Arte y Letras Filosofía La querella española

La excepción baladí

la excepción baladí
Bienvenido, Míster Marshall. Imagen: Uninci.

El denuesto de lo autóctono y el elogio de lo foráneo han sido, si es que no siguen siendo todavía, el haz y el envés del buen gusto español. No es casualidad que, según el diccionario, la voz arábiga «baladí» equivalga a nimio, pueril, intrascendente, al tiempo que en árabe significa «del país». ¿Acaso para el español medio lo propio es una cosa fútil? 

Cuando se habla de la falta de influencia del pensamiento español, generalmente se habla del pensamiento académico. Pero el pensamiento en español fluye, influye y refluye por vías harto más anchas. Cuando una lengua cuenta con quinientos millones de hablantes —y por tanto, de pensadores—, difícilmente se puede hablar de fracaso. ¿Quiénes son, por cierto, los pensadores contemporáneos? ¿Los directores de márquetin de las grandes corporaciones ¿Los youtubers e influencers de éxito? ¿Los compositores de reguetón? 

Los filosofemas de mayor impacto no dan cuerpo a ensayos o a tratados, sino a eslóganes reproducidos en un sistema multiplataforma. Signo de los tiempos: a nuestra década, que se inauguró con una pandemia, corresponde una filosofía viral. Solo tiene éxito aquello que satura los caletres, como si de un virus se tratase. Cierto es que la infestación de los canales comunicativos, que tradicionalmente se urdía en los laboratorios de microbiología de las élites, surge hoy de la terminal de cualquier particular con ingenio y tiempo libre. Los medios de masas y la memética se miden en una contienda sin tregua y sin aparente menoscabo de fuerzas en ninguno de los dos bandos. La academia ni está ni se la espera.

¿Cómo va a haber una excepción española en lo tocante a las ideas? Todo el mundo se engancha a las mismas series, se descarga los mismos videojuegos y disfruta con los mismos disparates. Los gustos de buena parte de los españoles son tan nobles o tan depravados como los de un puertorriqueño, un chino o un finlandés. El problema, de haberlo, no es la diferencia, sino el exceso de homologación y de mimetización global, de suerte que da lo mismo pasear por el centro de Barcelona que por la Gran Manzana o por un barrio de Bangkok. 

Conque ¿excepcionalismo? Durante décadas, esa melancólica y enfermiza psicosis identitaria nos sirvió de crisálida. Una vez despiertos del sueño hibernal, los españoles resultamos completamente homologables a nuestros vecinos. Solo hay algo excepcional con que los españolitos —europeos a fuer de romanos— en efecto contamos: la reiterada terquedad con la que nos hemos mirado en la pletina del microscopio a lo largo de tanto tiempo. Por esa razón, no debería preocuparnos tanto el reconocimiento internacional de los pensadores españoles como el hecho de que el español se sienta libre de pensar, sin miedo a lo que digan de él en el extranjero.

Seamos francos. El prestigio de una cultura deriva, en buena parte, de su posición en el tablero geopolítico. Y la anglosfera ha marcado el compás en las últimas décadas: lo que cabe decir, lo que se puede pensar y lo que se debe hacer. ¿Juega el rey? Todos tahúres. When in Rome, do as romans do… Por supuesto, uno lamenta que un muchacho de Albacete se vista como un delincuente del Bronx y grabe temas de rap en vez de entonar el romance del Pernales. Pero una cosa es vivir en una colonia y otra, abrazar una mentalidad colonial. 

Si la cultura es cultivo, hoy toda la civilización es monocultivo. La mal llamada «cultura global» no da cuerpo a una era, sino a un erial. ¿Qué nos es dado hacer en tiempos de homogeneidad masificada? Poco más que imitar al agricultor y cuidar nuestros pagos: cuando la vida se debilita, urge fertilizarla. El agua llueve sobre todos, pero es el labrador quien, de sol a sol, la convierte en regadío. ¿No recomendaban los epicúreos cuidar de nuestro huerto? Toda cultura es agricultura; una urdimbre de técnica y prognosis con que separar la mies del bálago y saber por dónde sopla el viento. De ahí que el fervor de la Mancha haga de Pedro Almodóvar, según afirman los periodistas, un «manchego universal». Al cultivar su campo, uno puede pasar de labrar el huerto de la abuela a detentar latifundios audiovisuales. Solo a través de lo local se alcanza lo universal.

¿Qué es lo original? Lo que es fiel a un origen. Nueva York vibraba con los Ramones y Madrid vibraba con Ramoncín. Quien tenga oído para el jazz rock, ha de tenerlo para la rumba fusión de los Chichos o la psicodelia rockera de los Triana. La gracia de la melomanía está en el mélos, la música, y no en la manía. ¡Lastima que los «yonquis de lo yanqui» prefieran tocar de oído!

