Para mí, al ser de un sitio con pocas librerías, al proceder de una familia donde la lectura no era un hábito, las ferias del libro eran siempre una ocasión para el descubrimiento, que por supuesto era doble: el descubrimiento de algo que hasta entonces me era ajeno y el descubrimiento en mí mismo de la pasión repentina por ese algo, es decir, la experiencia incomparable de sentir que no es que uno estuviera leyendo un libro, sino que había encontrado un libro que te iba a leer a ti, esa enigmática sensación de que quien hubiera escrito aquello te conocía hasta ser capaz de expresar con exactitud tus más recónditas sensaciones, emociones, o extrañezas. Descubrí que quería ir a la India leyendo los diarios indios de Eliade, y hasta ese momento la India me había dado bastante igual. ¿Sería Venecia como la pintaba Paul Morand? ¿De verdad se podía llegar al fanatismo enfermo de la secuestradora del escritor que protagoniza Misery de Stephen King?
Por supuesto, el cemento de la mente de un adolescente está tan fresco que entonces la pisada de un jilguero dejaba su huella para siempre, por eso solemos ser tan fieles a los autores que nos emocionaron de chavales, por puro agradecimiento… ahora en cambio, tantos años después, ni un rinoceronte es capaz ya de dejar una leve marca en ese cemento, aunque de vez en cuando logra emocionarse uno ante unas páginas y algo de aquel calor adolescente refulge en los adentros —me acaba de pasar con algunos de los capítulos de Pleasures of a Tangled Life, de Jan Morris, donde la escritora repasa en breves estampas instantes donde la varita mágica de la felicidad le prestaba un halo momentáneo. Así que no pierde uno la esperanza nunca, siempre está atento uno queriendo que surja de cualquier parte lo inesperado, el nombre desconocido que le diga merezco la pena, la voz fresca que vierta vida sobre uno y le preste algo de luz, de gracia, de poesía, a través de un asunto que hasta ese momento no había suscitado en nosotros suficiente interés —las galaxias o el modo en que se consigue un buen jerez. En la adolescencia, un año era el acero emocionante de César Vallejo y otro el susurro decidido y enigmático de Emily Dickinson, un año los cuentos brutales de Bukowski y otro la portentosa voz de Marguerite Yourcenar. No hubo año en mi adolescencia que se recogieran las casetas de la feria sin que yo hubiese hecho mi descubrimiento. El más importante puede que fuera, cómo no, Jorge Luis Borges, ese laberinto, esa biblioteca, esa inmensidad.
Ojalá alguien en esta feria que durante estos días se despliega por los jardines de Murillo de Sevilla descubra algo parecido en alguna de las casetas.
Siempre que se hace el elogio acrítico de la lectura y se combaten sus enemigos escuchamos los mismos tópicos, la misma impotencia. Creo que es mala política o pedante publicidad. Ya sé, ya sabemos todos que la lectura tradicional obliga a nuestros cerebros a una gimnasia mental más activa que la lectura digital, lo han demostrado estudios científicos que han puesto en claro que el nivel de atención y la capacidad de retención de la lectura en papel multiplica por diez los números de la lectura en pantalla. Pero, siendo destacable, es lo de menos: el acto en sí, leer, sigue siendo el mismo: ese acto ha pasado por los soportes más inauditos, la arcilla, el bambú, el papel, la pantalla, pero siempre ha significado lo mismo: recolectar. Los sumerios, que rayaban el barro blando antes de cocerlo, hacían surcos para escribir, y por eso escribir era lo mismo que sembrar, de donde no fuera sino lógico que leer fuera recoger lo sembrado. De recolector a elector y lector. Quien lee elige. Pero desesperad de pedirle a la lectura cualidades medicinales que nos mejoren: si es verdad que la lectura invita al ejercicio mental por sí sola para alejar algunas enfermedades, da igual lo que se lea y no es por ahí por donde se podrá hacer el elogio de la buena literatura si es que es capaz uno de definir qué cosa sea. No hay duda de que la literatura agranda el mundo, pero lo hacen tanto las malas novelas de Sven Hassel como las monotonías de Patrick Modiano, las levedades sonrientes y hondas de Francisco Vighi, poeta menor, o las graves salmodias de Gamoneda, poeta mayor. No hay herramienta para medir la utilidad que tengan en cada quien esos libros. Si es por utilidad, pocas dudas habrá de que uno de los libros más útiles que uno ha leído es Es fácil dejar de fumar si sabes cómo de Allen Carr, que ha conseguido que millones de personas dejemos el tabaco a pesar de que está lleno de obviedades y alguna exageración ilógica (como cuando dice que si a uno le gustara de veras fumar y no fumara porque tiene un monstruo dentro que cada cuarenta minutos pide nicotina, entonces se pasaría el día fumando sin interrupción, lo que equivale a decir que a uno no le gustan los pasteles porque solo es capaz de comerse uno alguna tarde o no nos gusta follar porque si nos gustara estaríamos todo el día follando).
