Arte y Letras Historia

Un vagón en medio del bosque

El vagón CIWL 2419 en Berlín, 1944. Fotografía: Getty.
El vagón CIWL 2419 en Berlín, 1944. Fotografía: Getty.

Un vagón como campo de batalla.

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Se fabricaron veintidós vagones iguales a él. Idénticos. Las mismas maderas, los mismos sillones, los mismos marcos y letras doradas, las mismas piezas cinceladas en bronce. Pero este terminó siendo muy diferente al resto. Fue el que menos kilómetros recorrió por las vías. 

Desde 1916 hasta su destrucción apenas circuló.

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El  vagón CIWL 2419 fue fabricado por la Compagnie Internationale des Wagons-Lits, la misma del legendario Orient Express.

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En 1916, ante el recrudecimiento de la guerra y la necesidad de utilizar cada bien para fines bélicos, el vagón fue guardado en un galpón. Demasiado lujo, demasiado confort entre tanta muerte. Dos años después, lo restauraron y modificaron su interior para que sirviera de oficina móvil al mariscal Foch

Un cuartel general entre rieles. 

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Foch lo usó por primera vez el 28 de octubre de 1918. Diez días después recibiría allí, hostil y sin concesiones, a sus enemigos. 

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Para noviembre de 1918, la Primera Guerra Mundial parecía decidida. Alemania no podía resistir más. Las voces internas del Imperio que desde hacía tiempo pedían el fin de las acciones lograron imponerse solo ante lo evidente de la caída, la falta de fuerzas de sus hombres, la escasez de pertrechos, la pérdida cotidiana de posiciones y en especial de vidas. 

Era la hora del final. Era tiempo de armisticio. 

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El bosque de Compiègne. El tercer espacio forestal francés de mayor extensión; es probable que en esa época se desconocieran esas precisiones agrimensoras.

Entre robles, hayas y algún animal salvaje escondido se produjo el encuentro. No era sencillo fijar un punto de encuentro. El lugar debía ser discreto, algo apartado. El mariscal Foch sabía que sería en sus dominios, una de las prerrogativas del vencedor. 

Los alemanes tendrían que dirigirse al lugar que él impusiera. Dispuso —tal vez entusiasmado por la novedad— que fuera en su oficina móvil, ese lujoso vagón comedor que habían adaptado para que él trabajara mientras se desplazaba por las zonas de combate. 

El bosque, y el claro en el que se encontrarían la formación ferroviaria y la caravana de autos que traían a los vencidos, estaba equidistante del frente de batalla y del cuartel general aliado. 

Los derrotados cruzaron las líneas enemigas en cinco autos. Luego fueron escoltados por soldados aliados hasta llegar al bosque. Foch no quería que nada les pasara. 

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No hubo amabilidad en el encuentro. Solo cláusulas innegociables, imposiciones y un plazo de setenta y dos horas para aceptarlas. Si los alemanes no lo hacían, los ataques comenzarían de nuevo. 

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11 del 11 a las 11. En ese momento terminaría, para muchos, la guerra. 

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El armisticio se firmó apenas pasadas las cinco de la mañana. A las once entraría en vigencia. Las noticias corrían lentas. A veces tardaban varias horas, en otras ocasiones, varios días en llegar a los destinatarios. En este caso, los comandantes de cada bando comunicaron por radio el armisticio. Su novedad se transmitió como un virus. Pero hasta las once de la mañana, en esas seis horas (deben haber sido bastante menos hasta que se comunicó oficialmente) murieron casi tres mil soldados. Mientras en las ciudades de los países vencedores se festejaba, en el frente de batalla se seguía combatiendo. Algunos continuaron disparando hasta los últimos minutos. Los motivos fueron varios: estricto cumplimiento de las órdenes, demora en la llegada de la información, sed de venganza, deshumanización, la inercia de la guerra.

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Se cree que el último soldado americano muerto fue Henry Gunther. Atacaba una posición alemana. Dicen que había sido castigado por sus superiores poco antes y, en los estertores de la contienda, pretendió mejorar su reputación. La bala impactó en el centro de su pecho a las 10:59 del 18 de noviembre. 

Si la muerte siempre tiene un componente inextricable, de comprensión imposible, es difícil imaginar la alegría de esos padres cuando se enteraron del cese del fuego y luego la desolación, el dolor ardiente, al saber que su hijo no volvería. 