Digamos más, aunque sea con ánimo de provocar. El segundo país donde más éxito cosechó Torrente, después de España, fue Hungría. Ya sé, ya sé… No es comparable a un paper de filosofía. ¡Y tanto que no! Una manifestación del esperpento condensada en dos horas de metraje no es tan grosera como un refrito ilegible de fraseología erudita. ¿Qué culpa tenemos de que la academia sea irrelevante? Los Serrano constituyeron un fenómeno de masas en Finlandia y Fran Perea llenaba auditorios con su guitarra. Cualquier fenómeno local, por malo que sea, puede ser celebrado a nivel internacional y atraer a millones de extranjeros como moscas.

Lo original se origina en lo local; y lo local tiene una naturaleza de mezcla viva. En las verbenas de verano se juntan los abuelos y los nietos; también el alcalde y el borracho del pueblo (papeles que, en ocasiones, representa el mismo individuo). De ahí que Rosalía pueda unir las texturas telúricas y minerales del cante jondo con una reducción minimalista del reguetón, como hace en «Chicken Teriyaki»cuya melodía está compuesta con una solo nota. O que en el videoclip de «Malamente», que cuenta con casi doscientos millones de reproducciones en YouTube, se mezclen a compás coreografías de danza contemporánea, lances de unos novilleros de la escuela taurinas de Jaén y jeriquebes de unos nazarenos que practican skateboard. De lo local a lo universal…

«Todo lo grande en España —decía Ortega— es obra del pueblo, y lo que no ha hecho el pueblo se ha quedado sin hacer». Si la cultura no es «ese invento del gobierno», por decirlo con Ferlosio, es porque el alma del pueblo siempre vuela más alto que esos córvidos llamados ideólogos, con su vuelo rasante y los sentidos embotados por la carroña de la propaganda. Solo el pueblo salva al pueblo.

Hablando de Ortega… El tópico escolar lo presenta como epítome de nuestra filosofía, pero en la práctica lo estima como traductor y divulgador de corrientes alemanas. ¿De verdad su principal virtud era ser embajador de la fenomenología y valedor de nuestro aggiornamiento al dictado germánico? Porque los españoles somos góticos, pero también románicos y barrocos…

Bien mirado, uno podría no saber ni papa de inglés, de griego o de latín y doctorarse en filosofía leyendo exclusivamente a nuestros ensayistas. Quien quiera ganarse un cum laude en ontología, que hinque el diente a las Disputaciones metafísicas de Suárez; y quien busque contundencia sistemática, que acuda a Bueno. Que nuestra filosofía sea tan prolija como sustantiva quizá se deba a que los españoles somos tan hijos del cristiano Llull como del musulmán Averroes o del judío Maimónides, y acaso hijos ilegítimos de los cismáticos y heresiarcas que concertara Menéndez Pelayo bajo el marbete de heterodoxos. ¿Acaso la filosofía española no peca por defecto, sino por exceso?

Ignoro a quién importa que el último paper de un investigador español sobre los axiomas de Peano se haya traducido al letón. ¿Hemos de aquilatar la valía intelectual de José Gaos en función de su reconocimiento mexicano? Porque si preguntamos en el departamento de metafísica de la Universidad San Nicolás Hidalgo de Michoacán, seguramente el bedel tenga buenas palabras sobre el viejo profesor. Al pueblo llano, en cambio, es probable que su nombre le diga poco. 

El arquetipo de paleto lleva la boina calada hasta las cejas, un botijo y una jaula con gallinas, como Paco Martínez Soria en sus películas. Es alguien que, aunque abandone el pueblo a golpe de ferrocarril o de autobús, es incapaz de abandonar la forma mentis pueblerina. Cosa bien distinta es el cosmopaleto, que vaya donde vaya siempre está dispuesto a dejarse engullir por la última moda extranjera. Además de por las escarificaciones, los tatuajes y los lóbulos dilatados hasta el hombro, lo reconocemos por una diferencia singular. Si el paleto se negaba a ver el pueblo de al lado, so pretexto de que el suyo era el mejor del mundo, el cosmopaleto, consagrado a una yincana de maratones y medias maratones, viajes al Triángulo de las Bermudas, dietas insectívoras y ayunos que asustarían a un mendigo magrebí en pleno Ramadán, hace justo lo contrario: se niega a ver su propio pueblo. De la ceca a la Meca, dando más vueltas que un tonto a una feria, olvida que la política es, ante todo, el arte de tratar con el vecino —Higinio Marín dixit— y que, ya puestos, también lo son las artes y las letras. Quien quiera una escuela popular de sabiduría superior, a la manera machadiana, que estudie en lengua vernácula el pensamiento y la vida de sus pensadores coterráneos. ¿O acaso es posible cultivar un campo sin conocerlo?

