Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down #48 «Exploradores», ya disponible.
El 20 de mayo de 1932 a las dos de la tarde, en Irlanda del Norte, dos campesinos vieron aparecer lo nunca visto en su tranquila vecindad rural: un aeroplano. Nunca hubiesen esperado asistir a semejante escena en los alrededores de Derry, modesta ciudad a setenta kilómetros de Belfast. La aviación era todavía una disciplina joven, pasto de los titulares, y exótica para buena parte de la población. De manera especial en Derry, donde todavía no existían aeródromos ni otros destinos razonables para una avioneta.
El aparato iba descendiendo con la aparente intención de aterrizar en el mismo prado donde los dos lugareños permanecían de pie, boquiabiertos, contemplando el espectáculo. Un avión aterrizando en ese lugar llevaba a pensar que el piloto se había perdido, o que había sufrido algún contratiempo mecánico mientras intentaba llegar a Belfast. Procedía quizá de Dublín, o tal vez de la vecina Gran Bretaña. Cuando la avioneta tomó tierra sin mayores contratiempos, los dos hombres se acercaron para interesarse por el piloto. Sorprendidos, descubrieron que la piloto era una mujer. Era delgada, rubia, de ojos claros y, pese al prosaico atuendo de aviadora, de aspecto sofisticado. Con un acento que no sonaba irlandés, les dijo que se había visto forzada a aterrizar en aquel prado porque, como ellos habían supuesto, su avioneta sufría una avería y estaba perdiendo combustible. La piloto extranjera les dijo que su plan inicial había consistido en llegar hasta París. Los campesinos, fascinados, le preguntaron si había volado desde muy lejos, y escucharon con asombro su respuesta: «Desde América».
Amelia Earhart, de treinta y cinco años de edad, natural de Kansas, había pasado quince horas sobrevolando el Atlántico. Lo había hecho en solitario, sin el apoyo de un copiloto, un oficial de navegación o un mecánico. Tal era la magnitud de la empresa que hablamos de la segunda persona en la historia que la completaba; habían tenido que transcurrir cinco años desde que lo hubiese conseguido por primera vez el también estadounidense Charles Lindbergh. Al igual que Lindbergh, Amelia Earhart obtuvo un estatus de leyenda casi imposible de obtener por otros medios.
Su empeño en sobrevolar sola el océano se había debido, entre otras cosas, al deseo de justificar su estatus como aviadora. Cuatro años antes, en 1928, había sido la primera mujer en sobrevolar el Atlántico, pero no como piloto sino como acompañante en un vuelo comandado por dos varones. Aun así, la noticia de que una mujer había volado desde América a Europa había sido sensacional. A ella, sin embargo, le había quedado una extraña sensación de humillación: «En ese vuelo no fui más que el equipaje. Como un saco de patatas».
Su carácter le impedía verlo de otra forma. Siendo adolescente, había coleccionado recortes de prensa sobre mujeres que destacaban en profesiones consideradas masculinas. Aunque, cosa curiosa, entre esas profesiones soñadas de Amelia Earhart no estaba el pilotaje. Su propio padre intentaba inculcarle afición por la nueva y rompedora tecnología de la aviación, llevándola a espectáculos aéreos y ferias especializadas, pero ella no mostraba interés.
Empezó a sentirse más atraída a los veinte años de edad, en 1917, cuando trabajaba como enfermera voluntaria cuidando a soldados heridos llegados desde la lejana guerra en Europa. Ellos le contaban historias sobre los legendarios duelos aéreos entre los biplanos y triplanos de ases del aire como Manfred von Richthofen —el celebérrimo Barón Rojo—, el francés René Fonck, o el canadiense Billy Bishop. Poco después, acompañada de nuevo por su entusiasta padre, Amelia volvió a una feria aérea y decidió contratar un vuelo de prueba como pasajera. Subió a una avioneta biplaza. En el mismo momento en que el aparato abandonó el suelo y Amelia se vio en el aire, supo que era eso lo que quería hacer en la vida. Quería volar. Dedicó sus siguientes trabajos a ahorrar el dinero suficiente con el que pagar sus clases de piloto y la correspondiente licencia.
