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Los ‘Diarios’ de José María Souvirón

José María Souvirón. (DP)
José María Souvirón. (DP)

Imagínate un escritor que, en el propio gueto de la literatura, es alguien: premio nacional, autor de novelas y libros de poemas que, con más retórica que convencimiento, obtiene parabienes críticos en todos los papeles, nombre que no figura nunca en los primeros renglones de la lista de autores imprescindibles de su tiempo pero que antes o después está, con reconocimiento más que suficiente, y merecido, como ensayista y antólogo… En fin, ya me entiendes, un nombre de escritor al que se le reconocen ciertas calidades, que no sobresale en ninguno de los géneros que practica, pero al que se le tiene estima ya sea personal o profesional. Cuando muere, nadie va a mover un dedo por su prolífica obra. Sus libritos de poemas, sus novelas, sus ensayos, serán sepulturas que aguardarán en vano en las librerías de viejo la mano de sol que les diga: levántate y habla. Pero qué va. Pasan los años y nada. A pesar de que su nombre se cite a veces en el vagón de tercera de los nombres que acompañaron la cabalgata de grandes gigantes y cabezudos de un movimiento como el de la generación del 27, y los especialistas lo tengan en cuenta en notas a pie de página y adendas. El olvido es la meta, dijo un heterónimo de Borges, y parecía que José María Souvirón había llegado muy destacado sobre compañeros generacionales tanto de los que eran un poco mayores —Salinas, Guillén, Lorca— como de los que vinieron luego y lo arroparon como uno de los suyos —Panero, Rosales, Vivanco—.

Muy joven ya imprimió un par de libritos poco significativos en plenos años 20: Gárgola y Conjunto. Luego se fue a Chile donde la docencia no le impidió practicar la novela, Rumor de ciudad, el relato y el ensayo —La nueva poesía española. Además, en dos ediciones de factura impecable y elegantísima, antologó la poesía española del momento dando sitio a aquellos a los que Gerardo Diego había dejado fuera en su canónica antología Poesía española. Al estallar la guerra lo tuvo claro: estaba del lado de Franco. La victoria de los nacionales le abrió una puerta al regreso y le buscaron un sitio en el Instituto de Cultura Hispánica, donde pudo mantenerse joven gracias al trato con las juventudes. Lo mismo daba clase que se ocupaba de organizar un ciclo de conferencias. Desde el cuarto que le dieron para que viviera en Madrid empieza a escribir un diario sin esperanza de convertirlo en obra propia. Ahí evacua Souvirón pensamientos, reflexiones, críticas, mide la temperatura de la época y del país, confiesa sus pecados eróticos, sus visitas al cura que le confiesa, sus firmes creencias religiosas y sus menos firmes dogmas ideológicos. No puede impedir rezumar homofobia y misoginia, pero a lo largo del diario —que ocupará doce cuadernos que han cabido en cinco tomos— se va viendo su evolución, cómo los años van dulcificándolo, volviéndolo más liberal. Si en público no se le escucha chistar contra el régimen, en sus cuadernos sí anotará algunas de las corruptelas y actos de vileza de los que tiene noticia y de ninguna manera puede aprobar. Luego está la cuestión familiar: estar lejos de su hija lo tortura, así que cuando esta lo visita es una fiesta constante. Y Málaga, a la que le gusta bajar para volver a la infancia, y de la que se cansa a menudo porque la infancia cansa. ¿Quién iba a decirle a ese hombre que de todo cuanto escribió, a pesar de que tiene algunos poemas estupendos sobre todo en el libro Don Juan el Loco, y cuyas novelas nacieron viejas, por correctas que sean, quién iba a decirle que su gran obra, la obra por la que merecerá atención son esos cuadernos que ha ido llenando con limpia caligrafía noche tras noche en su cuarto de Madrid o en su casa de Málaga? Es como si a un autor de ahora, más o menos renombrado, conocido en el gueto de la literatura sin exaltaciones, lo descubrieran dentro de cincuenta años por la calidad de sus emails. Algo así es lo que sucede con José María Souvirón. Hay que apuntarle el tanto a Javier La Beira y Daniel Ramos, que dieron con esos cuadernos, traspasaron la caligrafía del poeta a moldes de imprenta y durante seis o siete años han ido publicando en las ediciones del Centro Cultural Generación del 27 los tomos de su diario, sin exageración una obra mayor de nuestra literatura.

