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En la estela filosófica de las tres carabelas

Las carabelas la Pinta, la Niña y la Santa María a su paso por las islas de Margarita y Cubagua, en Venezuela. Imagen: P.B. Boultats / Getty.
Las carabelas la Pinta, la Niña y la Santa María a su paso por las islas de Margarita y Cubagua, en Venezuela. Imagen: P.B. Boultats / Getty.

La llegada de Colón a América fue un acontecimiento de un impacto tan grande que apenas puede compararse con otros de los que tenga memoria la humanidad. Hoy en día, las misiones al espacio nos dejan estupefactos, por su audacia y por la hazaña científico-técnica superlativa que comportan, pero todavía no han tenido efectos globales tan duraderos y decisivos como el de los viajes de circunnavegación coronados, en 1492, por el desembarco de las tres carabelas en la isla de Guanahani. Aunque soy de la generación de argentinos que celebraba el 12 de octubre en la escuela sin vergüenzas, como un encuentro, de la importancia de la aventura de Colón tomé verdadera conciencia en la universidad, en los seminarios de grado que dictó en su momento el profesor Abel Orlando Pugliese

A comienzos de 1992, Pugliese —que entonces vivía en Alemania y enseñaba en Berlín–— propuso al Departamento de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires, donde se había graduado en 1954, una serie de cursos dedicados a pensar el quinto centenario en clave filosófica. O mejor dicho: el rol central que jugó América en la trayectoria vertiginosa que llegó a adquirir el pensamiento filosófico europeo entre los siglos XVI y XVII. Pugliese fue hilvanando, con una erudición apabullante, la relevancia de la idea de América en el surgimiento de los estados nacionales, en la idea de naturaleza, y en la crítica de la metafísica (con la subsiguiente transformación de la filosofía en ciencias). La bibliografía para semejante recorrido era potencialmente infinita; recuerdo haber estudiado Maquiavelo, Suárez y Vitoria, Grocio y Pufendorf en el primer cuatrimestre. En otro, Ulisse Aldrovandi, Francis Bacon, Shakespeare y von Humboldt. Y en el que fue más importante para mí, Oresme, Kepler, Galileo, Brecht y la discusión contemporánea sobre el eppur si muove

Porque en octubre de 1992, mientras multitudes peregrinaban a Expo Sevilla, en Roma, Karol Wojtyła, el papa Juan Pablo II, rehabilitaba oficialmente la figura de Galilei para la Iglesia. Pero todo ese proceso —que ahora puede parecer una anécdota lejana, borrosa, acaso insólita— llevó en su momento a una profunda revisión del caso Galileo no solo en ámbito teológico sino, sobre todo, en el de la historia de las ciencias físicas y en la de la filosofía. En ese momento, Pugliese traía al Río de la Plata algunos debates muy precisos que sabíamos que de otra manera, sin tecnologías de la digitalización masivamente disponibles, en tiempos difíciles para las humanidades locales, nos habría sido imposible registrar. 

Al comienzo de su serie Pugliese nos hizo notar un elemento lexical, y conceptual, que nos ayudaría a comprender el efecto diferido que tuvo la empresa de Colón en el pensamiento filosófico occidental. Una reacción en cadena, demorada pero irreversible. Ese elemento estaba cifrado en la lengua en la que se expresó prácticamente toda la filosofía europea de época medieval y moderna. En latín, la palabra invenio —al igual que en el griego εὑρίσκω—, se funden ambas acciones: la de encontrar y hallar (por casualidad o porque se lo buscaba, y de ahí, en sentido derivado, ganar), la de descubrir, y la de inventar. Incluso, sin forzar demasiado al diccionario, la de fabular o inventar un sofisma, o un pretexto. 

Como ocurre, por ejemplo, en el canto XIX de la Odisea: Penélope mantiene engañados a los pretendientes que acechan, diciéndoles que se va a casar con uno de ellos cuando termine su tela, que teje de día pero desteje de noche. Así durante tres años, hasta que un día sus siervas, «perras que en nada reparan», descubren su ardid, la denuncian y ella se ve forzada a terminar el tejido: «Y ahora ya ni me puedo negar a esas bodas ni logro inventar (heurisko) otra excusa».

Lo que Colón encontró

Como se sabe, el grupo que partió del puerto de Palos en agosto de 1492 tenía como meta llegar a Oriente por vía occidental, pero esquivando la costa africana, que estaba siendo explorada desde hacía algunos años por navegantes portugueses: los Reyes Católicos no querían enemistarse con la monarquía vecina. En el Diario del Primer Viaje, pocos días antes de avistar tierra, Colón reitera esta misma convicción. La evoca, algunos años después, Bartolomé de las Casas, con una cita textual en su Historia de las Indias: «Su principal intento era ir en busca de las Indias por la vía de Occidente, y esto era lo que había ofrecido a los reyes y los reyes lo enviaban para este fin». En el momento en que Colón escribe esas líneas, a casi dos meses de la partida, ya era muy manifiesto el descontento de su tripulación, que se había amotinado días atrás por las dificultades del viaje y por la tardanza en alcanzar el objetivo. Pero si bien el riesgo era enorme, no eran menores el empeño del navegante genovés y la recompensa prometida: además del título de «almirante mayor de la mar océano», le habían asegurado —detalla— nombrarlo virrey y «gobernador perpetuo de todas las islas y tierra firme que yo descubriese y ganase». 

