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El segundo sexo treinta años después: conversaciones con Simone de Beauvoir

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Simone de Beauvoir (1908-1986), French writer. 1957. © Jack Nisberg / Roger-Viollet /Cordon Press

Acaba de aparecer del libro de Alice SchwarzerConversaciones con Simone de Beauvoir (Editorial Triacastela, Colección Libros Incorrectos). Este libro ofrece una síntesis de la vida e ideas de Beauvoir en sus propias palabras y en un ágil formato dialogado: la relación entre teoría y práctica o entre ética y conducta; los avatares del feminismo en los años setenta del siglo veinte; su experiencia personal y la relación con Sartre; la revisión de su trayectoria en los años de la vejez… Entre 1972 y 1982, la periodista y feminista alemana Alice Schwarzer dialogó repetidamente con Simone de Beauvoir, con quien mantuvo amistad hasta su muerte. El resultado fue esta obra excepcional, inédita en español, que hoy nos ofrece de forma breve, directa y coloquial la mejor introducción a su pensamiento teórico y al relato de su vida cotidiana. Alice Schwarzer ha publicado desde entonces más de 40 libros y sigue siendo la editora y redactora jefe de EMMA, la última revista feminista en los quioscos de Europa. Ofrecemos a continuación, en exclusiva para los lectores de Mercurio, una de las entrevistas que conforman el libro.

El segundo sexo treinta años después

Han pasado cinco años desde que usted se declaró públicamente feminista. Desde entonces han ocurrido muchas cosas. En 1971, usted fue una de las mujeres que se autoacusaron públicamente de haber abortado. Después participó en una serie de acciones, de manifestaciones feministas. ¿Cuál es su relación actual con las jóvenes feministas?

Son relaciones personales con mujeres, no con grupos o tendencias. Trabajo con ellas sobre temas concretos. Por ejemplo, en la redacción de Temps modernes, donde escribimos regularmente una página sobre el «sexismo cotidiano». También presido la Liga de Derechos de la Mujer y apoyo los intentos de crear refugios para mujeres maltratadas. No soy militante en el sentido estricto del término —no tengo 30 años, tengo 67 y soy una intelectual cuyas armas son las palabras— pero estoy a la escucha y al servicio del MLF.

El proyecto para mujeres maltratadas me parece especialmente importante porque, como el aborto, el problema de la violencia afecta a casi todas las mujeres, independientemente de su clase social. Desborda los límites de clase. Las mujeres son maltratadas tanto por los maridos como por los magistrados o los obreros. Por lo tanto, estamos creando un «SOS Mujeres golpeadas» y tratamos de abrir casas para dar, al menos temporalmente, un refugio de una noche o de unas semanas a una mujer y a sus hijos, si ella no puede volver a casa porque corre el riesgo de ser golpeada por su marido, a veces hasta la muerte.

Usted ha enseñado mucho a las nuevas feministas. ¿Le han enseñado algo ellas a usted?

¡Sí! ¡Muchas cosas! Me han radicalizado en muchos de mis puntos de vista. Yo estoy más o menos acostumbrada a vivir en este mundo donde los hombres son lo que son: opresores. Personalmente no he sufrido demasiado. Me he librado de la mayoría de las servidumbres de la mujer: las de la maternidad, las de la vida doméstica.

Por otra parte, profesionalmente, en mi época había menos mujeres que hiciesen estudios. Lograr una cátedra de filosofía era situarse como una privilegiada entre las demás mujeres. Con ello me hice reconocer por los hombres. Yo era la mujer excepcional y lo acepté.

Las feministas, hoy, se niegan a asumir el papel «mujer coartada», como lo asumí yo. ¡Tienen razón, hay que combatir! Lo que ellas me enseñaron fue, básicamente, a estar vigilante. No hay que dejar pasar nada. Ni siquiera las cosas pequeñas, el sexismo más habitual. Empieza en la gramática, donde el masculino siempre predomina sobre el femenino.

