Cuando se fundó el Museo Británico, el Reino Unido ya era una gran potencia. La Armada Real, una poderosa fuerza naval con gran influencia política y militar, protegía sus colonias y rutas comerciales. Así que no sorprende que la creación del museo respondiera a una insaciable curiosidad por el mundo, además de un creciente interés por recopilar objetos exóticos, acumulando así tesoros de todo el planeta, aunque, a veces, de manera cuestionable.
El museo tiene su origen en la muerte del médico, naturalista y coleccionista sir Hans Sloane, quien indicó en su testamento de 1753 que donaba su colección privada al estado con la condición de que esta fuera accesible al público. En su colección había cuarenta mil libros, siete mil manuscritos, dibujos de Durero y antigüedades de varios países del mundo. A esto se añadió la biblioteca personal del político Robert Cotton y la del anticuario Robert Haley. El 15 de enero de 1759, el museo abrió sus puertas en la Casa Montagu, una mansión del barrio londinense de Bloomsbury.
Más tarde se decidió trasladar el contenido a una nueva sede en Great Russell Street; su ubicación original se había quedado pequeña y era imposible albergar la creciente colección además de recibir al cada vez mayor número de visitantes. El nuevo edificio, de estilo neoclásico, diseñado por el arquitecto sir Robert Smirke, permitió dar cabida a más exhibiciones y mejorar las instalaciones. Desde entonces, el Museo Británico ha sido una de las instituciones culturales más importantes del mundo, aunque no sin controversia, por la forma en cómo muchos de los objetos han llegado ahí.
La piedra Rosetta
En 1799, un grupo de soldados franceses, parte de la campaña militar de Napoleón Bonaparte en África, trabajaba en la fortificación de la ciudad de Rashid (Rosetta) en el delta del Nilo. Entre ellos se encontraba el ingeniero Pierre-François Bouchard, quien, mientras supervisaba las excavaciones, descubrió una gran piedra de granito negro.
Esta piedra, ahora conocida como la piedra de Rosetta, era un bloque posiblemente tallado en el año 196 a. C. que contenía un decreto del rey Ptolomeo V escrito en tres idiomas: griego, demótico y sistema jeroglífico. Rápidamente, Bouchard comprendió su potencial importancia y la piedra fue enviada a El Cairo para ser estudiada.
En 1801, tras la derrota de las fuerzas francesas por las de los británicos y otomanos, el tratado de capitulación incluyó la transferencia de numerosos artefactos, incluida la piedra Rosetta, a los británicos. Estos, reconociendo su valor, se aseguraron de transportarla a Londres. El acceso a la piedra permitió a los académicos descifrar los jeroglíficos. Fue el filólogo francés Jean-François Champollion quien, en 1822, logró descifrar el antiguo sistema de escritura egipcio utilizando el texto griego como clave.
El busto del faraón Ramsés
A principios del siglo XIX, un grupo de exploradores británicos, liderados por Giovanni Battista Belzoni, se adentró en las ruinas de Tebas. Mientras exploraban el Ramesseum, el templo mortuorio de Ramsés II, Belzoni descubrió un colosal busto de más de dos metros de altura y varias toneladas de peso.
Al poco tiempo, el poeta Percy B. Shelley escribió su famoso soneto «Ozymandias», basado en el nombre griego del faraón. El poema relata la historia de un viajero que encuentra en el desierto las ruinas de una estatua colosal con la inscripción: «Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes: ¡Mirad mis obras, poderosos, y desesperad!». El busto de Ramsés II, que llegó al Museo en 1818, se convirtió en una poderosa representación del poema, «desdén de frío dominio».
El gigante de la Isla de Pascua
Una de las piezas más icónicas del Museo es el moái Hoa Hakananai’a, una estatua de basalto de la Isla de Pascua, de 2.4 metros de altura y 4 toneladas de peso, que fue esculpida entre el año 1000 y 1200 d. C. Fue sacado de la isla en 1868 por el comodoro Richard Powell, quien llegó a Rapa Nui, intercambió objetos con los pobladores y mientras presenciaba sus ceremonias envió a sus hombres a recorrer la isla por si encontraban algo de valor que pudieran llevar a casa. En el recorrido encontraron dos estatuas gigantes, una de las cuales Powell regaló a la reina Victoria.
