacional y hotelero, las tareas del equipo de management donde milita una muy dedicada Alba Blasi que se convierte en coprotagonista del film, y las apariciones fugaces pero estelares de figuras como Young Miko, Anitta, Myke Towers, Nicki Nicole, Tokischa, Karol G u Ozuna.

Quizás uno de los mejores momentos de La joia sea la visita a un programa para Telemundo, grabado en español pero en territorio estadounidense. Una entrevista televisada cuyo devenir parece casi una broma más que una ironía: antes de rodar, el equipo del plató descubre que el vestido de Bad Gyal marca sus pezones de un modo que consideran inapropiado y obligan a la artista a taparse para evitar problemas, alegando una posible multa de no hacerlo. Poco después, cuando las cámaras del programa se ponen en marcha, la presentadora del show se dedica a alabar a Bad Gyal como una mujer a la que «nadie le puede decir qué hacer y qué no hacer con su cuerpo». Finiquitada la intervención televisiva, y ya en los camerinos, Alba se cisca con socarronería en la hermosa censura de la supuesta tierra de la libertad.

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La joia. Imagen: Avalon.

En lo que respecta al tejido de la industria, La joia ofrece señales de que las cosas son mucho más enrevesadas de lo que parecen. Porque la cinta nos muestra el modo en el que la mánager Alba Blasi tiene que lidiar con cientos de jetas que se hacen pasar por ella en internet, para tratar de hacerse con los masters de las canciones y filtrarlas en la red. Y también revela cómo el hecho de tener un éxito rotundo con un tema concreto («Chulo pt. 2» junto a Young Miko y Tokischa) supuso una alegría y, al mismo tiempo, un auténtico drama para aquella Bad Gyal ansiosa por despachar el disco final. Porque la repentina y desmesurada popularidad de aquella canción provocó que el equipo de marketing trazase una nueva ruta para exprimir el hit, el procedimiento habitual en esos casos, posponiendo el lanzamiento del disco completo mientras se rentabilizaba el plan.

La joia es un testimonio curioso. Conciertos multitudinarios, anuncios en redes que se celebran a ritmo de doce mil likes por minuto, modelos exclusivos del diseñador belga Nicolas di Felice, bolos amargados por la lluvia, twerking en los backstages, más anglicismos diseminados en el argot de sus participantes que los que han invadido este texto, opiniones en las redes sociales, fanáticos obsesivos, un jardín botánico en Las Vegas con tulipanes de plástico, y remixes de canciones con estrellas invitadas. La joia es el glamour de Alba Farelo al comprarse un reloj vintage de Cartier para darse un capricho repentino, pero también es la demanda por parte de Bad Gyal de un labial del Mercadona durante su preparación en los camerinos. Película para los fans y puede que para los que no lo sean tanto. Formas y estilismos de superstar brillante, alma de patatas y petas en el monte. 

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