Su primera travesía transatlántica y su figura pública habían sido concebidas y cultivadas por el editor George G. Putnam, especializado en best sellers sobre aviación. Putnam acababa de publicar las memorias de Lindbergh, apenas meses después de su legendario vuelo. Sabía que una mujer en los cielos iba a acaparar titulares y vio en la joven Amelia una oportunidad publicitaria única. En 1928, tras sobrevolar el Atlántico como «saco de patatas», el rostro de Amelia empezó a aparecer en todos los periódicos estadounidenses y hasta en noticiarios cinematográficos. Era carismática, elegante, simpática, sonriente. Cautivó al público. Ofreció una lucrativa gira de conferencias y eventos varios con los que ganó dinero y una gran proyección.
Seguía pensando que su fama era inmerecida. No porque la fama no le gustase. De hecho, se casó con Putnam y todo indica que fue un matrimonio de conveniencia para que él pudiese dirigir mejor su fulgurante ascenso (ella le escribió una carta aclarando que Putnam no debía esperar fidelidad ni ofrecerla; tampoco quiso cambiarse el apellido). Amelia amaba el pilotaje y estaba empeñada en demostrar que había que tomarla en serio como pionera del aire. Así, pasó los siguientes años emprendiendo vuelos cada vez más arriesgados. El cubrir grandes distancias sin ayuda de copilotos ni navegantes conllevaba exponerse, entre otros peligros, a la posibilidad de desorientarse. Esto resultaba más peliagudo sobre los océanos, donde no había hitos geográficos con los que guiarse y donde había que usar el sol o las estrellas. Perderse sobre el mar equivalía a quedarse sin combustible, estrellarse, y morir.
Se jugó la vida, por ejemplo, volando sola desde California al archipiélago de Hawái. Este arriesgado viaje había sido emprendido por equipos de dos y tres personas, y no siempre había terminado bien: algunos equipos se habían perdido. Otros habían llegado de milagro y con el depósito de combustible casi vacío. Otros se habían estrellado nada más despegar por llevar el depósito demasiado lleno. Estos vuelos presentaban todo tipo de problemas incluso para dos o tres personas trabajando de manera coordinada, así que el que Amelia Earhart lo intentase sin ayuda reforzaba su celebridad y cimentaba su prestigio. Y nada engrandeció su figura tanto como el repetir la hazaña transatlántica de Lindbergh. Eso la elevó al estatus de leyenda viva. Incluso el hecho de haber tenido que aterrizar de manera forzosa en Irlanda —mientras que Lindbergh sí había conseguido llegar a París— añadió un plus de heroísmo a su asombrosa gesta.
Amelia se había resarcido. Pero no iba a quedarse ahí. Tenía que batir mayores marcas. Quería ir todavía más lejos. En 1935 se preparó para dar la vuelta al mundo.
Era algo que algunos equipos de aviadores ya habían conseguido. Por supuesto, con escalas para repostar y descansar. En 1931, el estadounidense Wiley Post había circunnavegado el planeta en ocho días con la ayuda del oficial de navegación Harold Gatty. Dos años después, Post volvió a hacerlo, pero esta vez en solitario. Eso sí, ninguna mujer lo había hecho y Amelia Earhart pensó que ella era la indicada. Además, tenía la intención de batir otras marcas: volaría siguiendo el ecuador, lo que convertiría su viaje alrededor del globo en el más largo jamás realizado por un aeroplano. Una universidad la ayudó a recaudar los fondos para comprar una novísima avioneta Lockheed Electra 10E, diseñada para la incipiente fiebre de los vuelos comerciales y capaz de alojar diez pasajeros, que fue modificada para adaptarla a la planeada expedición.