Los hombres de izquierda han interiorizado tanto su complejo de superioridad (como usted dijo una vez), que siguen tratando a las feministas —que siempre se han considerado parte de la izquierda— como «pequeñoburguesas» y «reaccionarias». Según ellos, la lucha de sexos no es más que una «contradicción secundaria» y divide la lucha de clases, que es la contradicción primordial.

Casi no pueden hacerlo de otra manera. Los izquierdistas también viven como pachás. Lo llevan en la sangre… Sigue siendo una gran mistificación creada por los hombres. La contradicción mujer-hombre es tan primordial y fundamental como cualquier otra. Pese a todo, es la mitad de la humanidad contra la otra mitad. Me parece tan importante como la lucha de clases. Pero todo esto es muy complejo. Es necesario que el MLF encuentre la conexión entre ambas cosas.

De todos modos, esta noción de la prioridad de la lucha de clases se discute mucho ahora, en distintos planos, incluso dentro de la izquierda. Porque se observan tipos de luchas que ya no se sitúan en este terreno. La lucha de los trabajadores inmigrantes, por ejemplo, la lucha de los soldados en los cuarteles en Francia, la lucha por la autonomía de las regiones, la lucha de los jóvenes. Y en particular la lucha de las mujeres, que es transversal a las clases.

Desde luego, la opresión de las mujeres toma formas diferentes según su pertenencia de clase. Algunas son víctimas de ambos lados: obreras propiamente dichas y esposas de obreros. Otras sufren su opresión de mujer solo como madres y amas de casa. Pero incluso las burguesas, cuando sus maridos las abandonan, caen en el proletariado: no tienen profesión, ni cualificación, ni fortuna propia… Negarlo es otro truco masculino para centrar las luchas entre hombres. A las mujeres se les pide como mucho una ayuda de vez en cuando. Es como la relación entre negros y blancos.

El segundo sexo, que en cierto modo sigue siendo la Biblia del feminismo (solo en América se ha vendido más de un millón de ejemplares), fue inicialmente un puro trabajo intelectual y teórico. ¿Cuáles fueron las reacciones en el momento de su aparición, en 1949?

¡Muy violentas! Muy hostiles contra el libro y contra mí.

¿Por parte de quién?

Por parte de todos. Quizás cometimos una torpeza al publicar, antes de la aparición del libro, el capítulo sobre la sexualidad en Temps modernes. Desencadenó la tormenta. ¡Con unas groserías!… Mauriac, por ejemplo, le escribió a un amigo que trabajaba entonces con nosotros, en Temps modernes: «He aprendido mucho sobre la vagina de su jefa…». Y Camus, que en ese momento todavía era un amigo, me dijo: «¡Has ridiculizado al varón francés!» Algunos profesores tiraron el libro sobre la mesa, su lectura les resultaba insoportable. Y cuando iba a un restaurante, a La Coupole por ejemplo, vestida de forma bastante femenina, como es habitual en mí, la gente me miraba y decía: «¡Vaya, es ella… yo creía que… Así que juega a dos bandas». Porque en aquella época tenía reputación de lesbiana. Una mujer que se atrevía a escribir tales cosas, no podía ser «normal». Los comunistas también me hicieron pedazos. Me llamaron «pequeño burguesa» y me dijeron: «A ver si comprendes que a las obreras de Billancourt les importa un rábano lo que cuentas». Era absolutamente falso. Pero yo no tenía a mi favor ni a la derecha ni a la izquierda.

Algunos incluso llegaron a decir que no había sido usted, sino Sartre, quien había escrito el libro4. Y en cualquier caso, para la opinión pública, dominada por los hombres, usted siempre ha sido ese «ser relativo» que denuncia en El segundo sexo, la mujer que solo existe en relación con un hombre, la «compañera de vida» de Sartre. Tratar a Sartre como «el compañero de vida de Beauvoir», era una cosa impensable.

