Cine y TV

La vuelta al cole: reflexiones de una docente a partir de la película ‘Sala de profesores’

Sala de profesores. Imagen ZDF.
Sala de profesores. Imagen: ZDF.

Hay una frase que, a lo largo del verano, cualquier docente no para de escuchar: «Dos meses de vacaciones, ¿eh? Cómo vivís los profes». Un tópico que se mantiene vigente década tras década, mucho más inamovible que las sucesivas leyes de educación y que viene a corroborar la falacia de «la suerte de ser profesor». Basta un rápido vistazo dentro de un aula para desmontar esta idea y darse cuenta de que quizá (y solo quizá, para no herir sensibilidades) dos meses de vacaciones no sean suficientes.

La experiencia educativa es común a todas las personas, y la obligatoriedad de la educación en España permite al español medio tener una fuerte opinión sobre lo que se vive en colegios e institutos y que generalmente se reduce a su experiencia personal en la educación primaria (la antigua EGB) y la ESO. Pero como el paso del tiempo tergiversa una memoria compuesta de extractos subjetivos y personales, ¿son fiables unos recuerdos infanto-juveniles que se formaron en pleno fervor hormonal y adolescente? La respuesta rápida sería que sí, hay que fiarse (al fin y al cabo, somos memoria), pero con algunos matices. Y el primero y más importante atañe a los dos puntos de vista, las dos grandes narrativas que separan la experiencia educativa en dos: la del alumno y la del profesor. Dos vivencias complementarias e inseparables que en nada se asemejan y que no son intercambiables. 

Es por eso que el cine (el audiovisual en su conjunto), al entrar en ese microcosmos que es el aula, se convierte en un valioso testimonio, por un lado, de lo que ya queda lejos en el recuerdo (o que vive aún en la experiencia presente, si todavía se está en la etapa del educando) y, por otro, de lo que niega la perspectiva limitada de haber sido solamente alumno. El cine de profesores es casi un género en sí mismo, con una larga trayectoria: hay películas al respecto en prácticamente todas las cinematografías del planeta que vienen a reivindicar la labor docente (en la mayoría de los casos), e idealizar lo que sucede durante el proceso de enseñanza-aprendizaje. Filmes como La lengua de las mariposas (José Luis Cuerda, 1999), Los chicos del coro (Christophe Barratier, 2004), la sobrevalorada El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989) o la igualmente icónica Mentes peligrosas (John N. Smith, 1995), todas ellas centradas en la figura del profesor librepensador, ponen el acento en la vocación de aquellos que se desviven por encender una chispa en sus alumnos. Eso sí, aunque hacen visibles los costes que tal empresa conlleva, en todas esas obras luchar contra viento y marea también tiene beneficios que compensan cualquier penuria al docente, que se convierte en una especie de héroe con la misión mesiánica de transformar vidas.

Con todo y con eso, la popularidad del educador se desploma cuando se acerca el verano. Y si no son suficientes los relatos luminosos para avalar los dos meses de descanso (porque el acto de premiar no es una conducta socialmente ejercida por la masa), entonces hay que recurrir a la ficción más oscura, al reverso de este tipo de cintas: a esas otras historias que revelan el lado menos amable de la enseñanza. Y para ello no es necesario retroceder mucho en el tiempo. De hecho, para que el argumento sea lo más válido posible, sirve mejor como ejemplo un film reciente como Sala de profesores (Ilker Çatak, 2023) que la cinta de 1967 Rebelión en las aulas, con más dificultad para conectar con las problemáticas actuales. 

Entrar en Sala de profesores

La ficción, por tanto, arroja luz y da pistas para entender la realidad, sin olvidar esa distancia que hay entre ambas. Asomarse a Sala de profesores es una experiencia totalmente distinta al visionado de esas otras cintas más amables focalizadas en lo hermoso de la experiencia docente. Çatak compone un thriller escolar que radiografía el presente, que permite al espectador ser testigo de las dinámicas que se generan dentro del aula, sin perder de vista los cambios y procesos madurativos que se dan en quienes ocupan los pupitres, y a la vez alerta sobre la inutilidad del idealismo como impulso pedagógico y como herramienta para arreglar el presente. Se trata de una experiencia que, por el modo en que está concebida la cinta, se convierte en un viaje inmersivo. Todo sucede en una misma localización. El centro educativo funciona como un universo en sí mismo, un hecho que la propia película reconoce en muchas de las decisiones formales que toma: no abandonar el colegio, negar al espectador toda información de la vida de sus protagonistas, utilizar un formato 4:3 que aprisiona a los personajes en el encuadre… Decisiones formales y discursivas coherentes con la idea de estar en un ecosistema con vida propia que replica el mundo en que se inscribe. Así, el instituto se convierte en una representación de la sociedad en su conjunto, y la película consigue contar lo grande a través de lo pequeño. 