Circunnavegar el ecuador presentaba un importante desafío: cruzar el inmenso océano Pacífico por regiones donde apenas había lugares aptos para aterrizar. La tecnología aérea de la época permitía cruzar el Atlántico de una sola vez, pero el Pacífico requeriría, como mínimo, de tres escalas. La primera etapa llevaría a Amelia Earhart desde Norteamérica hasta el archipiélago de Hawái. La segunda etapa era la más delicada: debía volar tres mil kilómetros hasta encontrar la diminuta isla de Howland, situada a medio camino entre Hawái y Australia. Howland era un islote aislado que, con dos kilómetros de largo y solamente quinientos metros de ancho, resultaba casi imposible de localizar a simple vista, salvo que se volase justo por encima (casualidad improbable tras un vuelo de tres mil kilómetros). Intentar volar hasta Howland en solitario constituía un suicidio. En esta ocasión, le gustase o no, Earhart iba a requerir de un acompañante.
También iba a necesitar un sistema de radiolocalización que, en aquellos días era el único medio electrónico para calcular trayectorias. Era una antena especial que permitía estimar la dirección aproximada desde la que llegaba una emisión de radio. El sistema presentaba varios problemas. Primero, requería la presencia en el destino de un operador de radio coordinado de antemano con los pilotos: esto era fácil cuando el destino era un aeropuerto, pero un islote en mitad del mar requería situar allí un buque dotado de operadores de radio. Esto aumentaba, y mucho, los costes de la expedición.
La dificultad de aquella segunda etapa preocupaba tanto a Earhart que empezó a tener dudas sobre el oficial de navegación que había elegido; Harry Manning era experto en el uso de la radio y conocía además el código morse, muy útil en situaciones de emergencia, pero cometió un error durante uno de los ensayos previos y Earhart empezó a sentir desconfianza. Añadió a la expedición un tercer tripulante, otro oficial de navegación llamado Fred Noonan.
La primera intentona de vuelta al mundo tuvo un fin prematuro. Amelia llegó a Hawái, pero ni siquiera inició la segunda y crucial etapa: cuando se disponía a despegar, su Lockheed Electra 10E giró sobre sí mismo debido al reventón de un neumático, y quedó muy dañado cuando las alas se partieron al chocar con el asfalto. Earhart tuvo que esperar a que se completasen las complejas reparaciones, encareciendo todavía más el asunto. Entretanto, estudiando el clima, decidió que el segundo intento sería en dirección opuesta: partiendo desde Australia (o, para ser más exactos, Nueva Guinea) hacia el islote Lowland. Esto es, quitándose de encima ya de primeras la etapa más complicada. De Lowland seguiría hacia Hawái, y de ahí a Norteamérica.
Hubo un contratiempo de última hora: Harry Manning decidió apearse de la expedición. Amelia Earhart y Fred Noonan tendrían que volar sin él. Ninguno de los dos era experto en radiolocalización o código morse, aunque Earhart recibió una rápida y superficial introducción al funcionamiento del radiolocalizador. Tampoco se consideraba necesario más; en Lowland les estaría esperando el guardacostas USCGC Itasca, dotado con su propio equipo de radiolocalización manejado por operadores cualificados. Cuando Amelia llegase a la zona de Lowland, solamente necesitaba hablar por su micrófono para que el radiolocalizador del barco detectase la procedencia de las ondas, calculando la posición relativa del avión, e indicando el rumbo exacto para encontrar Lowland y aterrizar. Cabía esperar, pues, que Amelia ni siquiera necesitase usar su propio radiolocalizador, así que no parecía preocupante su conocimiento superficial del mismo. Además, si el clima lo permitía, el buque quemaría carbón en su caldera para producir una columna de humo visible desde lejos.
Amelia Earhart y Fred Noonan partieron de Nueva Guinea a las diez de la mañana del 2 de julio de 1937. Sobrevolaron el Pacífico durante unas veinte horas. Mediante navegación tradicional, observando el cielo, Noonan indicó que debían encontrarse ya a unos trescientos kilómetros de Lowland. Era momento de conseguir una aproximación más precisa, así que Earhart habló por radio en la frecuencia acordada de antemano, pidiendo radiolocalización. Para mantener activa la emisión, se puso a silbar mientras los tripulantes del buque detectaban su posición.
