Cine y TV

«El tren es el mundo»: Snowpiercer y el ferrocarril subterráneo

Snowpiercer y el ferrocarril subterráneo
Algunas páginas de Le Transperceneige: Intégrale, de Jacques Lob, Jean-Marc Rochette y Benjamin Legrand, 2014. Imagen: Casterman. Posteriormente fue adaptado para la película y la serie Snowpiercer.

Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down  nº 47 «Locomotive»

En principio fue novela gráfica, después película, serie finalmente. El verbo era uno: sobrevivir. Circunnavegando la tierra helada en un tren de 1001 vagones, con nombre propio y leyes inamovibles. La ficción especulativa y el cambio climático. La ficción en la realidad y viceversa.

En otro principio también fue novela y después serie de televisión. El verbo era el mismo: sobrevivir. Atravesando el territorio de Estados Unidos, de sur a norte, para huir de la esclavitud, en un tren metafórico que circula por estaciones subterráneas. El pasado infame de todo un país y la transformación de un símbolo en un sistema físico, operativo, con su propia infraestructura. La realidad en la ficción y viceversa.

¿No es la ficción más dinámica que la realidad? Moviliza espacios y tiempos y personajes por raíles de palabras que dibujan imágenes que plasman mundos que narran historias. En el detalle se gesta la vivencia individual que activa la experiencia colectiva, lo macro en lo micro y viceversa. 

Le Transperceneige es el título de la novela gráfica de ficción postapocalíptica, publicada en 1982, con guion de Jacques Lob e ilustraciones de Jean-Marc Rochette. El tren —primer y último refugio de la civilización— se desliza por las páginas en blanco y negro, escenario de tensiones sociales, relaciones, reivindicaciones, protestas. El movimiento ininterrumpido acompaña la carrera hacia el poder, la lucha por su conservación, la necesidad de ruptura. Porque los vagones están organizados por clases, espejo de las desigualdades y de su perpetuación, de la vida fuera del tren antes de la catástrofe climática que congeló el planeta. Lob murió en 1990 y Benjamin Legrand tomó el rol de maquinista en los tres cómics que dieron continuidad al periplo del Rompenieves en 1999, 2000 y 2015 (Norma Editorial publicó en 2020 la edición integral en español, en traducción de Diego de los Santos). 

La serie de novelas gráficas plantea preguntas atemporales que, más que elucubrar sobre el sentido de la existencia, interpelan las estructuras de la vida social, política, económica y cultural. Y así el debate se abre a la contemporaneidad, más allá de las diferencias geográficas o lingüísticas. En 2013 el director surcoreano Bong Joon-ho presenta la versión cinematográfica de Snowpiercer (en 2019 ganará el Óscar por Parásitos, que rompió récords de recepción y debate). El corazón del tren es un motor nuclear, centro propulsor del movimiento infinito que acompaña la revolución de los personajes que ocupan los últimos vagones y viven en condiciones precarias. El principio del tren, la locomotora que marca dirección y velocidad, acoge bienestar, lujo, placer. Incluso en un mundo sin mundo el dinero define las condiciones de la población. La realidad en la ficción.

Las vías del tren perpetuo se expanden hasta 2020, año en que Netflix estrena la primera de las tres temporadas que conforman la serie Snowpiercer. El lenguaje del cómic dialoga con la propuesta cinematográfica y se vuelve serial en la pequeña pantalla. La presencia del multimillonario Wilford —interpretado por Sean Bean, el inolvidable Ned Stark de Juego de tronos— envuelve la cotidianidad del tren, marcada por la rutina, la separación de clases, la función separadora de espacios y normas. Toda la arquitectura social encuentra su reflejo en los 1001 vagones, un rígido sistema de preceptos asegura orden y control, hasta que el engaño se revela (Wilford está muerto, o tal vez no) y se impone la revolución. Los personajes de Andre Layton (Daveed Diggs) y Melanie Cavill (Jennifer Connelly) encarnan los dilemas éticos que fundamentan la experiencia de la vida en sociedad: ¿el beneficio colectivo está supeditado al propósito individual? ¿Es la mentira una forma de resistencia? ¿Qué responsabilidades implica el poder? ¿Es factible una organización rigurosamente democrática? ¿Qué significa la pérdida en un territorio inestable? ¿Quién decide y en función de qué criterio? ¿En un contexto fuera del tiempo aplica el principio de autodeterminación? Sobre todo, ¿acaso fuimos alguna vez libres? ¿Podemos serlo?