Desde 1869 se encuentra en el Museo Británico, donde es una de las atracciones más destacadas. La estatua es notable por los petroglifos en su espalda, asociados con el culto al hombre-pájaro.
La serpiente azteca
En el antiguo imperio azteca, la serpiente bicéfala simboliza la dualidad y el equilibrio. Descubierta en México y llevada a Europa en el siglo XVI por los conquistadores españoles, esta serpiente de dos cabezas probablemente fue uno de esos artefactos enviados como tributo o curiosidad a la corte española. Pronto atrajo la atención de coleccionistas europeos fascinados por las exóticas culturas recién descubiertas y, con el tiempo, la pieza cambió de manos y acabó en el Museo Británico.
Exhibida en la Sala Mexica, la serpiente de dos cabezas no solo fascina por su belleza, sino también por su profundo significado cultural y religioso, atrayendo a visitantes de todo el mundo interesados en la rica herencia del antiguo México. La pieza, hecha de madera y cubierta con mosaicos de turquesa, conchas y corales, presenta dos cabezas decoradas con ojos de obsidiana y conchas, mostrando la increíble habilidad de los artesanos aztecas.
La tortuga de jade
En 1803, mientras se realizaban excavaciones en un pozo en la India, los trabajadores se toparon con un hallazgo inesperado. Al fondo del pozo, enterrada y protegida del paso del tiempo, yacía la tortuga de jade. Este descubrimiento fue notable, ya que los artefactos de esta calidad y procedencia eran raros y muy valorados.
Durante la época mogol, especialmente bajo el reinado de Jahangir, la corte imperial promovió el arte y la cultura, encargando numerosas piezas de jade. Por eso, la tortuga de jade no solo es una muestra de la habilidad artesanal de la época, sino también un reflejo del gusto sofisticado y del poder de la corte mogol. Después de su descubrimiento, la tortuga de jade fue cuidadosamente conservada y, finalmente, fue legada al Museo Británico en 1830.
El juego real de Ur
El juego real de Ur se remonta al tercer milenio a. C. y fue originalmente jugado en la antigua Mesopotamia, en lo que hoy es Irak. Los tableros de juego de Ur han sido encontrados en varias excavaciones arqueológicas, por lo que es muy probable que fuera un juego popular en toda la región del Medio Oriente, incluyendo Sumeria, Babilonia y Asiria.
Uno de los tableros más famosos fue descubierto en la década de 1920 por el arqueólogo sir Leonard Woolley durante las excavaciones en las tumbas reales de Ur. El tablero, hecho de madera, lapislázuli, conchas y piedras semipreciosas, se encontró junto a otros valiosos objetos funerarios, lo que podría indicar que era un juego reservado para la élite.
Las reglas del juego no se descubrieron hasta la década de 1980, cuando un curador del Museo Británico, Irving Finkel, experto en escritura cuneiforme, descifró una tablilla de arcilla del período babilónico que contenía las instrucciones detalladas del juego. Esta tablilla había sido previamente ignorada o malinterpretada, pero Finkel reconoció su importancia y la tradujo cuidadosamente. El juego real de Ur es un juego de carrera y captura, similar en algunos aspectos a los juegos modernos como el backgammon. Los jugadores lanzan dados tetraédricos para mover sus piezas a lo largo de un camino en el tablero, con el objetivo de ser el primero en llevar todas sus piezas a la línea de meta.
La tablilla del Diluvio
La tablilla del Diluvio, parte crucial de la Epopeya de Gilgamesh, fue descubierta en la década de 1850 por el arqueólogo británico Austen Henry Layard durante sus excavaciones en el palacio del rey Asurbanipal en Nínive, en la actual Irak. Este notable hallazgo incluyó miles de tablillas cuneiformes, entre las cuales la tablilla del Diluvio destaca por su relato del encuentro de Gilgamesh con Utnapishtim, quien narra un gran diluvio similar a la historia de Noé en la Biblia. Estas tablillas fueron transportadas cuidadosamente a Londres y entregadas al Museo Británico, donde se inició un arduo trabajo de catalogación y estudio.