Exacto. En Francia, sobre todo, estaban realmente desatados. En el extranjero, las cosas iban mejor, porque con una extranjera es más fácil ser tolerante. Está lejos, así que es menos peligrosa.

Sé que desde hace casi treinta años recibe usted cada día cartas escritas por mujeres de todo el mundo. Para muchas de ellas, usted, Simone, era ya un ídolo incluso antes de la nueva lucha colectiva del feminismo, y sigue siendo la encarnación de nuestra revuelta. La razón está, sin duda, en el conjunto de sus análisis profundizando en la situación de las mujeres y también en sus novelas autobiográficas, ya que mostraron a una mujer que se atrevía a existir. ¿Ha aprendido algo nuevo de estas cartas?

¡He comprendido la inmensidad de la opresión! Hay mujeres verdaderamente secuestradas. Y no es raro. Me escriben a escondidas, antes de que el marido vuelva. Las cartas más interesantes son de las que tienen de 35 a 45 años: se casaron, les pareció muy bien, y ahora se encuentran completamente desamparadas… Me preguntan: «¿Qué puedo hacer? Ni siquiera tengo un oficio: no tengo nada, no soy nada». A los dieciocho años, a los veinte, una se casa por amor, y luego despierta a los treinta —y salir de ahí es ya muy, muy difícil. Es algo que podría haberme ocurrido a mí misma, por eso soy especialmente sensible a esa situación.

Siempre es muy delicado dar consejo, pero si una mujer le pregunta…

Creo que una mujer no debe caer en la trampa de los niños y el matrimonio. Incluso si ella quiere tener hijos, debe reflexionar a fondo sobre las condiciones en las que deberá criarlos, porque la maternidad, actualmente, es una verdadera esclavitud. Los padres y la sociedad dejan a las mujeres, de forma exclusiva, la responsabilidad de los hijos. Son ellas las que renuncian a trabajar para criar a los niños. Son ellas las que se quedan en casa cuando los niños están enfermos. Son las responsables cuando el niño falla. Y si una mujer quiere tener al menos un hijo, es mejor que lo haga sin casarse, el matrimonio es la mayor trampa.

¿Y las que ya están casadas, o ya son madres?

En una entrevista con usted, hace cuatro años, dije que un ama de casa con más de 35 años ya no tenía nada que hacer. Después he recibido cartas muy simpáticas de mujeres en esa situación que me decían: «¡No es cierto, en absoluto! Nosotras nos defendemos muy bien». Me alegro. Pero en cualquier caso, deberían buscar un trabajo remunerado para tener cierta autonomía, cierta independencia.

¿Y el trabajo doméstico? ¿Deberían las mujeres negarse a hacer más que el hombre en la cocina y en la educación de los hijos?

Sí. Pero eso no es suficiente. En el futuro se deberían encontrar otras formas de realizar las tareas domésticas. Que no sean hechas solo por las mujeres, sino por todo el mundo, y sobre todo que no sean hechas en aislamiento. No pienso en servicios especiales como los que existieron en algún momento en la URSS. Eso me parece peligroso, porque el resultado es una división del trabajo aún más profunda, con personas que dedican toda su vida a barrer o a planchar. Eso no es una solución.

Lo que me parece muy bien es lo que al parecer existe en algunos lugares de China: todo el mundo —hombres, mujeres, e incluso niños— se reúne un día para hacer del trabajo doméstico una actividad pública que hasta puede ser divertida. Por ejemplo, todos se ponen a lavar la ropa juntos. O a hacer la limpieza. O cualquier otra cosa. No hay tarea que sea humillante. Todas son válidas. Es el conjunto del trabajo en que se encuadra una tarea, las condiciones son las humillantes. Fregar azulejos, ¿por qué no? ¡Eso tiene tanto valor como escribir a máquina! Es la forma en que una mujer se encuentra reducida al lavado de baldosas lo que la envilece. La soledad, el aburrimiento, la improductividad, la falta integración en la colectividad: eso es lo malo. Y la división entre el trabajo exterior y el interior… ¡Todo tendría que ser un trabajo exterior, en cierto sentido!