Escribo esto al poco de anunciarse un festival de filosofía en Madrid. No es pequeña la polvareda que han levantado sus carteles: en letras gargantuescas, los nombres de Byung-Chul Han, Wendy Brown, Eva Illouz y Michael Sandel; en letra menuda, Remedios Zafra, Mauricio Suárez, Javier Gomá y Mercedes García-Arenal. Se entiende la deferencia hacia el pensador extranjero, aunque para algunos malpensados recuerde al «os recibimos con alegría» de Bienvenido, Mr. Marshall. Así y todo, ¿cabe mejor punto de partida en materia de relaciones internacionales? Por mucho que pinten bastos, ¿no es la alegría un deber? Claro que el problema no esté en dicho cartel, sino en lo que, a la manera de un espejito perverso, revela sobre nosotros. 

Ante estas cosas, no queda sino poner cara de besugo y rascarse la coronilla. Ignoro quién querría estudiar en Cambridge para acudir a las clases de Simon Blackburn teniendo en la Autónoma a Tomás Pollán. ¿Qué novedad ofrecen los nouveax philosophes a quien lee a Gabriel Albiac, en tanto que ni Bruckner, ni Glucksmann, ni por supuesto Henri Lévy le llegan a la suela de los zapatos? Así como una buena forma de no embelecarse con Judith Butler es haber leído a Alicia Miyares, quien lo flipa en colores con los aforismos de Taleb suele ignorar los de Ortiz-Osés. ¿No es más estimulante ahora mismo lo que puedan plantear Ana Carrasco-Conde o Elena Postigo que Martha Nussbaum o Julian Savulescu? Me deja perplejo que haya quien caiga prendado con la teoría mimética de René Girard y pase por alto una obra de mayor envergadura aunque, ay, española, como Imitación y experiencia de Gomá. ¿Tiene algo que envidiar José Luis Pardo a Mark Lilla o a John Gray? Curioso es que haya quien coleccione los ensayos de Patrick Harpur y pase por alto los de Juan Arnau, o que un gramsciano ignore a Agustín García Calvo, o que un hegeliano no sienta algo de curiosidad por Dalmacio Negro… 

¿Tiene sentido dar bombo a Peter Kingsley y preterir a David Hernández de la Fuente? Allá cada cual: también había cines que programaban a Ron Howard en vez de a Víctor Erice. Hay quien sigue tomando a Carlos Goñi por un rockero al que, no en vano, llamaban en su momento «el Bruce Springsteen español» (lo bueno siempre viene de fuera). ¿Enseña algo la recuperación de pensadores como Henry Corbin u Owen Barfield en un país que ha decidido dar la espalda a la titánica obra de Gómez de Liaño? Cosas veredes… Profesores de Filosofía de la Ciencia que no han leído a Antonio Diéguez y expertos en ciudadanía que prefieren manejar referencias manidas a Thomas Marshall a atreverse con El mito de la ciudadanía, de Irene Ortiz. ¿No es triste conocer a los clásicos por medio de las ocurrencias de agitadores como Žižek, Peterson o Bronze Age Pervert contando con Ekaitz Ruiz de Vergara o Javier Pérez-Jara?

No se entiendan estas líneas como una denuncia, sino como un encogimiento de hombros. Dudo que cunda un desinterés concreto por nuestros pensadores. Se trata, sencillamente, de la fascinación que ejerce lo foráneo en un país convencido de que aún se le ve el pelo de la dehesa. Si Gracián tuviese apellido teutón y Donoso Cortés fuera británico, otro gallo nos cantaría…

No caigamos en el error de reducir filosofía a filosofía académica. Platón fundó su escuela junto el sepulcro del héroe Academo. Hoy el Homo academicus imparte su lección bailando sobre su tumba. Lo más estimulante de la academia es, en ocasiones, lo que brota a pesar de ella. ¿Hay trituradora de talento más efectiva? Jornadas agotadoras, jerarquías degradantes y salarios de miseria. Doblar el espinazo diez horas al día por trescientos euros es malo para el bolsillo; frecuentar covachuelistas, caciques y tiralevitas, peor para el carácter. Sostenía el capitán Richard Burton que la universidad era un estercolero de cobistas y aduladores. Se refería a Oxford. ¿Qué habría dicho de conocer Somosaguas?

El Homo academicus se empeña en aplicarse una teoría. Theorein significa mirar, y él mira la realidad a través de sus gafas de miope. No puede vivir sin sus tratados, como el mago Próspero, porque ahí guarda todos sus encantamientos. En cuanto se queda sin ellos, es tan tonto como el esclavo Calibán. ¡No puede ni tomarse un vino sin recurrir a la bibliografía! «¿He de llamarte laborioso  —‌ pregunta Epicteto‌—‌ porque pases las noches estudiando? Antes quiero saber qué provecho sacas de este estudio». La vida, qué le vamos a hacer, no es un examen; tampoco, una carrera investigadora. ¿Qué fue, entonces, del héroe Academo? De su tumba brotaban flores. La academia era entonces un almácigo de vocaciones. Hoy el Homo academicus esparce las semillas fuera de surco. Y éstas, por lo general, terminan agostándose. 

