Relatos

Murakami en Barcelona

murakami
Composición compuesta de cabina telefónica e ilustración de Murakami realizada por Maria Castelló Solbes

El sol se desperezaba lentamente sobre el horizonte del Mediterráneo, proyectando sombras largas y doradas sobre la arena de la Barceloneta. Haruki Murakami, con su andar sosegado y mirada distante, caminaba descalzo por la orilla. Era una mañana de primavera en Barcelona y el aire fresco de la madrugada llenaba sus pulmones con una mezcla de salitre y posibilidades. No había casi nadie en la playa, excepto algunas gaviotas que volaban en círculos, y una anciana que observaba el mar como si esperara que algo, o alguien, emergiera de las profundidades.

Murakami había llegado a la ciudad para asistir a un festival literario y sin saber muy bien porqué tomó la extraña decisión de hospedarse en un edificio de apartamentos en las playas de Barcelona en lugar del grandioso hotel de cinco estrellas que le tenían reservado. El autor japonés no estaba interesado en los aplausos del público ni en las charlas académicas. En cambio, se sintió atraído por un tipo distinto de comunicación: la silenciosa conversación que la ciudad sostenía con su costa, el sutil murmullo del mar que podía recordar a alguna de las misteriosas corrientes subterráneas que atraviesan sus novelas. Barcelona, con su mezcla de lo antiguo y lo moderno, le ofrecía un telón de fondo ideal para sus pensamientos errantes, para las ideas que flotaban en su mente como las pequeñas olas rompiendo suavemente en la orilla.

Mientras caminaba, sus pensamientos se entrelazaban con fragmentos de sus propios escritos, con imágenes de personajes que parecían fluir a través del paisaje. A lo lejos, vio a un joven que lo observaba desde una distancia prudente. El chico tenía una camiseta descolorida de un grupo de jazz que Murakami reconoció vagamente, y en sus manos sostenía un libro: Kafka en la orilla. El autor esbozó una pequeña sonrisa. ¿Qué probabilidades había de encontrarse con una de sus propias obras en este rincón del mundo? El joven parecía dudoso, como si quisiera acercarse, pero la distancia entre ambos se mantenía fija, irrompible. A veces, pensó Murakami, la realidad se disuelve en esas brechas que nunca llegamos a cruzar.

Continuó caminando, hundiendo los pies en la arena húmeda. Barcelona parecía más irreal con cada paso. A su alrededor, las edificaciones de la ciudad comenzaban a distorsionarse como si fueran un reflejo en un charco agitado por el viento. Las torres de la Sagrada Familia, que habían sido visibles desde la playa, se difuminaron y tomaron formas que recordaban a los paisajes oníricos de su mente. La ciudad ya no era del todo real; había sido absorbida por el universo particular de Murakami, un lugar donde los límites entre la vigilia y el sueño no estaban claramente definidos.

Al llegar a un tramo más desierto de la playa, Murakami se detuvo. Frente a él, el mar se extendía vasto y silencioso, pero algo lo perturbaba: había una puerta en medio del agua. No una puerta cualquiera, sino una antigua, de madera desgastada y con un pomo de bronce corroído por el salitre. La puerta flotaba con aparente normalidad, como si siempre hubiera estado allí. El escritor se acercó a la orilla, intrigado. No había nada más a su alrededor que explicara la presencia de esa puerta. Ningún barco, ningún edificio en ruinas del que pudiera haber caído. Solo el sonido constante del mar.

Sin pensarlo demasiado, Murakami comenzó a caminar hacia ella. A medida que sus pies entraban en el agua, sintió una especie de magnetismo suave, una atracción que lo arrastraba hacia la puerta. Era como una versión más tangible de los pozos sin fondo que habían aparecido en sus novelas, lugares que siempre prometían llevar al subconsciente, a los rincones más ocultos de la mente. El agua apenas le llegaba a las rodillas cuando finalmente alcanzó la puerta. Estaba húmeda, como si hubiera estado sumergida durante siglos, pero el pomo brillaba de una manera extrañamente cálida. Murakami lo giró, y la puerta se abrió sin resistencia. Al otro lado, el mar seguía ahí, pero algo había cambiado. El aire era más espeso, el silencio más profundo. Entró, atravesando el umbral.