En algunos partidos, como en algunas corrientes del movimiento feminista, se habla de un posible salario para las amas de casa.

Estoy totalmente en contra, desde luego. Tal vez, en un futuro inmediato, las mujeres que trabajan en casa y que no tienen otras posibilidades se alegrasen de recibir un salario. Es comprensible. Pero a largo plazo eso les haría creer que ser ama de casa es un trabajo, es una forma aceptable de vivir. Ahora bien, es precisamente esa condena a vivir en el gueto doméstico, esa división entre trabajo masculino y femenino, exterior e interior, lo que las mujeres deben rechazar si quieren convertirse en seres plenamente humanos. Por eso estoy en contra del salario a las amas de casa.

El argumento de algunas mujeres es que si se pide un salario podría dar la impresión de que el trabajo doméstico también tiene valor.

De acuerdo. Pero, en mi opinión, este no es el camino correcto. Lo que hay que cambiar son las condiciones del trabajo doméstico. De lo contrario, este valor quedará vinculado al encierro de la mujer que, en mi opinión, hay que rechazar. Hay que compartir ese trabajo con los hombres y hacerlo públicamente. Integrarlo en la colectividad, en comunidades en las que todo el mundo trabaje junto. Esto sucede también en algunos pueblos primitivos donde la familia no es sinónimo de encierro. Tenemos que destruir el gueto familiar.

Usted, Simone, ha resuelto este problema individualmente. No tiene hijos y no vive con Sartre. Por lo tanto, no ha realizado trabajos domésticos ni para un hombre ni para una familia. Su posición hacia la maternidad ha causado a menudo ataques de mujeres contra usted. Ellas le reprochan rechazar la maternidad.

¡Ah, no! ¡No la rechazo! Sólo pienso que hoy es una curiosa trampa para la mujer. Por eso les aconsejo que no sean madres. Pero no hago un juicio de valor. No hay que condenar a las madres, sino la ideología que incita a todas las mujeres a convertirse en madres y las condiciones en que tienen que serlo.

A esto se añade una terrible mistificación de la relación madre-hijo. Creo que, si la gente pone tanto el acento en la familia y en los niños, es porque viven en una gran soledad: sin amigos, sin amor, sin ternura, sin nadie. Están solos. Entonces, engendran niños para tener a alguien cerca. Y es atroz. También para el niño que se usa como un relleno. Y en todo caso, cuando crece se va. No supone una garantía contra la soledad.

Se lo han preguntado a menudo: ¿lamenta en la actualidad no haber tenido un hijo?

¡Ah! ¡No! Me alegro todos los días. Cuando ves a esas abuelas que, en lugar de tener un poco de tiempo para sí mismas, están obligadas a cuidar a sus nietos… Y no siempre les gusta.

¿Cuál piensa usted que es el papel de la sexualidad, tal como se concibe actualmente, en la opresión de las mujeres?

Creo que la sexualidad puede ser una trampa terrible. Hay mujeres que se vuelven frígidas, pero quizá eso no sea lo peor para ellas. Lo peor es que lleguen a encontrar tanta satisfacción en la sexualidad que se conviertan en esclavas de los hombres, lo que refuerza la cadena que las ata a su opresor.

Si la entiendo bien, en el estado de malestar que crea actualmente la relación de fuerza entre hombres y mujeres, la frigidez le parece, en última instancia, una reacción más prudente y razonable, porque refleja este malestar y hace que las mujeres dependan menos de los hombres.

Exacto.

Hay mujeres del MLF que, en este mundo dominado por los hombres, se niegan a seguir compartiendo con ellos su privacidad, y por tanto a tener relaciones sexuales y emocionales con ellos. Es decir, las mujeres hacen de la homosexualidad femenina una estrategia política. ¿Qué opina usted?