Acopiar conocimientos es como recoger setas. Aunque abunden los transeúntes campestres que usan una bolsa de plástico como esportón, siempre es mejor depositar las capturas en una cesta de mimbre. Así, los hongos y los bejines diseminan sus esporas por las rendijas del canasto, sin perjuicio de acabar por la noche en la sartén. De igual manera, hay quien amontona sus conocimientos en bolsas de plástico, cuya fría profilaxis termina impermeabilizándolos a la vida, y también quien orea los frutos de su sabiduría, esparciendo sus semillas en otras tantas almas.

Hay algo misterioso en el discurrir filosófico. Misterio, según Dilthey, es lo que resulta comprensible pero no explicable. De ahí que algunos filósofos se sustraigan al lenguaje universal del artículo estilo APA. Sucede en ocasiones que, cuanto más inasible es una referencia, más sentido tiene. Heidegger reivindicaba esa inasibilidad es un texto tardío, Gelassenheit, «Desasimiento». Lo que hay nunca puede ser totalizado, reducido o cosificado del todo. 

Precisamente Heidegger pintó la metafísica occidental como la historia de la cimentación de un gran sepulcro. Lo malo de apilar y manipular la realidad cual si fuera un túmulo es que termina por valer lo que valen sus ladrillos. Por eso pirámides tienen hoy de sacro lo que comerciantes y turistas extraen de ellas. No deja de ser significativo que el complejo donde se inhumaba a los faraones egipcios fuese denominado Ta Iset Maat, esto es, «lugar de la verdad». ¿Queremos embalsamar y enterrar la verdad? ¿No sería mejor que corriese un poquito el aire?

Dudo que haya una falta de interés específica hacia lo que digan nuestros filósofos. No tomen como algo personal lo que es, en puridad, indiferencia generalizada. Pocas son las personas con la voluntad de leer un libro y la energía que exige una lectura atenta. ¿Cuántos libros tenía Spinoza en su biblioteca? Ciento sesenta. La del Abate Faria, sabio en grado sumo, rozaba los doscientos. Hoy contamos con una biblioteca de Alejandría en el bolsillo y hay más escritores que lectores. Bastante es que haya quien todavía agarre un ensayo. 

Valga un estrambote. Unamuno leía a Krause, autor a quien nadie lee en España, y Schopenhauer se confesaba deudor de Calderón, autor al que nadie lee en Alemania. ¿Empate? ¿Estamos, una vez más, a la par con la dichosa Europa?


Jorge Freire (Madrid, 1985) es filósofo y escritor. Es autor de La banalidad del bien y Hazte quien eres. Obtuvo el XI Premio Málaga de Ensayo con Agitación. Sobre el mal de la impaciencia. Su última obra es Los extrañados (Libros del Asteroide).

La querella española 

Ensayistas, filósofos, historiadores e intelectuales abordan uno de los grandes enigmas de la cultura española: el motivo por el cual permanece apartada del fecundo diálogo de los pensadores europeos.

  1. «Un terco y doloso complejo», por Basilio Baltasar.
  2. «La lengua de Ortega y Gasset», por Víctor Gómez Pin.
  3. «Sin asiento en la Gran Jerga», por Miguel Herrero de Jáuregui.
  4. «Debilidad y fortaleza de la filosofía en España», por Norbert Bilbeny.
  5. «Por qué no existe la »Spanish Theory»», por Antonio Valdecantos.
  6.  «Pensar no es cualquier cosa», por José Enrique Ruiz—Domènec.
  7. «Un asunto delicado», por Anna Caballé.
  8. «Una cultura que se desprecia a sí misma», por Ignacio Gómez de Liaño.
  9. «Una cuestión de fe», por Ana Rosa Gómez Rosal.
  10. «Las voces de las diversas periferias», por Sonia Contera.
  11. «Las dimensiones ocultas y el lado oscuro de la ciencia en España (que inventen ellos)», por Juan José Gómez Cadenas.
  12. «La obstinada singularidad ibérica», por Carlos Collado Seidel.
  13. «En las orillas del Sena», por Almudena Blasco Vallés.
  14. «La España de la insignificancia tecnológica», por Pablo Artal.
  15. «La excepción baladí», por Jorge Freire.

Réplicas a La querella española

  1. «Filosofía española por el mundo», por David Teira.
  2. «La situación actual de la filosofía española en el contexto internacional», por Antonio Diéguez.

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