Los Diarios de Souvirón cumplen con los requisitos que los puristas del género le exigen: es decir, son escritos no realizados para su publicación —y por lo tanto se han realizado sin la mirada del futuro lector por encima del hombro de quien redacta—, en los que el autor va dejándose llevar bien por los acontecimientos del día —por agarrar la vida que se fuga— bien por reflexiones en las que jibarizar su ideología o su fe enfrentándose a la realidad en la que estas tienen que desenvolverse, bien por intimidades —sentimientos, añoranzas, emociones esporádicas, pellizcos del deseo—. Estas últimas a menudo avergüenzan al propio redactor, que llevado por su fe militante en el catolicismo, necesita acudir al confesionario a limpiarse de pecados. Su sentido crítico lo aplica tanto a sí propio, sintiendo algo parecido a la repugnancia ante algunas decisiones vitales o remordimientos que se van aplazando hasta que se agigantan demasiado, como a las lecturas, en las que demuestra ser un espléndido lector. Pero donde mejor se ve es en lo que pudiéramos llamar crítica de las costumbres: se ve en muchísimas notas que su vida, apacible, serena, gustosa, sin grandes ambiciones ni deudas, acogida a un conformismo menos derrotista que plácido, se desarrolla en medio de una sociedad y unos tiempos en los que de ninguna manera se puede sentir a gusto. A su ver, falta fe en la gente que le rodea, sobra cinismo, y sobre todo falta jabón —no en los lugares donde la miseria no puede permitirse el lujo, sino entre las excelencias entre las que a veces se mueve. Con el tiempo, irá paulatinamente despreciando al régimen por el que apostó cuando había que tomar partido, se cansará de ver cómo se regalan sinecuras a mediocridades, cómo se ensalza lo vulgar, cómo se aplaude lo insignificante, pero lo que menos perdona es el caradurismo: en cierta ocasión ve que nada menos que un ejecutivo del gobierno de Franco se presenta a un premio literario y le parece el colmo de la insania, peor que robar en el Museo del Prado, por dos razones: una, la propia descortesía de hacer ostentación de poder y dos, colocar en una situación comprometida a quienes tienen que juzgarlo. Souvirón muy a menudo podía ser un hombre muy equivocado, su sentido de la caballerosidad y la justicia han envejecido francamente mal, pero en las páginas de su diario se ve que ponía por encima de todo una ética que por muy confundida que estuviese en muchos momentos, no hacía distingos entre unos y otros. O había ética o no la había, y cuando no la había, era una pedrada contra el correcto funcionamiento de las cosas. Sin ética, las cosas no podían funcionar. De ahí que en una página pueda parecernos un viejo cascarrabias algo rijoso y en otras nos despierte simpatía porque después de pasar una madrugrada grata con una dama a la que recién conoció, necesita despertar al cura para confesarse. En una página puede hacer gala de su homofobia estipulando, al recordar a Lorca o Cernuda, las aberraciones que castigaban sus sensualidades, y en la siguiente reconocer que no se ha escrito poesía de mayor potencial lírico que las que ellos escribieron (se supone que no gracias a sus gustos sino a pesar de ellos).

Apunte tras apunte realizados para calmar la mano y descargar el pensamiento, sin mayor afán de hacer obra literaria, por agarrar los días que fluyen y se van, fue Souvirón haciendo un imponente retrato de una España que de los miserables años de la posguerra alcanzará el himno solar que traen los extranjeros con el boom turístico. En sus compases finales, apenas nos sorprende que el viejo cascarrabias, al que también se le da muy bien cantar los dones de la vida y tiene páginas hermosísimas sobre el otoño o la primavera, y extiende su labor de poeta, como si estuviera entrenando, a las páginas de su diario, simpatice con los estudiantes revoltosos o los primeros hippies. De ahí que en sus Diarios se nos presente una criatura compleja en la que las contradicciones irradian una certeza que nos lo vuelve cercano: todos sus dogmas son quebradizos, cree en la España nacionalcatólica pero también ve que no funciona, trata de salvarse mediante la poesía pero sabe que la poesía no salva a nadie, quisiera encontrar el amor sereno hasta que la muerte nos separe pero parece que nada lo colma más que ceder a las tentaciones del deseo. En cuanto al mundo literario, desprecia el cotarro literario, quisiera ser invisible, pero no puede dejar de participar en él y enfadarse cuando no cuentan con él. Por encima de todo está el talento: el hombre de más talento que ha dado España es Ortega, piensa el diarista, y el modo en que la prensa franquista trata su muerte le parece repugnante y rastrero, vil, medida perfecta de la mediocridad del país y sus élites.

La publicación de estos cinco tomos recupera, si no desvela, un nombre que en su día fue alguien y que se fue apagando rápidamente después de su muerte. Sus novelas no se reeditaron, sus poesías completas, publicadas poco después de que muriera, pasaron sin pena ni gloria, sus ensayos carecían de lectores. Toda la vida dedicada a la literatura, pujando por ganarse un puesto entre los nombres importantes de nuestro panorama, y resulta que de noche, en secreto, a solas en su cuarto, sin miras de que se revelara, iba escribiendo su gran obra. La atención de dos investigadores ha conseguido rescatarla y ponerla en pie. Un monumento al lado del cual toda la obra de Souvirón parece solo el testimonio de una impotencia, de un quiero y no puedo. Desde luego, a partir de la publicación de estas cientos de páginas de gratísima lectura, a la que tampoco cuesta tanto perdonarle algún ladrido machista, alguna idiotez homófoba, a nadie debería extrañar que preguntadas nuestras élites por las obras imprescindibles de la posguerra española alguno haciendo justicia a su intensidad, su dolor, su cabalgata de inteligentes reflexiones, su pudorosa desnudez, escogiera los Diarios de José María Souviron.

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