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Volver para contarlo

No puedo imaginar nada

El corazón de las tinieblas es un libro con capas: novela corta, cuento largo, thriller psicológico, crónica de viaje, descenso al inframundo, reversión de la Divina comedia, precuela de Apocalypse Now, tratado sobre el horror, retrato de época, anticipo de lo que vendrá, ensayo existencial, relato autobiográfico.

Volver para contarlo, de Andrea Calamari. JD Books.
Volver para contarlo, de Andrea Calamari. JD Books.

Es todo eso y también la obra más conocida de Joseph Conrad, que nació como Józef Teodor Konrad Korzeniowski. El primer y segundo nombre los heredó de sus abuelos, y el tercero fue tomado de un personaje de ficción —el protagonista sacrificado de un poema nacionalista que le gustaba a su padre—. En esos tres nombres pretendía concentrarse el sentido patriótico y el mandato familiar para un muchacho que lo único que logró sentir en Polonia fue claustrofobia; tierra rodeada de más tierra y permanentemente acechada por los rusos. Antes de ser mayor de edad, dejó eso y se fue a Inglaterra, el país de ultramar que lo dejaba a un paso del océano. Solo hacía falta llegar al puerto y subirse a un barco.

Fue marinero, contratista y capitán de la Marina mercante británica, se dedicó al contrabando y al tráfico de armas, viajó al Caribe y a la India, recorrió el Mediterráneo, estuvo en África y vivió seis meses en el Congo devastado por Leopoldo II. Más de veinte años de su vida los pasó en el mar y cuando volvió a tierra se sentó a escribir. Ya no hizo otra cosa.

Escribe en inglés, titubea ante cada palabra y añora las que desconoce; duda con la gramática y la ortografía; cada tanto aparece esa sensación de que podría decirlo mejor. Es un recién llegado al idioma, pero no se puede escribir sobre barcos sino en inglés.

«Antes del Congo, yo era tan solo un animal», escribió Conrad en una carta y en ese momento supo que había terminado su carrera de marinero y empezaba la de escritor. Iba a contar lo que había vivido, pero los hechos y la memoria son insuficientes para la literatura.

La ficción está más cerca de la verdad que cualquier narración histórica. El corazón de las tinieblas relata una experiencia llevada un poco (y solo un poco) más allá de los hechos reales. No puedo imaginar nada.

Un narrador anónimo introduce a otro que sí tiene nombre: el marinero Charlie Marlow cuenta a sus compañeros de viaje una travesía por un río tropical en busca de un tal Kurtz. Una historia dentro de otra historia con testigos y contadores; un relato donde el lector nunca sabe con certeza quién habla y deambula también perdido entre la niebla y el barro. No hay trama.

La partida es desde Londres; antes de embarcarse hace falta una revisión previa —nadie sabe lo que puede pasar en África— y el médico mide la cabeza de los marinos, es una operación de rutina.

—Siempre pido permiso, velando por los intereses de la ciencia, para medir los cráneos de los que parten hacia allá.

—¿Y también cuando vuelven?

—Nunca los vuelvo a ver. Además los cambios se producen en el interior, sabe usted.

El narrador les da vueltas a las historias porque sabe que su luz no está nunca en el centro, sino por fuera, difuminada. Dos tercios de la novela transcurren en el trayecto y el tiempo que les toma llegar desde Londres a África; como Sherezade, Marlow mantiene viva la atención de los marinos con las peripecias: retrasos, enfermedades, complicaciones, ataques. A medida que el barco avanza, los conflictos del protagonista se van tiñendo: de la burocracia fría de las oficinas británicas hacia la espesura negra de la selva, el relato se vuelve denso. Son más de cien páginas, y la palabra Congo no aparece ni una sola vez. No hace falta, un lugar como ese no se resuelve en un nombre:

En cuanto llegué tuve la sensación de haber puesto el pie en algún tenebroso círculo del infierno.

Lo que Marlow encuentra en la selva no son hombres encadenados y enfermos, son sombras que pasan, como las que vieron Dante y Virgilio. El viaje no es a las tinieblas, es algo más radical: the darkness.

Una primera ojeada al lugar bastaba para comprender que era el diablo el autor de aquel espectáculo.

En el infierno africano hay ruinas y lamentos. Los remeros son negros, los cargadores son negros, los prisioneros son negros. Filas de negros sucios arrastran los pies hasta los barcos, cargan el marfil y bajan las cuentas de colores que son su paga. Los lectores están ahí, pueden ver oler y sentir, forman parte de esa expedición que hace meses busca a Kurtz, el hombre al mando de la extracción, un nombre cargado de símbolos. El aire es caliente y denso; el río es un desierto; el día y la noche, una irrealidad. Los sonidos que llegan desde la selva pueden ser cualquier cosa: guerra, amistad, miedo, oración. El barco se mueve como puede con el último suspiro de vapor. Los hombres a bordo están hambrientos.

Sin embargo, seguíamos avanzando. A veces tomaba como punto de referencia un árbol, situado un poco más arriba, para medir nuestro avance hacia Kurtz, pero lo perdía invariablemente antes de llegar a él. Mantener la vista fija durante tanto tiempo era una labor demasiado pesada para la paciencia humana.