Seguro que hay algún ejemplar de ese libro entre los que se ofrecen en esta feria de los jardines de Murillo que habla de ello.
No es por el lado de la utilidad por donde debe hacerse el elogio de la lectura ni tampoco por el de la competencia con otras fuentes de entretenimiento o sabiduría o emociones por donde la lectura puede ganar nuevos recolectores para las enormes plantaciones de texto que se han sembrado y se seguirán sembrando. La lectura no necesita que se le eche la culpa a la radio, ni la televisión, ni el cine —que es otra forma de literatura— ni los videojuegos… ha de ser convincente por sí sola. En la última selectividad, en un ejercicio se les preguntaba a la chavalería: qué prefieres leer un libro o ver una película, justifica tu respuesta. Un setenta por ciento de alumnos escogió ver una película por razones distintas: podían verla en compañía, eran receptores pasivos —naturalmente no lo decían así—, exigía menos esfuerzo. Había un veinte por ciento que prefería la lectura, pero no son ellos a los que me interesa destacar, me interesa el diez por ciento restante, el que supo ver que la pregunta no tenía sentido porque no hay obligación alguna de elegir, porque no está escrito en ninguna parte —y si está escrito, mal escrito está— que no se pueda sin perjuicio y contra toda competitividad entre disciplinas, disfrutar de cines y videojuegos y lecturas. Leer ha de bastarse por sí mismo. El verbo leer no admite, como el verbo amar, el modo imperativo, según dijo memorablemente Daniel Pennac.
Seguro que entre los volúmenes que hay en esta feria de los jardines de Murillo puede encontrarse algún ejemplar de ese libro.
Entre los tópicos con que cargan el libro y la lectura ninguno más peligroso, por mentiroso, que el que asegura que nos mejoran: todos conocemos cientos de casos de gente muy leída que no por ello deja de ser más repugnante. De hecho, que sea tan leída multiplica la repugnancia. Así que no puede caerse en ese tópico porque enseguida van a recordarte que Goebbels tenía una biblioteca de veinte mil libros (por tener, tenía hasta la medalla del Premio Nobel de Literatura que le regaló el noruego Knut Hansum) y no parece que eso sirviera para que dentro de él se fabricase la menor dignidad. A mi parecer, el acto de leer, el objeto mágico del libro, según sintagma de Borges, el comercio de intimidad que se da entre un texto y quien lo lee, finalmente quien se encarga de darle vida a lo que sin esa intervención no sería más que lenguaje muerto, ay tragedia del alma, que decía Unamuno, se tiene que defender solo, con una sola consigna: lo que los libros procuran no puede obtenerse en ninguna otra parte, la experiencia de ir dando vida a lo que estaba muerto, esa fricción sin la cual no puede haber literatura, es milagrosa y enigmática, radiante y autosuficiente, procura un abanico de horizontes que ya está en quien lee: diversión, curiosidad, erudición, crítica, conocimiento, todo eso puede encontrarse en otros lugares, sin duda, pero el modo en que se adquieren, se recolectan, en los libros es distinto, misterioso, esencial. Que haya cientos de personas dispuestas a no aprovechar, disfrutar, sentir un acto mágico tan al alcance de la mano, no deja de ser un misterio para mí. Es un morirse de sed junto a una fuente, según el verso del cubano Nicolás Guillén. Pero también parece evidente que la de crear lectores es una de las tareas imprescindibles que todos los agentes involucrados en el mundo del libro han de proponerse como imperiosa necesidad: poca cosa hemos hecho escritores, editores, críticos, profesores, libreros si no podemos decir que hemos creado, al menos, algún lector, que le hemos descubierto a alguien en alguna parte esa maravilla, ese lujo, que es una palabra que procede de lo que los latinos entendían como «fuera de lo normal, o sea, extraordinario».
Seguro que hay entre los libros que esta feria de los jardines de Murillo ofrece hay algún diccionario etimológico que lo explique.