En agosto de 2016, la editorial estadounidense Doubleday publicaba la sexta novela de Colson Whitehead (New York, 1969), que ganaría el Premio Pulitzer y el National Book Award. El título —The Underground Railroad (El ferrocarril subterráneo, traducción de Cruz Rodríguez Juiz, Literatura Random House, 2017)— remite a la red histórica de ayuda clandestina que, en el siglo XIX, proporcionó recorridos de fuga a esclavos afroamericanos para que escaparan de las plantaciones hacia los estados libres del norte y de Canadá. El tren lingüístico —los miembros de la organización se comunicaban utilizando léxico ferroviario— avanza por las vías de la imaginación literaria, símbolo encarnado de la lucha por la libertad, objetivo individual y colectivo. La ficción en la realidad.

Tiene quince años Cora cuando, con la complicidad de Caesar, consigue subirse al ferrocarril subterráneo y viajar desde Georgia hacia Carolina del Sur. El sello de la esclavitud se instala en los pensamientos de los personajes, en la complejidad de los puntos de vista que exploran las circunstancias de la huida, su necesidad y los riesgos asociados. Los habitantes del tren cambian en cada estación, con más esperanza y más desilusión a la vez, porque el movimiento de la huida está tatuado en la piel desde el nacimiento. Y el ferrocarril metafórico es el mundo dentro del mundo, tan real como el dolor de los personajes.

Las estaciones del tren se multiplican en las entrañas del subsuelo de los diez episodios que componen la miniserie producida por Amazon Prime Video (2022), creada y dirigida por Barry Jenkins, Óscar al mejor guion por Moonlight: historia de una vida (2016). Los píxeles en la pantalla danzan como arenas movedizas en la impecable traducción audiovisual, merecedora de un Globo de Oro, un BAFTA y un Premio Peabody. La banda sonora, de Nicholas Britell, pauta el ritmo del viaje, entre la ilusión del renacimiento y el sabor de la incertidumbre. ¿Qué motor alimenta los vagones del ferrocarril subterráneo? ¿Es la complicidad una forma de resistencia? ¿Hasta qué punto el miedo prevalece sobre la necesidad de libertad? Sobre todo, ¿no es el prejuicio la verdadera esclavitud?

Un tren recorre la superficie terrestre, frío en su periplo invencible. Otro tren atraviesa el fondo de la tierra, oculto en su avance. El primero es metáfora de la sociedad, enclaustrado en las vías que limitan el recorrido y lo anclan a una circularidad que no es crecimiento sino involución. El segundo es símbolo de una herencia colectiva que muestra la ferocidad de la opresión, la persistencia del racismo y su infiltración en el presente. El Rompenieves cuestiona y el Ferrocarril subterráneo pregunta: por qué, hasta cuándo. 

En principio ambos trenes fueron ficción: «Qué mundo este, pensó Cora, que convierte una prisión en tu único refugio. ¿Había escapado del cautiverio o caído en sus redes: cómo describir el estatus de un fugitivo? La libertad era una cosa que iba cambiando según la mirabas, igual que el bosque de cerca está repleto de árboles, pero desde fuera, desde la pradera, muestra sus límites de verdad. Ser libre no tenía nada que ver con las cadenas ni el espacio que tuvieras».

Porque el verbo nunca es uno. Y cada tren es uno o muchos mundos.

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Un comentario

  1. La socialdemocracia nunca es el problema.

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