Se encontró en una versión alterada de la misma playa. La luz era más tenue, casi crepuscular, aunque el sol seguía alto en el cielo. A su alrededor, las figuras humanas que antes parecían lejanas y borrosas ahora se materializaban con mayor claridad, pero había algo raro en ellas. Los rostros de las personas eran lisos, sin rasgos, como si alguien los hubiera esculpido y luego olvidado añadir los detalles finales. Aun así, caminaban, hablaban entre sí, como si nada fuera anormal. Entre los paseantes, Murakami observó, con una mezcla de curiosidad y desconcierto, una antigua cabina telefónica. Era una de esas antiguas cabinas de metal y vidrio, de un color rojo apagado que parecía fuera de lugar, como si hubiera sido olvidada en esta realidad alterada. Parecía no pertenecer ni al paisaje que lo rodeaba, ni a ninguna otra época que él pudiera recordar claramente. Sin embargo, allí estaba, a unos pocos pasos de donde se encontraba, entre la arena y el aire enrarecido que ahora impregnaba la playa.

El teléfono comenzó a asomar lentamente desde el interior de la cabina. Primero apareció el cable, negro y retorcido como una serpiente, seguido del auricular, que colgaba a la mitad de la cabina como si alguien lo hubiera dejado allí tras una conversación interrumpida. El timbre del teléfono no sonaba, pero había algo en él que le indicaba que debía responder. Se acercó con pasos lentos y cuidadosos, como si temiera que aquel frágil equilibrio entre lo real y lo onírico pudiera romperse en cualquier momento. Cuando llegó a la puerta de la cabina, Murakami la abrió con un crujido metálico. El sonido, agudo y oxidado, resonó en el aire espeso, como un eco lejano en una habitación vacía. Estiró la mano y tomó el auricular con cautela. A pesar de que no había ningún sonido de llamada, lo llevó a su oído, sintiendo que algo trascendental estaba a punto de suceder.

«Haruki Murakami», dijo una voz clara y calmada al otro lado de la línea, sin preámbulo alguno. La voz sonaba como si viniera de muy lejos, tal vez desde otro plano de existencia. No era una voz conocida, pero tampoco era completamente extraña. Tenía una cadencia suave y familiar, como la de alguien que había estado esperando este momento durante mucho tiempo. Murakami no respondió de inmediato. Se quedó en silencio, observando a su alrededor mientras sostenía el auricular. Las figuras sin rostro seguían caminando por la playa, ocupadas en conversaciones mudas y gestos vacíos. Era como si no pudieran ver la cabina ni a él, como si existieran en una realidad paralela a la suya.

«Felicitats», continuó la voz, interrumpiendo su observación. «Has guanyat el Premi Nobel de Literatura». Aunque Haruki desconocía completamente el idioma en que le hablaban, entendió perfectamente el mensaje, le habían dado el Premio Nobel. No estaba seguro de cómo reaccionar. El Premio Nobel. La mención de ese galardón era algo que le resultaba distante, casi irreal. Aunque había oído rumores y conjeturas durante años, nunca se había sentido particularmente conectado a esa posibilidad. Su trabajo no buscaba el reconocimiento de ese tipo. Sin embargo, allí estaba, en medio de esta extraña versión de Barcelona, recibiendo una llamada de un teléfono que no debería existir, con la noticia más surrealista de todas.

Murakami bajó el auricular y colgó el teléfono suavemente, como si al hacerlo pudiera preservar ese delicado equilibrio entre lo real y lo fantástico. Fuera lo que fuera, acababa de recibir una noticia extraordinaria en un lugar que no debería existir. Observó la cabina por un momento más antes de girarse y caminar de regreso a la orilla. El paisaje alrededor comenzó a cambiar de nuevo. Las figuras sin rostro se desvanecieron en la bruma, y la luz sobre la playa se volvió más nítida, más real. Las torres de la Sagrada Familia, que antes se habían distorsionado, ahora se alzaban firmes en la distancia, enmarcando la ciudad con su majestuosa presencia. Todo estaba volviendo a su lugar, como si el mundo hubiera decidido alinearse de nuevo.

Mientras se alejaba de la línea de la orilla en dirección a Lugaris, Murakami volvió a sentir el murmullo del mar bajo sus pies. Todo parecía haberse normalizado. Y, sin embargo, algo dentro de él había cambiado. El premio Nobel, esa mención inalcanzable que lo había seguido como una sombra, ahora formaba parte de su realidad, en la forma que realmente lo merecía.

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Un comentario

  1. Pero que mala leche gasta Ledesma. No me esperaba ese final XD

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