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El vagón, tras el fin de la guerra, regresó a su servicio habitual. Un salón comedor acomodado para clientes acomodados: turistas, viajantes, hombres de negocios, políticos, figuras del espectáculo yendo a conquistar nuevas plazas. Duró poco. 

Alguien debe haber pensado que un lugar donde se había firmado un documento tan importante, un sitio que se había vuelto símbolo de la victoria, pero en especial del sometimiento del enemigo, no podía estar llenándose de tierra por las vías francesas. La compañía ferroviaria, congraciándose con el Gobierno, lo donó para que fuera exhibido.

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Estuvo expuesto frente a la entrada del  Museo de los Inválidos hasta abril de 1927. Por años fue la gran atracción del lugar.

Dos o tres metros antes de la entrada al vagón había una enorme placa: «Aquí, el 18 de noviembre de 1918, sucumbió el orgullo criminal del Imperio alemán, vencido por los pueblos libres que pretendía dominar».

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Los numerosos visitantes, los chicos corriendo dentro de él y la inactividad fueron deteriorando la unidad. 

El alcalde de Compiègne aprovechó para presentar un reclamo: el vagón debía estar en su ciudad, en el sitio original que lo había hecho famoso. Después de varios meses de silencio y de respuestas burocráticas inocuas, el alcalde encontró la solución: un mecenas. Arthur Henry Fleming, un empresario maderero norteamericano, se encargó de las reparaciones, de trasladarlo hasta el bosque de Compiègne y de construir un museo (una especie de gran tinglado) que contuviera al vagón, a escasa distancia del memorial para los caídos en la Primera Guerra Mundial. Este museo, por cuestiones logísticas, no estaba construido en el lugar exacto en el que la formación se había detenido en el momento de la firma, sino a varios metros.

Se inauguró el 11 de noviembre del 1927, el día que se cumplía el noveno aniversario de la firma del armisticio.  

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Hitler, dicen, lo calculó antes de ordenar la invasión. Era una de sus obsesiones. Sus hombres habían localizado la unidad hacía un tiempo. Cuando se impuso, cuando Francia declinó, hubo que dirimir las condiciones de la ocupación. Había que firmar un documento que las estableciera. Hitler no necesitó consultar. Sabía qué título llevaría el documento y donde se firmaría. 

El vagón CIWL 2419 sería la sede de un segundo armisticio.

Así que hubo que trasladar ese vagón que no andaba sobre rieles desde hacía dos décadas y ubicarlo en el lugar exacto en el que había estado el 11 de noviembre de 1918.  No bastaba que estuviera en el bosque de Compiègne, ni que la distancia entre el museo y el sitio original fuera escasa. La orden fue feroz y no admitía interpretaciones: «¡Saquen el vagón de ese depósito! ¡Y pónganlo en el mismo lugar que estuvo en el 18! ¡Exactamente en el mismo lugar!».

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Ahora los que imponían condiciones eran los alemanes. Ellos decidían y sus enemigos aceptaban. Hitler imitó a Foch. Escamoteó su presencia y cuando lo hizo se mostró imperial y repleto de desprecio.

Sus ayudantes habían dispuesto todo. Cada cosa dentro del vagón debía estar en su lugar: en el lugar que estaba en noviembre de 1918. Para que no hubiera ningún error consultaron documentos, testimonios y las pocas imágenes que había. El Führer se sentaría en el mismo sillón y en el mismo sitio de la mesa en el que lo había hecho el mariscal Foch. 

Los franceses recibieron el mismo trato que habían dispensado: no había condiciones que discutir. El texto del armisticio era ese. De otro modo, no había acuerdo. 

El mismo breve plazo para responder.

Hitler forzaba las simetrías. Un copycat del armisticio. Estaba convencido de que así su victoria se multiplicaba. Y que sería vitalicia. 

La venganza había sido consumada. El daño, reparado. 

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El Führer no estaba dispuesto a dejar el vagón en medio de ese bosque francés. Lo hizo trasladar a Berlín y lo exhibió frente a la Puerta de Brandeburgo. La prueba cabal, palpable, de su triunfo. Ya no se trataba de informes radiales, de tapas de diarios, ni de discursos encendidos y triunfalistas. No. El vagón se podía ver, tocar, la gente lo recorría. Las inscripciones en francés ahora las leían, con espíritu burlón, los alemanes.

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El segundo armisticio, el que marcaba la supremacía nazi sobre Francia, el que vino después del desastre bélico de la batalla de Francia y el que produjo la creación del Gobierno de Vichy se firmó el 22 de junio de 1940.