El asiriólogo George Smith, del Museo Británico, hizo un avance significativo al descifrar y traducir la tablilla del Diluvio a finales del siglo XIX. En 1872, Smith anunció su descubrimiento, resaltando las sorprendentes similitudes entre el relato de Utnapishtim y la historia bíblica del diluvio, lo que generó un gran revuelo tanto en el ámbito académico como en el público en general. El descubrimiento no solo enriqueció la comprensión de la literatura mesopotámica, sino que también ofreció perspectivas sobre cómo las antiguas civilizaciones entendían los eventos catastróficos y la intervención divina.
La cabeza de Ife
La relación entre Gran Bretaña y el Reino de Ife se remonta a la época del comercio atlántico de personas. La cabeza de bronce, de aproximadamente 600 años de antigüedad, probablemente representa a Ooni, el líder del Reino de Ife. La pieza destaca por su realismo y la detallada representación del rostro humano, una característica única en el arte africano de la época.
El Reino de Ife, situado en la actual Nigeria, fue un centro cultural, político y espiritual importante y es considerado el lugar de origen de la civilización yoruba. Durante su apogeo, Ife fue un próspero centro de comercio y arte. Las esculturas de Ife fueron redescubiertas a principios del siglo XX; la cabeza de bronce en cuestión fue encontrada junto con otras esculturas de terracota y piedra, revelando la rica tradición artística del Reino de Ife y ayudando a redefinir la percepción del arte africano antiguo.
Estas esculturas son consideradas tesoros nacionales en Nigeria y simbolizan la rica herencia cultural del país. Exhibida en el Museo Británico, la escultura sigue fascinando a los visitantes y ofreciendo una valiosa conexión con una de las civilizaciones más importantes de África Occidental.
Las esculturas y frisos del Partenón de Atenas
A principios del siglo XIX, un audaz personaje llamado Thomas Bruce, séptimo conde de Elgin, se embarcó en una misión que cambiaría el curso de la historia del arte y, posiblemente, de la arqueología. Lord Elgin era el embajador británico del Imperio otomano, que en aquel entonces controlaba Grecia. Su interés por el arte y la cultura clásica motivó su admiración por los magníficos templos de la antigua Atenas, y especialmente, por el Partenón.
Lord Elgin consiguió del sultán otomano un permiso algo ambiguo para poder «dibujar, moldear y, en algunos casos, retirar piezas» de los monumentos atenienses. Entusiasmado por la oportunidad de llevar un pedazo de la antigua Grecia a Gran Bretaña, lord Elgin organizó una expedición que hoy en día sería vista como puro saqueo. Bajo la atenta mirada de los perplejos atenienses, los trabajadores de Elgin comenzaron a desmontar metopas, frisos y otras esculturas del Partenón.
A su regreso, lord Elgin se enfrentó a críticas tanto en Grecia como en Gran Bretaña. Para limpiar su reputación, y también aliviar sus deudas, Elgin lo vendió todo al gobierno británico. Desde entonces, los frisos del Partenón han sido una pieza central del Museo Británico, fascinando a millones de visitantes y alimentando el debate sobre la repatriación de artefactos culturales.
Vayan donde vayan los británicos, vuelven con algo debajo del brazo. Su insaciable apetito por recopilar objetos de todo el mundo ha llevado a que el museo sea conocido, no sin una buena dosis de ironía, como «la colección de bienes robados más grande del mundo» (The World’s Largest Stolen Goods Collection). Es deporte nacional, podríamos decir, ese afán por acaparar los tesoros de otras culturas y exhibirlos como trofeos en las salas del museo.
Cada pieza cuenta una historia no solo de su lugar de origen, sino también de la peculiar forma en que llegó a formar parte del museo. Desde la valiosa piedra Rosetta hasta los majestuosos frisos del Partenón, cada artefacto parece susurrar relatos de viajes no del todo voluntarios y de propietarios originales que nunca imaginaron que sus tesoros acabarían tan lejos de casa.
Entre los numerosos objetos que alberga el Museo Británico, uno podría ser la urna griega que inspiró al poeta John Keats a escribir su «Oda a una urna griega». En ese poema, Keats reflexiona sobre la inmortalidad del arte y la esencia de la belleza: «Beauty is truth, truth beauty». La urna, con sus escenas congeladas en el tiempo, captura la imaginación y la permanencia de la belleza a pesar del paso del tiempo; la esencia misma del Museo Británico.
Imágenes: The Trustees of the British Museum (CC).