Se impone, por tanto, a lo largo de todo el film cierta asfixia o sentimiento de claustrofobia ya incluso desde los primeros instantes. La primera vez que vemos a Carla (Leonie Benesch), la tutora de los alumnos de séptimo grado que es protagonista absoluta de esta historia, está hablando por teléfono. Se trata de una presentación de personaje in medias res, de golpe, sin previo aviso, en mitad de una conversación que se interrumpe. Una urgencia hace que tenga que colgar y, con prisa, se encamina a lo que resulta ser un interrogatorio estudiantil. En tan solo unos minutos de metraje se revelan cuestiones vitales a nivel argumental: la gran disconformidad de esta docente con la manera en que se aborda un conflicto entre alumnos, el continuo estrés que impera en los pasillos y aulas y la hostilidad casi palpable que surge de poner contra las cuerdas a los dos delegados de la clase. La forma en que se filma esta primera secuencia es también el anticipo del aspecto visual que adoptará el film: esa cámara flotante que sigue a Carla por todo el colegio, muy pegada a ella, acompasada con su urgencia y su nervio y que impide acceder a una panorámica más amplia y completa de la situación y el contexto en que se encuentra el personaje.

Es precisamente esta idea de ecosistema la que hace tan genuino esta película: la forma en que esa radiografía del presente pone en entredicho los beneficios de la cultura de la sospecha y de la hipervigilancia como modelo de gobierno en los centros educativos. Circunscribir la totalidad de la narración a los pasillos del instituto y eliminar todas esas referencias a las vidas privadas, familiares, personales de los que allí trabajan o estudian, es una decisión arriesgada que intensifica el suspense y condensa el peso de las decisiones y acciones a la conducta visible, a las interacciones de las que se hace partícipe al espectador, de nuevo limitando el punto de vista, tal como sucede en el día a día.

En este sentido, la película con la que mejor dialoga Sala de profesores es con la belga Un pequeño mundo (2021), de Laura Wandel: una cinta también inmersiva de una única localización, que apenas abandona del contexto escolar en el que se desarrolla. Un film que cuenta cómo la pequeña Nora, al entrar en primaria, descubre que su hermano un poco mayor está siendo víctima de bullying. La película se sitúa al lado de estos dos hermanos que viven una angustiosa pesadilla, asfixiados por una cámara que se mantiene a su lado, tan cerca que a veces incluso quisiera entrar a proteger a sus protagonistas, como si no le bastase ser testigo de tanto acoso y de tanto dolor. En este sentido, Un pequeño mundo muestra también las mecánicas de poder que se producen en este entorno tan imposible de controlar o de vigilar, en el que suceden tantas cosas a la vez y que no afectan por igual a sus integrantes. Porque los dramas de los niños no son los dramas de los adultos que allí conviven, aunque sean dinámicas, crisis e historias que se entrecruzan. 

En este panorama desolador de escaso control y abundante dolor, es necesario reconducir la mirada de nuevo a la figura del profesor. En el caso de Carla, el idealismo también es uno de sus rasgos definitorios y distintivos, pero se diferencia de sus referentes arquetípicos en la forma en que la pasión está condicionada al uso de la lógica, algo que incluso ella misma verbaliza: una prueba necesita de una derivación que se dé paso a paso… Carla no se deja llevar por la intuición o los afectos: al contrario, los pilares de su pedagogía menos naif y más terrenal son la perseverancia y la razón. Y quizá, paradójicamente, es este enfoque realista el que hace que por momentos Sala de profesores se identifique más con el thriller que con el drama social. El director Ilker Çatak coguioniza esta historia junto a Johannes Duncker, con quien fue a la escuela primaria en Estambul. Aunque no se trata de una cinta autobiográfica, ambos vivieron un episodio similar al que se relata en ella cuando los profesores entraron en el aula y quisieron revisar las mochilas de todos los niños. Surgió así la idea de abordar la cuestión de los robos, de los prejuicios, de las acusaciones gratuitas no fundamentadas, de la idea de chivo expiatorio. En la película, lo prioritario no es desentrañar la verdad, sino mostrar la forma en que los seres humanos se comportan en situaciones de estrés. Y así, el cumplimiento de las normas y las políticas de tolerancia cero son elementos que condicionan las dinámicas entre profesores, familias y alumnos. Un panorama desolador en el que se hace difícil desarrollar un acto tan libre y mágico como el de aprender.