En el buque, mientras tanto, empezó a cundir el nerviosismo. Los operadores podían oír a Amelia silbando, pero descubrieron con horror que su sistema de radio no era capaz de conectar con la frecuencia concreta que la aviadora estaba empleando para emitir. Una carencia del diseño les impedía localizar el avión, pero además les impedía hacérselo saber a la aviadora. Amelia Earhart, tras enviar su mensaje, había obtenido únicamente silencio. Media hora después, la voz de Earhart volvió a sonar por el altavoz: «Por favor, tomad nuestra posición y dadnos un informe dentro de media hora. Haré ruidos en el micrófono». Una vez más, el buque fue incapaz de comunicarse con ella. Transcurrieron otros tres cuartos de hora. Amelia Earhart habló de nuevo: «Itasca, debemos de estar muy cerca pero no os puedo ver. El nivel de combustible está bajando. No somos capaces de contactaron por radio. Volamos a trescientos metros de altitud». Amelia estaba volando más bajo porque, de lo contrario, una espesa capa de nubes le impediría localizar la isla. Necesitaba visibilidad, pero la menor altitud aumentaba la resistencia del aire y, por lo tanto, el consumo de combustible. Los operarios del USCGC Itasca oyeron su voz con mucha claridad, lo cual indicaba que, en efecto, estaba más cerca. En pocos minutos volvió a hablar: «Itasca, estamos volando en círculo pero no podemos oíros».
Los operarios del barco empezaron a enviar una señal morse por otra frecuencia; ni Earhart ni Doohan serían capaces de descifrarla, pero podrían usar el radiolocalizador para determinar su origen. No obstante, quizá por la naturaleza de la señal o por el escaso conocimiento de Earhart sobre el uso del equipo, no pudo calcular de dónde provenían las ondas. Para colmo, las instrucciones sobre el selector de frecuencias del radiolocalizador habían sido atornilladas en un lugar donde no eran visibles, aunque en su momento nadie le había concedido importancia a este detalle. Transcurrieron más minutos de espantosa espera. El nivel de combustible debía de ser alarmante. Los tripulantes del USCGC Itasca, angustiados, seguían intentando comunicar, pero no sabían qué hacer para evitar lo que empezaba a parecer una tragedia inminente. De repente, llegó otro mensaje de Amelia: «Itasca, hemos recibido vuestras señales pero no somos capaces de obtener una lectura de la posición. Por favor, calculad nuestra posición».
La radio no volvió a sonar. El USCGC Itasca partió de inmediato en la búsqueda del avión, que debía de haber caído ya al mar. Se envió un mensaje de alarma al alto mando. El gobierno estadounidense emprendió la misión de rescate naval más extensa y cara de la historia, al menos hasta entonces.
La sensacional noticia de la desaparición de Amelia Earhart recorrió de inmediato el planeta, con consecuencias inesperadas. Cuando se hizo pública la frecuencia de radio que la aviadora había usado de manera infructuosa, se produjo un caos en las ondas. Muchos radioaficionados se negaban a creer que Amelia podía haberse estrellado y pensaban que habría conseguido aterrizar algún otro islote (como Gardner Island, situado a unos doscientos kilómetros de Lowland). Intentando contactar con ella, empezaron a bombardear la frecuencia con mensajes. Esto produjo que unos radioaficionados empezasen a recibir los mensajes de otros, pero sin entenderse por culpa de la lejanía, convenciéndose de que estaban recibiendo respuesta de la aviadora. Aún peor, esta saturación dificultaba la escucha de los militares inmiscuidos en la misión de rescate. La confusión era tal que la prensa llegó a entrevistar a una quinceañera estadounidense que aseguraba haber hablado directamente con Earhart. Según la muchacha, Amelia estaba en una isla y la había oído discutir con Noonan. La idea de que Amelia Earhart continuaba viva se apoderó de la imaginación de muchos ciudadanos que imaginaban angustiados la escena de Earhart y Noonan perdidos en algún atolón remoto, esperando el rescate y languideciendo por culpa del hambre y la sed.