Estos, descubrir y ganar, son los términos con los que Colón se refiere a la que será su hazaña, tanto en el Diario como en la carta que escribe al escribano de la corona, Luis de Santángel, una vez desembarcado en la isla de Guanahani, para avisar de su logro. Santángel despacha de inmediato la noticia a su par, Alonso de Quintanilla, y poco después la carta se convertirá en imparable best seller en las principales plazas europeas. (Santángel y Quintanilla funcionaban como una suerte de ministros de Hacienda, uno por cada una de las casas que formaban la pareja real: Aragón y Castilla.) En sus relaciones, Colón habla siempre de «descubrir», de «encontrar», «conseguir», «ganar», «fallar» («hallar», con la típica f- inicial latina que, en muchos casos, se fue convirtiendo en h). Así también aparece referido el acontecimiento de 1492 en otros documentos posteriores. El licenciado Marcos Felipe, por ejemplo, en su epitafio de Hernando Colón, hijo del almirante, se refiere a Cristóbal como quien «descubrió y halló las Indias y el Nuevo Mundo».

Por supuesto que Colón no habla de sí mismo como inventor ni de su aventura como inventio (en latín). Mucho menos de heurésis o heuretés (en griego). Juan Gil, editor de las cartas colombinas, advierte que, por ser entrenado hombre de mar, «estaba acostumbrado a chapurrear mil lenguas sin lograr expresarse bien en ninguna». Por eso su escritura, una mezcla de varios dialectos italianos con un portuñol antiguo y algunas palabras sueltas de un latín muy básico, reproduce esa jerga levantisca en la que un marino podía hacerse entender en cualquier puerto, sin enredarse en cuestiones filológicas. Colón tampoco se interesa por corregir las transcripciones que otros hacen de su aventura a la lengua del saber erudito, en las que sí aparece la familia lexical del invenio. Ni se detiene en ellas ni podría evitarlas.

En el relato de su llegada a una isla del archipiélago de los Lucayos, una de las actuales Bahamas, a la que denomina La Española, Colón describe un panorama de prosperidad inaudita. En un tramo, por ejemplo, cuenta que avanza por tierras «fertilísimas en demasiado grado», atravesadas por «fartos ríos y buenos y grandes ques maravilla», con sierras transitables y alta vegetación. Con árboles que «parescen que llegan al cielo», unos floridos, otros cargados de frutos, «tan verdes y tan fermosos como son por mayo en España». Enfatiza la gran diversidad de especies que observa, las cuales se distinguen «por la diformidad fermosa dellas». Hay «pinares a maravilla» y «campiñas grandísimas, y hay miel, frutas», y «muchas minas de metales». Terrenos propicios «para plantar y sembrar, para criar ganados de todas suertes, para edificar ciudades y lugares», con «ríos muchos, de gran torrente, los más de los cuales traen oro». 

Narra el encuentro con los pobladores locales, que transcurre sin hostilidad: curiosidad mutua e intercambio cordial de regalos, por más desigual que sea el trueque. Detalla algunas costumbres, sus herramientas, su indumentaria escasa, sus «perros mastines y branchetes» (del francés blanchet: perrito blanco, faldero). Observa que nunca ladran. En un momento culminante de su descripción de La Española, el propio Almirante se mezcla con el paisaje: «Y cantaba el ruiseñor y otros pájaros de mil maneras en el mes de noviembre por allí donde yo andaba». Dice Borges que «el ruiseñor, en todas las lenguas del orbe, goza de nombres melodiosos». En la primera narrativa que tuvo Europa de lo que años más tarde se va a denominar continente americano, Colón lo nombra en castellano.

Algunos meses más tarde, mientras va regresando a España, ratifica su certeza de haber llegado no solo a Oriente sino al confín, es decir, al paraíso que la Biblia sitúa en la tierra. El jueves 21 de Hebrero de 1493, siempre en el Diario, anota: «bien dixeron los sacros theólogos y los sabios philósophos que el Paraíso Terrenal esta en el fin de Oriente, porque es lugar temperadíssimo, así que aquellas tierras que agora él avía descubierto, es —dize él— el fin del Oriente».