Cuando Marlow, protagonista y narrador del viaje atroz, encuentra a Kurtz, lo que ve es un hombre que ha roto con todos los límites de la vida en sociedad. ¡Ah, el horror! ¡El horror!, lo escucha decir. El otro narrador, el marinero sin nombre que podría ser Conrad, termina de contar la historia y cae en la cuenta de que siguen en el mar rumbo a África. Adonde se dirigen no es un lugar, sino un destino.

La tranquila corriente que llevaba a los últimos confines de la tierra fluía sombríamente bajo el cielo cubierto Parecía conducir directamente al corazón de las inmensas tinieblas.

Las formas del infierno

Hasta Dante, el mundo de los muertos era un espacio caótico; él llegó para ordenarlo, trazó su forma para la posteridad y nos legó una imagen para lo que hay más allá de la muerte sin hacer un solo dibujo. De todos los espacios creados por Dante, el más espectacular es el infierno, tan visual que Sandro Botticelli no pudo ceder a la tentación de pintarlo.

Leemos en la Divina Comedia:

Bajo un cielo sin estrellas resonaban suspiros, quejas y profundos gemidos, de suerte que, apenas hube dado un paso, me puse a llorar. Aquellos desgraciados, que no vivieron nunca, estaban desnudos y eran molestados sin tregua por las picaduras de las moscas y de las avispas que allí había. […] donde reinan eternas tinieblas. Seguíamos atravesando siempre la selva, esto es, la selva que formaban los espíritus apiñados. Empezaron a dejarse oír voces plañideras y llegué a un sitio donde hirieron mis oídos grandes lamentos.

Leemos en El corazón de las tinieblas:

No eran enemigos, no eran criminales, no eran nada terrenal, solo sombras negras de enfermedad y agotamiento, que yacían confusamente en la hierba verdosa. Mientras yo permanecía paralizado por el terror, una de aquellas criaturas se elevó sobre sus manos y rodillas y se dirigió hacia el río a beber. Del otro lado la selva se erguía espectral a la luz de la luna, y a través del incierto movimiento, a través de los débiles ruidos de aquel lamentable patio, el silencio de la tierra se introducía en el corazón de todos… su misterio, su grandeza, la asombrosa realidad de su vida oculta. El olor del cieno, del cieno primigenio, ¡por Júpiter!, estaba en mis narices, la inmovilidad de aquella selva estaba ante mis ojos.

Competir con una obra de imaginación

En África no hay fronteras, ni siquiera entre la vida y la muerte.

(Leopold Senghor)

Cualquier viaje es una experiencia de la que no se sale igual y requiere volver para contarlo, pero hay en África algo que atrajo mucho más que a exploradores; los poetas buscan ahí una experiencia radical, la diferencia absoluta, un continente extremo. Mark Twain, Arthur Conan Doyle, André Gide, Graham Greene, Gertrude Stein, Jane y Paul Bowles, Truman Capote, Jack Kerouac, Allen Gisnberg, William Burroughs. Algunos buscaron la selva y el desierto, otros se quedaron en las playas cálidas de Tánger y Ernest Hemingway fue a cazar animales. África es todo lo que el resto del globo no es y Hemingway quiere. Estuvo en una guerra, viajó, escribió, vendió y cobró. Tuvo París y quiere otra cosa, algo brutal y feroz. Carga mujer y mochila y llega al continente donde no hay fronteras. Va de cacería a las llanuras del Serengueti —la llanura sin fin—, que están al norte de Tanzania, un espacio cerca y lejos del Congo, alistado para aquel que busca una experiencia montaraz. Se sirve del viaje para hacer un experimento literario.

A diferencia de muchas novelas, ninguno de los personajes e incidentes de este libro son imaginarios. El lector que no encuentre suficiente interés amoroso en él tiene la libertad de insertar los sentimientos amorosos que él o ella experimente durante la lectura. El autor ha intentado escribir un libro absolutamente verídico, para comprobar si el aspecto de un país y el curso de los acontecimientos de un mes de actividad, presentados con sinceridad, pueden competir con una obra de imaginación.

En los años treinta, nadie llamaba a eso periodismo narrativo pero era la forma que Hemingway estaba explorando: intentaba escribir «sencillas frases verídicas» y, donde otros narradores se veían tentados a seguir, él se detenía. En la escritura, decía, hay que operar como Cézanne en sus cuadros: un primer plano detallado sobre un fondo vagamente descrito. Por eso cuando vivía en París iba todos los días al Museo de Luxemburgo a mirar sus cuadros, quería que se le pegara algo de su estilo. Después de aquellos años en París, nunca más quiso vivir en una gran ciudad y buscó experiencias extremas.

Camina detrás de los porteadores nativos que cargan víveres y municiones. Suben y bajan por senderos improvisados, el sol parece no irse nunca, el sudor le empaña los ojos y el rifle cada vez pesa más. El Hemingway del libro se abre paso con el arma cargada y lista para el tiro limpio y la presa más grande. Es antipático, ostentoso y competitivo. Lleva una navaja en el bolsillo para escarbar en las entrañas todavía palpitantes del animal herido; cuando se entusiasma con el whisky, acapara la conversación y habla de literatura.