Tras dos semanas de búsqueda infructuosa, el gobierno estadounidense decidió cancelarla. El marido de Amelia, George Putnam, la alargó un tiempo pagándola de su bolsillo o con contribuciones de donantes, pero sin fruto. Unos meses después, un juez dictaminó de manera oficial el fallecimiento de Amelia Earhart. Y aun así, todavía una parte del público se negaba a creerlo.
Las hipótesis sobre su paradero se volvieron cada vez más coloristas y novelescas. Algunos, incluyendo familiares de la propia Amelia, sostenían que había volado hacia el norte, aterrizando en alguna isla situada en la zona de influencia japonesa (por ejemplo, Saipan o alguna otra de las islas Marianas). Dado que las tensiones diplomáticas entre Tokio y Washington iban en aumento en 1937, los militares japoneses habrían retenido a Earhart y Noonan, juzgándolos como espías. Ninguno de los proponentes de esta teoría supo explicar por qué la maquinaria de propaganda japonesa mantuvo el secreto incluso después de 1941, cuando ambas naciones estaban ya en guerra, o por qué terminada la guerra no había rastro de Earhart en los concienzudos registros del alto mando nipón. Otra teoría: en 1945, un oficial australiano que había combatido en Nueva Guinea aseguró haber visto el avión de Amelia en mitad de la selva, lo cual sugería que la aviadora había volado en círculo y nunca se había alejado de su punto de partida. Pese a lo absurdo de la hipótesis, algunas expediciones intentaron localizar los restos del aparato en aquella selva. Claro está, sin resultado. Por citar elucubraciones aún más extravagantes, hay quien defendió que Amelia Earhart había sido absorbida por un agujero de gusano que la transportó a otra dimensión, o que tuvo un encontronazo con visitantes extraterrestres. La serie Star Trek Voyager jugó con esta idea cuando los protagonistas, durante sus andanzas galácticas, encontraban a Amelia Earhart y Fred Noonan congelados en una nave alienígena. Tras revivirlos, Noonan reaccionaba de manera hilarante al creer que los tripulantes de la nave espacial USS Voyager los habían abducido: «¿Quiénes sois? ¿Qué está pasando aquí? Voy a hacerle saber al mundo lo que nos habéis hecho. ¿Sabéis quién es esta persona que acabáis de secuestrar? ¡Es Amelia Earhart! Y yo soy su oficial de navegación. Esto va a ser noticia en todas las portadas de los periódicos. ¡Estáis metidos en serios problemas!».
La florida fantasía de especuladores y guionistas se empeñó en prolongar el misterio. En cuanto al informe final de la investigación de la marina estadounidense, había emitido un veredicto simple, prosaico, y, por lo tanto, poco atractivo para la imaginación colectiva: Amelia Earhart se había perdido, su avión se había quedado sin combustible, y se había estrellado en el mar no demasiado lejos de su destino, Lowland.
La búsqueda de los restos del avión de Amelia Earhart ha producido casi tanto interés y expediciones como la búsqueda del pecio del Titanic. Los supuestos hallazgos, al final siempre falsos, se han ido sucediendo. Como es obvio, localizar un pequeño avión es mucho más difícil que localizar un buque hundido. En pleno 2024, una empresa de rastreo submarino ha compartido la imagen de sonar de un objeto hundido en el fondo del mar, a unos ciento cincuenta kilómetros de Lowland. Obtenida por un dron submarino, la imagen es lo bastante borrosa y ambigua como para asemejar un aeroplano, pero también como para ser interpretada como cualquier otra cosa. En el preciso momento de escribir estas líneas, la noticia es tan nueva que todavía no hay manera de juzgar si se trata de un hallazgo importante, de una maniobra publicitaria, o de un simple error de apreciación. En realidad, poco importa: las hazañas de esta pionera del aire fundamentaban su grandeza histórica en la posibilidad, muy real, de que algún día pudiese no regresar de uno de sus épicos viajes. Ella lo sabía, estaba dispuesta a pagar el precio, y, por desgracia, los dioses de la aviación decidieron cobrárselo.