Editorial

La hipocresía cultural: demonizar la inteligencia artificial mientras se sucumbe a los algoritmos

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Foto: Begoña Rivas

El pasado jueves 26 de septiembre, en el marco de las Conversaciones de Formentor, se celebró un «Coloquio de revistas, suplementos y monográficos, literarios y culturales» que pretendía girar en torno al tema «El dilema postmoderno: ¿lectores o usuarios?», algo que no llegó a suceder. En este evento se reunieron responsables de medios y suplementos culturales para analizar y discutir la complejidad de los medios y suplementos culturales. A raíz de la intervención de Isaac Marcet de Playground Magazine el debate se centró en la inteligencia artificial dividiendo a los asistentes entre apocalípticos e integrados. Con una mayoría de apocalípticos, como era de esperar, la inteligencia artificial se presentó como un agente que amenaza la esencia de la creación literaria y cultural al que hay que desterrar de las redacciones. Este rechazo, previsible en ciertos sectores tradicionales, reveló una contradicción evidente que merece ser analizada.

Uno de los momentos más tensos del coloquio surgió cuando se discutía si los medios culturales debían combinar cultura con entretenimiento. La conversación se encendió después de que Basilio Baltasar criticara el espacio que las secciones de cultura dedican a TS (no confundir con TS Eliot). Esta crítica fue recibida como un ataque por parte de Joana Bonet de La Vanguardia y Gonzalo Suárez de El Mundo, quienes defendieron la relevancia cultural y sociológica de Swift. La discusión llevó a recordar a Jesús Calero del ABC una controversia similar de años anteriores, en la que Dan Brown había sido protagonista. Alguien, en tono de broma, mencionó que «Taylor Swift es la Dan Brown de la música». En ese preciso momento, decidí enviar un mensaje a Hipólito Ledesma, miembro del equipo de redacción de Jot Down, para que publicara un artículo titulado «Taylor Swift es el Dan Brown de la música» generado con IA. Lo sorprendente fue que el artículo se confeccionó y publicó en menos de un minuto, dejando atónitos a los asistentes que pudieron verlo en la gran pantalla que había en la sala. La sorpresa se incrementó al leerlo: un texto que desplegaba un análisis crítico, mordaz y perfectamente documentado, escrito por una IA. La audiencia quedó asombrada ante la potencia de la inteligencia artificial y su capacidad para abordar temas complejos con agudeza.

La reacción posterior resultó, cuanto menos, intrigante. A pesar de la aceptable calidad del artículo y de la impactante demostración en tiempo real de lo que la tecnología es capaz de alcanzar, los medios que cubrieron el evento prefirieron ignorar este detalle en sus crónicas. Aquí radica la gran paradoja. Los mismos medios culturales que lanzan diatribas contra el uso de la IA son, en su labor cotidiana, fervientes devotos de sus herramientas para documentarse, transcribir entrevistas y, lo más importante, ajustar sus contenidos a las caprichosas exigencias del posicionamiento web. La verdad es que la mayoría de editores y periodistas se hallan rendidos al todopoderoso Google, obedeciendo las leyes del algoritmo en su desesperada búsqueda por captar la volátil atención del lector. Se percibe, sin duda, una disonancia cognitiva: mientras los contenidos pretenden dirigirse a nobles «lectores», la realidad de su publicación los reduce, inevitablemente, a la categoría de simples «usuarios» en esta danza infernal dictada por los algoritmos. El resultado es una repetición extenuante: temas y estructuras replicados hasta la saciedad, en un intento vano por generar tráfico. La homogeneidad se impone y la diversidad discursiva queda, una vez más, sacrificada en el altar de los motores de búsqueda.

La contradicción es clara: mientras se defienden conceptos como «autenticidad» y «singularidad» del contenido cultural, los mismos medios abrazan la tecnología cuando les resulta útil para alcanzar sus objetivos comerciales. Criticar la IA en nombre de la esencia cultural mientras se aplican fórmulas preestablecidas para satisfacer los algoritmos de posicionamiento es un acto de hipocresía. El verdadero dilema postmoderno no parece ser «lectores o usuarios», sino «principios o conveniencia». El artículo de Jot Down sobre Taylor Swift, escrito por una IA, demostró que las tecnologías actuales no solo pueden documentarse y estructurar argumentos coherentes, sino también desplegar un sentido crítico que desafía las expectativas. La IA, con las limitaciones propias de una máquina, está imitando con éxito los patrones del discurso humano. Mientras tanto, los medios, atados a las métricas y tendencias, se deslizan hacia una uniformidad que empobrece el panorama cultural. En este punto tengo que destacar la aproximación al asunto de Josep Massot, el enfant terrible y contrapunto en este tipo de eventos, que confesó utilizar la IA para descartar en sus artículos toda la información que esta le proporciona y así desarrollar textos novedosos y originales. ¡Ese es el espíritu!

La cuestión, por tanto, no es si la IA puede reemplazar al escritor o al periodista, sino por qué los medios culturales parecen dispuestos a sacrificar la calidad y la diversidad de sus contenidos para satisfacer los algoritmos. La inteligencia artificial no es el enemigo, sino un espejo que refleja las carencias y contradicciones del periodismo cultural. Criticarla mientras se sucumbe a las reglas del tráfico web demuestra que el problema no reside en las máquinas, sino en las decisiones humanas que les han cedido el control de la producción cultural.

Los periodistas no deben temer ser sustituidos por la inteligencia artificial. La IA podrá recitar datos con precisión matemática, podrá incluso redactar crónicas con una corrección envidiable, pero hay algo que aún no puede emular: el inconfundible toque de una mente brillante y la calidez de una voz auténtica. Es la marca personal de cada periodista lo que cautiva a los lectores, lo que les incita a volver, a buscar esa opinión o análisis que solo un autor específico puede ofrecer. En un mundo abarrotado de información, lo que realmente valoramos es el carácter, el ingenio y la perspicacia que un profesional experimentado infunde en su escritura. Así como uno busca la sutileza de un buen vino o la complejidad de una obra de arte, el lector anhela el estilo único de un periodista que logra convertir los hechos en una narrativa significativa.

Ahora bien, ¿debemos considerar la inteligencia artificial como una herejía en este sacrosanto templo del periodismo? ¡En absoluto! Tal consideración es tan obtusa como desdeñar el uso del teléfono en los albores de la comunicación. La IA puede ser, y lo digo con convicción, una aliada formidable, un ayudante eficiente y silencioso, siempre dispuesto a realizar las tareas más rutinarias, como la transcripción de entrevistas o la recopilación de datos estadísticos, permitiendo así que el periodista se dedique a lo verdaderamente importante: el arte de la escritura, el análisis profundo, la construcción de un argumento novedoso e inspirador. No, la inteligencia artificial no es un enemigo que amenaza nuestra profesión, sino una herramienta que nos libera para ser más auténticos y creativos.

La verdadera amenaza, me temo, es la reticencia a aceptar la evolución. Rechazar la IA por puro dogmatismo es negar una oportunidad extraordinaria de enriquecernos. Los lectores, y creedme cuando lo digo, buscan la chispa del pensamiento crítico, la voz que aporta claridad en un mar de ruido. Al utilizar la IA de manera inteligente, podemos fortalecer nuestra marca personal, aprovechando sus capacidades para mejorar nuestro propio trabajo. Es la sinergia perfecta: la IA asume las tareas más mundanas y nosotros, los periodistas, tomamos las riendas de aquello que realmente importa. ¡La autenticidad, queridos amigos, no está en peligro!

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