Lo que Colón inventó

En 1798, Kant publica sus clases de antropología, dictadas en la Universidad de Königsberg en dos épocas diferentes: corresponden a cursos de 1772-1773 y de 1795-1796. En el libro segundo de este tratado, dedicado al placer sensible y estético, Kant subraya una importante distinción conceptual en lengua alemana (que corresponde con la diferencia entre los dos principales significados implícitos en el latín invenio y el griego heurísko). La ilustra con el caso de Colón. 

«Inventar algo es muy diferente de descubrir algo. Pues la cosa que uno descubre se supone previamente existente, solo que aún no conocida, p. ej., América antes de Colón; pero lo que se inventa, p. ej., la pólvora, no era conocido antes del artífice que lo hizo. Las dos cosas pueden tener mérito, pero se puede encontrar algo que no se buscaba (como el alquimista que encontró el fósforo) y eso no es mérito alguno…». (Antropología en un sentido pragmático 57, traducción de Mario Caimi)

Kant viene hablando del placer estético y quiere distinguir al genio (que requiere imaginación no imitativa, originalidad) de las «mentes mecánicas» (concentradas en el aprendizaje de la técnica artística, con reglas, imitación, reiteración). Opone así a quienes, como Leonardo da Vinci, «muchas veces toman caminos nuevos y revelan nuevas perspectivas», de quienes, aunque no hayan marcado una época, acaso hayan contribuido más a desarrollar las artes, «con su entendimiento cotidiano que progresa lentamente guiado por el bastón y la vara de la experiencia». Unos parágrafos más adelante, al margen ya del gusto, Kant vuelve sobre los términos que expresan el aumento del conocimiento. Y al profundizar la clasificación anterior, vuelve a ejemplificar con Colón:

«Descubrir algo, [es] ser el primero en percibir algo que ya estaba, p. ej. América, la fuerza magnética que se orienta a los polos, la electricidad del aire. Inventar algo, llevar a la existencia efectiva algo que aún no existía, p. ej., la brújula, el aeróstato…». (Antropología… 72)

Kant, una de las mentes más agudas del siglo XVIII, da a entender que Colón simplemente descubrió algo que ya estaba ahí. En el siglo XIX, Nietzsche alude a esta misma distinción de la Antropología… en tono sarcástico. Es decir, para burlarse de Schelling y del idealismo que siguió a Kant, habla de ese periodo como «la luna de miel de la filosofía alemana». Una época inocente, ingenua, «en la que aún no se sabía mantener separados el descubrir y el inventar…». Ahora, más allá de sus comentarios cáusticos, Nietzsche tampoco advierte las anteojeras especulativas con las que se está observando la llegada de Colón a América. El hecho de ver allí solo un descubrimiento y no todo lo que esa empresa tiene de invención

Probablemente no fuera una invención del todo original: en la América que Colón proyecta se combinan imágenes preexistentes de origen diverso. Un mapa que sitúa a Oriente en el Caribe, una topografía edénica inspirada en relatos bíblicos, una fauna capaz de dotar a esa geografía nueva, ignota, de algún rasgo familiar. Porque en las Bahamas no había ruiseñores. Ni los pobladores locales reaccionaban todos con curiosa amabilidad. No tenían mastines, ni mucho menos perritos falderos. Y a los perros que criaban en ámbito doméstico se los comían. En viajes sucesivos, los colonizadores iban a introducir otras razas caninas, más agresivas, para doblegar a poblaciones rebeldes. No se trataba, en fin, de la Isla de los Bienaventurados ni de ningún otro paraíso, pagano o judeocristiano.

Epílogo

La Argentina, descubrimiento un poco más tardío, algo relegada del primer impulso colonizador, tampoco ha sido un lugar idílico. No lo era en 1536, cuando los querandíes incendiaron y destruyeron el fuerte de Santa María del Buen Aire, el primer asentamiento de lo que un día iba a ser nuestra capital. Tampoco ha sido lugar idílico en el siglo XX. Sin ir más lejos, Abel Orlando Pugliese, que en ocasión del quinto centenario proponía un periplo filosófico portentoso, había sido profesor de Gnoseología y Filosofía de las Ciencias en la Universidad de Buenos Aires hasta 1974. Ese mismo año, durante el gobierno de Isabel Perón, con la universidad intervenida, la Facultad de Filosofía y Letras fue clausurada y sus profesores, cesanteados. Entonces Pugliese, que había recibido un doctorado en Friburgo y título de matemático en la Universidad Tecnológica de Berlín, fue distinguido allí como catedrático. Residió en Europa hasta su muerte. Pero a partir de 1992 y durante unos diez años fue alternando sus compromisos profesionales en Alemania con algunos cursos en Buenos Aires. Sin recompensas de ninguna corona, sin la promesa de cargos honoríficos, volvía a adentrarse en un mar de incertidumbres y desembarcaba en un territorio ansiado, a veces hostil, para enseñar a un grupo estudiantes ávidos la coincidencia del descubrir y el inventar.

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