Le gustaría cazar como escribe, como si fuera una compulsión natural. Mientras haya papel y lápiz, esa historia que tiene en la cabeza será contada, así debería ser con la caza: cuando se sepa que existe tal o cual animal, habrá que tenerlo. El cazador desprecia un poco al escritor. Sería mucho mejor quedarse en África, aunque no quiere arruinar nada más: «Un continente envejece rápidamente cuando nosotros llegamos».

Pasó diez semanas cazando, volvió a Estados Unidos y dos años después publicó Verdes colinas de África, el libro que debía competir en interés con las obras de ficción y que no les gustó ni a los críticos ni a los lectores.


Este texto es un capítulo del libro Volver para contarlo, un recorrido fascinante a través de los relatos que han dado forma a nuestra comprensión del mundo y del arte de narrar. La autora, Andrea Calamari, nos ofrece un homenaje a los relatos que han moldeado nuestro pensamiento y una invitación a ver el mundo con nuevos ojos, siempre listos para la próxima aventura, siempre dispuestos a regresar y compartir lo aprendido. Disponible ya en nuestra tienda.

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4 Comentarios

  1. MacNaughton

    Pero todos los escritores que dices, Andrea, siguieron la estela de Robert Louis Stevenson, un autentico estrella literario de entonces quien, al heredar un dinero al fallecer su padre, emprendio un viaje de años a las islas pacificas, donde de murio en 1894, en Samoa como el «Tusitala», «el contador de historias» como lo llamaban alli…

    «el horror, el horror!!!» lo dijo primero RLS en «The Merry Men» con respecto al mar, y en cuentos maraviĺlosos como «Ebb Tide» y el inolvidable personaje de Attwater, fundo todo un sub genero de hombre blancos locos con su imperio en las colonias que luego aprovecharia Conrad y HG Welles…

    De Edimburgo y francofilo, se murio con solo 44 años y dejo en su dedicatorio a su mujer, Fanny, en «Weir of Hermiston» estas palabras sobre Edimburgo desde Ssmoa:

    » I saw rain falling and the raindow drawn / On Lammermuir. Hearkening I heard again / In my precipitous city, beaten bells /
    Winnow the keen sea air /
    And here afar, intent on my own race and place / I wrote.

  2. MacNaughton

    En español:

    «Yo vi la lluvia caer y el arcoiris dibujarse / Sobre Lammermuir. Escuchando de nuevo, oi /
    En mi ciudad precipitosa/ Campanas golpeadas filtrar
    El vivo aire del mar /
    Y aqui desde lejos, /
    Concentrado en mi raza y mi lugar / escribo…

  3. MacNaughton

    «Debajo un profundo y estrellado cielo/
    Excava la tumba y dejame yacer /
    Feliz vivia y feliz me muero /
    Asi que dejame aqui con voluntad /
    Estas son las palabras que tu grabas para mi /
    Este es el lugar donde anhelo estar/
    De vuelta a casa el marinero /
    De vuelta del mar /
    Y cazador de vuelta del monte»

    Asi reza la tumba de Robert Louis Stevenson en Samoa, pero, por supuesto con un error por medio…

  4. MacNaughton

    El error por medio es, la penúltima línea del verso en ingles es home from sea… a ver:

    Home is the sailor /
    Home from sea /
    And the hunter home from the hill

    Y van y ponen en la tumba:

    Home is the sailor /
    Home from THE sea/
    And the hunter home from the hill…

    Entonces los aficionados de Stevenson, y hay muchos en Escocia, que hacen el viaje a Samao para ver su tumba, se echan las manos a la cabeza… Seguro que era obra de Lloyd Osborne, el infasuto hijastro de RLS, hijo de la temible Fanny Osborne..

    Stevenson escribe de maravilla sobre Edimburgo, sus «Picturesque Notes», un breve ensayo sobre Edimburgo, es estupendo…

    Este verano me hecho varias rutas Stevenson. Fui a Swanston, en las afueras de Edimburgo, para ver el cottage de verano que tenía sus padres allí. Me fui a Duddingston Loch, al lado del instituto que asistía en mis mocedades, para ver el lago donde RLS patinaba sobre hielo en invierno…

    …había estado allí mil veces de joven pero sin saber ese hecho, aunque mi primer recuerdo literario fes estar sentado en las rodillas de mi padre mientras me leía «La Isla de Tesoro» y al autentico miedo que me daba Blind Pew con su marca negra (black spot)…

    Junto con mis lecturas de Kenneth White, el gran intelectual escocés de nuestro época acaso, y con todo lo que ha escrito Stevenson sobre Edimburgo, me he dado cuenta que la primera cosa que tiene que hacer un escritor es prestar atención a su entorno, sea ese como sea…No lo hacemos lo suficiente hoy en día, estamos todos atacados y con el móvil un desastre para la literatura el internet, el fin tal vez…

    Stevenson, como comentó David Daiches, era un gran escritor de lugar… a great writer of place… prestaba mucha atención a su entorno y sabía representarlo en prosa…

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