Entiendo bien este rechazo político del compromiso. Precisamente por la razón que he citado. El amor puede ser una trampa que hace aceptar a las mujeres muchas cosas. Pero eso no me parece justo más que en las circunstancias actuales. En sí misma, la homosexualidad es tan limitante como la heterosexualidad: el ideal debería ser poder amar tanto a un hombre como a una mujer, a un ser humano, sin sentir miedo, ni coacción, ni obligaciones.

Su frase más famosa es: «No se nace mujer, se llega a serlo». Hoy podemos probar científicamente esta «fabricación de los sexos» cuyo resultado es que hombres y mujeres son muy diferentes: piensan de manera distinta, tienen diferentes emociones, andan de distinto modo. No nacen de esa forma, evolucionan hacia ella. Es el resultado de su educación y de su vida cotidiana.

Casi todo el mundo está de acuerdo en reconocer esas diferencias. Pero es que no se trata solo de una diferencia: implica a la vez una inferioridad. Entonces, es doblemente notable que con la nueva revuelta de las mujeres aparezca un «renacimiento» del eterno femenino, una mistificación de la feminidad, en suma. Es lo que canta por ejemplo Jean Ferrat en su último éxito, La mujer es el futuro del hombre. E incluso en el movimiento feminista algunos grupos esgrimen estos lemas.

Creo que hoy en día algunos defectos masculinos no se dan en las mujeres. Por ejemplo, la masculinidad grotesca, esa manera vanidosa de tomarse en serio, de creerse importante. Pero ojo, las mujeres que hacen una carrera masculina pueden muy bien adoptar también esos defectos. Sin embargo, siempre mantienen un poco de humor, de distancia con las jerarquías. ¡Y la forma de aplastar a los competidores! En general, las mujeres no actúan de esa manera. Y la paciencia, que es, hasta cierto punto, una cualidad —después se convierte en un defecto—también es una característica femenina. Y la ironía, que es también un sentido de lo concreto, porque las mujeres están más implantadas en la vida cotidiana.

Estas cualidades «femeninas» provienen, por tanto, de nuestra opresión, pero deberían conservarse después de la liberación. Y los hombres también deberían adquirirlas. Pero no hay que exagerar en el sentido opuesto. Decir que la mujer tiene vínculos especiales con la tierra, el ritmo de la luna, las mareas… Que tiene más alma, que es menos destructiva por naturaleza, etc. No, si hay algo de verdad en todo esto no está en función de nuestra naturaleza, sino de nuestras condiciones de vida. Las niñas «muy femeninas» también son formadas así y no nacidas así. Numerosos estudios lo demuestran. Una mujer no tiene un valor especial por ser una mujer. Decir eso sería el biologismo más retrógrado, en total contradicción con todo lo que yo pienso.

Entonces, ¿qué supone este renacimiento del «eterno femenino»?

Cuando los hombres nos dicen: «Permaneced sensatamente como mujeres. Déjanos todas esas cosas pesadas y tediosas: el poder, los honores, las carreras… Contentaos con estar ahí, ligadas a la tierra, ocupadas en tareas humanas…» ¡Eso es muy peligroso! Por un lado, es bueno que una mujer ya no se avergüence de su cuerpo, de su embarazo, de sus reglas. Que explore su cuerpo me parece excelente. Pero tampoco hay que convertirlo en un valor y creer que un cuerpo femenino te da una visión nueva del mundo. Eso es ridículo y absurdo, sería un «contrafalo». Las mujeres que comparten esta creencia vuelven a caer en lo irracional, en lo místico, en lo cósmico. Le hacen el juego a los hombres, facilitando que las opriman, que las aparten del saber y del poder.

El eterno femenino es una mentira, porque la naturaleza juega un papel ínfimo en el desarrollo de un ser humano: somos seres sociales. Como no pienso que la mujer sea por naturaleza inferior al hombre, tampoco pienso que sea por naturaleza superior.

París, 1976

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