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Antes de abandonar el bosque de Compiègne, Hitler dio una orden precisa. Destruyan todo, debía notarse que el Führer había pasado por ahí. Nada debía quedar en pie. El tinglado, las placas conmemorativas, cualquier construcción. Hasta el césped debía ser prendido fuego. Solo debía subsistir una cosa: la estatua del mariscal Foch. Para que esa figura fuera testigo de la tierra arrasada, para que los franceses supieran que solo podían reinar sobre escombros inservibles y pastos chamuscados.

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La elección del lugar del segundo armisticio se rigió por el principio opuesto al de 1918. Foch pretendía discreción y evitar que los franceses de Senlis, la ciudad en la que estaba emplazado su cuartel general, lincharan a los representantes alemanes. Hitler quería la revancha, escarmentar a sus enemigos, que se postraran ante él y la Alemania nazi. Necesitaba la exposición. 

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Cuatro años después, el avance de los Aliados provocó el repliegue de los alemanes. También hizo que recurrieran a recursos que solo pueden ser sugeridos por la desesperación. En los últimos meses hubo más hambre, más muerte, más dolor. Y la ominosa certeza de que nada los alcanzaría, de que la derrota estaba consumada. Mientras Hitler estuviera al mando, aquellos que sugerían la rendición, procurar negociar condiciones no tan desfavorables (ninguna sería favorable en ese contexto y luego de lo ocurrido los cinco años anteriores) con las potencias occidentales, eran considerados traidores y defenestrados. Hitler, acorralado, había ordenado quemar París y arrasar las ciudades alemanas a punto de ser conquistadas por los Aliados. Para el Führer, pletórico o menguante, en la victoria como en la derrota, todo venía acompañado de destrucción. 

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Entre esas órdenes de destrucción, una fue muy especial para él. La postergó durante meses. Tal vez esa haya sido la primera vez que tuvo conciencia de que el fin estaba demasiado cerca. 

Primero ordenó su traslado. La intención era alejarlo del avance aliado. Primero fue movido a Ruhla y luego al pueblito de Crawinkel. 

La orden fue secreta. Unos oficiales de las SS pusieron los explosivos en la parte de abajo, cerca de las ruedas y dentro de la unidad: en el mostrador, en el escritorio principal, en su entrada. Mucha más dinamita de la que se necesitaba. No querían que subsistiera ningún vestigio. La detonación hizo volar por los aires maderas y metales. Una patrulla se encargó de recoger los restos y enterrarlos. Al final, por si acaso, encendieron una enorme fogata.

El fuego consumió los últimos restos del vagón del armisticio. 

La Segunda Guerra Mundial terminó. Las actas de capitulación alemana (Stalin obligó a que el acto se repitiera) no se firmaron en un tren. Una vez más no hubo concesiones ni se aceptó ningún condicionamiento. 

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Ese no fue el final de esta historia. O sí. Y lo que siguió fue un epílogo. O tan solo una de esas pequeñas escenas descartadas, breves chistes, que pasan en el cine después de los títulos de cierre de las películas. 

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Cien años después de la firma del armisticio de 1918, dos jefes de Estado volvieron al lugar. Angela Merkel y Emmanuel Macron se internaron en Compiègne y llegaron hasta el lugar de la firma. Otra vez los símbolos. Pero en este caso no había lugar para la venganza ni para la humillación. No hubo discursos. Flores en el memorial. Fotos de la canciller y del presidente juntos. Y una nueva placa, un compromiso para el futuro que habla del valor de la reconciliación franco-alemana al servicio de Europa y de la paz. 

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En la actualidad, en el Museo del Armisticio hay un vagón en exhibición. Fue donado por la empresa ferroviaria y es de la misma serie que el original. Es la unidad 2439D. Dicen que es otro de los vagones que utilizaba la formación de Foch. Dentro se hicieron todas las remodelaciones necesarias para que luciera igual al que utilizaba Foch en 1918. Mandaron fabricar réplicas de los sillones y de la gran mesa de reuniones. Se restauraron las letras doradas del exterior y se lijaron y barnizaron los listones de madera del exterior.  

Se inauguró el 11 de noviembre de 1950. Del original solo lleva unas pocas piezas de bronce que pudieron ser rescatadas. O al menos eso es lo que se cree.

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Un comentario

  1. Buena historia.

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