Llegados a este punto ¿se puede extrapolar a la realidad docente la experiencia concreta de esta ficción? La respuesta es categóricamente afirmativa.

De manera muy minuciosa, Sala de profesores retrata a la totalidad de los integrantes de una comunidad educativa: están aquí representados los padres y madres, el conjunto del alumnado (como grupo, pero también como individuos), los profesores (como claustro y como docentes), la institución educativa (encarnada en la figura del jefe de estudios y la dirección del centro) y el personal de servicios. Cada uno de estos estamentos aporta una visión, un punto de vista, una perspectiva diferente que va construyendo distintas capas, niveles o dimensiones de los problemas. No es casual esta concreción por parte de un cineasta que apuesta por la holística como forma de resolver un conflicto: queda evidenciado, por tanto, que cualquier situación escolar es una cuestión integral que implica de una colaboración y coordinación de todos los miembros de esa comunidad. Y aquí surge el mayor y más claro de los argumentos en favor de los meses de descanso de un docente, cuando Çatak ofrece una de las imágenes más terroríficas del film por lo que tiene de real (y de sinsentido) y que revela que la educación hoy, más que una labor compartida, es en realidad una batalla entre dos bandos: la reunión de padres. El punto álgido de Sala de profesores no es más que una escenificación de lo que probablemente es el fenómeno social consentido más absurdo que existe. Porque las reuniones de padres a menudo se convierten en un linchamiento público del profesor, un cuestionamiento de la profesionalidad de un trabajador al que se le exige por encima de sus posibilidades y deberes. Es a partir de esta escena cuando se resquebraja la fortaleza de Carla, cuando se cuestionan sus métodos y prioridades, y ella pierde la conexión con sus alumnos.

Para cuando llega el final de Sala de profesores uno puede cuestionarse si realmente merece la pena ejercer la docencia. Educar, que en nada tiene que ver con enseñar, no se limita a la pura transmisión de los conocimientos sino que es una labor que atañe a la conducta, a encauzar ese desarrollo de la personalidad. Y este proceso está absolutamente mediatizado por el tiempo y el espacio en el que se desarrolla, dentro y fuera de las aulas. El film de Çatak, que busca reflejar esa realidad del sistema educativo actual, es también una advertencia sobre cómo lo que sucede fuera está transformando lo que pasa dentro. Porque una sociedad desquiciada solo podrá producir ciudadanos desquiciados, y una sociedad manipulada solo podrá crear ciudadanos manipulables. Ante tal panorama, la labor del docente resulta ser una actividad de riesgo: a veces físico, pero sobre todo anímico y moral. Y es por eso que hacen falta más de dos meses para poder recuperar las ganas de volver a ese campo de batalla que es el colegio: un tiempo necesario para que dejen de doler los golpes y fortalecer la piel. Al menos, mientras sigan siendo legales las reuniones de padres…

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5 Comentarios

  1. ¡Excelente artículo!

  2. Interesante artículo, cuyo final me recuerda lo que escribió hace ya un tiempo Rafael Sánchez Ferlosio en un texto titulado «¡Fuera papás!».

  3. Vaya. Que intensito. Que jodido es ser padre. Que jodido es ser profesor. Que jodido es ser alumno.
    Desde mis varios trienios como conserje de un instituto no puedo si no citar a Chesterton y decir que nadie es un héroe para su ayuda de cámara.
    Si encuentro alguna oferta dejo unos cuantos paquetes de kleenex en la sala de profes.
    Salud.

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