Todo en el mundo existe para acabar en un libro, decía Mallarmé. Es una frase olímpica, muy de literato sobrado. No, yo creo justo lo contrario: todo libro a lo que de verdad aspira es a que alguien lo convierta en mundo, a salirse de la sepultura que ocupa, porque los libros son sepulturas llenas de vida, para que alguien los convierta en otra cosa, en una experiencia propia, en unas horas de entretenimiento pasajero pues hemos venido al mundo a deshacernos en tiempo, en la pesca del conocimiento de algo que ya no olvidará. Entre algunas de las muchas cosas que los libros pueden ser, están los disfraces. Los libros nos disfrazan y los disfraces nos desnudan: eso es lo que consiguen los mejores libros, de un solo golpe disfrazarnos de otros y desnudarnos, nos llenan de gente pero nos obligan a descubrir quiénes somos, de qué estamos hechos mientras nos vamos deshaciendo. Los leemos a solas para no estar solos. La literatura está hecha de paradojas. La más importante es que toda ella se produce en un tiempo y un espacio determinados —o sea, un tiempo y un espacio que la determinan—, pero solo las obras que consigan sacudirse el tiempo y el espacio en que se crearon, los trasciendan, puedan viajar sin perder esencia a idiomas distintos, a épocas futuras, serán verdaderamente las esenciales.
Seguro, seguro que hay unos cuantos libros que hablan de ello entre los que se ofrecen en esta feria de los jardines de Murillo.
En esta irrealidad que nos ha tocado vivir, sé bien, porque tengo amigos en el gremio, que mientras las ventas se han mantenido e incluso multiplicado, han cerrado librerías y el regreso a eso que llaman normalidad está siendo difícil, severo, costoso. Mi amigo el librero Manuel Romero Bejarano me contaba la apabullante tensión a la que están sometidas las librerías, y cuanto más rentable le pudiera resultar alquilar el local para que se abriese otra tienda de ropa, otro bar, pero todos los problemas de los que me hablaba, la esclavitud del trabajo contable de recepción de novedades y devolución de libros incesante, se solucionarían con unas cuantas decenas de miles de lectores más, lo que España nunca ha tenido (en esto conviene no engañarse): un colchón de lectores que sacara a las librerías del departamento de heroicidades en el que desde hace muchos años, y luchando con tantos elementos, están. Ya lo decía Azaña: en España la mejor manera de guardar un secreto es publicar un libro. Lo curioso —o lo triste— es que esos lectores de español están, existen, son cientos de miles, he visto a gente hambrienta de libros en Guayaquil y Arequipa, en Veracruz y Caracas, y no deja de sorprenderme cómo nos permitimos el infame despilfarro de ignorarnos unos a otros, cómo nuestra presunta potencia editorial hace tan pocos esfuerzos —o esfuerzos tan desencaminados— para no aprovechar ese colchón de lectores, esa riqueza unánime de tener una lengua —llena de hablas distintas— que nos permite ser compatriotas de César Vallejo y de Elena Garro, de Idea Vilariño y de Nicanor Parra.
Seguro que hay, espero que haya, algunos libros suyos entre los que se ofrecen en esta feria.
Quienes en cualquier caso sí que saben derrotar las distancias y al tiempo mismo son los propios libros: esa es de hecho una de sus grandes magias, la magia que permite que sea puro presente un poema escrito en sumerio hace miles de años, la magia que nos deja asomarnos a una historia que sucede en Guatemala o Cochabamba y que de repente, sin que nos demos cuenta cómo, habla de nuestro propio barrio, nuestro barrio disfrazado y por lo tanto de alguna manera desnudo, la magia en fin que se opera en nuestros circuitos neuronales cuando cometemos el milagro de recolectar, o sea leer, lo que alguien sembró, o sea escribió, en alguna parte, no importa dónde, en algún tiempo, no importa cuándo. Igual que las caracolas guardan el sonido del mar, los libros guardan el sonido del mundo, de la incesante novedad del mundo, unos permiten decir al autor que todo es el cuento de un idiota hecho de ruido y furia y no significa nada y otros permiten decir que el mundo está bien hecho. Por fortuna nadie nos obliga a quedarnos con ninguna de las versiones, la suerte de poder elegir tanto, es que nos podemos quedar con todo lo que nos sirva de algo. Nada más absurdo que imponerle a los libros la obligación de unas expectativas: cada cual se impondrá la suya, unos querrán hacernos reír y otros enterarnos de cómo era la peste en la Edad Media , unos se conformarán con entretenernos con una intriga y los más ambiciosos se propondrán asombrarnos, algunos habrán conseguido encapsular en sus páginas los misterios de una vida y otras serán trampolines para que echemos de menos a algo o a alguien.
Seguro que hay de todo entre los libros que se ofrecen en esta feria de los jardines de Murillo, Sevilla.
La lluvia tan necesaria la está desluciendo pero siempre ha sido el mejor sitio para situarla. Me ha sorprendido la cantidad de puestos teniendo en cuenta la cantidad de librerías históricas que han cerrado en estos malos tiempos. Resiste al menos para mí, mi favorita, Palas. Y sorprende la cantidad de reediciones y libros nuevos que no paran de publicarse.