Sergio C. Fanjul parece revitalizar el columnismo lapidario en El País, un estilo que, tras la marcha de Enric González, parecía haber perdido su brillo, y quedaba sostenido únicamente por los textos incisivos y emocionales de Manuel Jabois. Fanjul, con su pluma afilada y su habilidad para diseccionar las contradicciones sociales y culturales contemporáneas, está logrando devolverle a la columna de opinión ese tono irreverente y polémico que tanto se echaba de menos en la cabecera progresista por antonomasia de nuestro país. Con el artículo de ayer sobre la devaluación de la alta cultura, no solo reafirma su capacidad para abordar temas complejos con un lenguaje accesible y una ironía sutil, sino que se consolida como el «Juan Soto Ivars» de la izquierda, una figura capaz de desafiar las narrativas hegemónicas desde una posición crítica y progresista. Su estilo, un collage chatgepetero barnizado con su maestría escritora, lo posiciona como una voz imprescindible en el panorama actual, alguien que, como Soto Ivars en su trinchera, no teme cuestionar tanto las imposturas de la alta cultura como los dogmas de la modernidad, ofreciendo una visión que es tan provocadora como necesaria en los debates actuales.
Fanjul comienza exponiendo que la cultura se ha utilizado con frecuencia como una herramienta para «ligar» o para mejorar las oportunidades en el ámbito sexoafectivo, y que, a la vez, observa una mutación o devaluación del capital cultural en favor de un capital subcultural más accesible y transversal. Sin embargo, desde una perspectiva académica rigurosa, esta visión resulta un tanto simplista y equívoca. De hecho, se podría haber escrito todo lo contrario. Por ejemplo, Internet ha democratizado el acceso a formas culturales que antes estaban reservadas para una élite, como el cine nórdico. Ahora, ya no se trata solo de «las tres K» que Fanjul menciona como emblema del cine culto, sino de «los monstruos del frío» —Fanjul, hazte un update coolturera — que están dando visibilidad a la obra de directores tan flipantes como Ruben Östlund, Thomas Vinterberg o el citado Kaurismäki. Estos cineastas no solo han encontrado un público global, sino que han elevado el cine escandinavo a un nuevo nivel de prestigio, demostrando que el capital cultural «cultureta» sigue muy vivo y adaptándose a los tiempos. Por lo tanto, es completamente errónea la perspectiva del artículo sobre la supuesta «banalización» de la cultura a través de la popularidad de las redes sociales y las nuevas formas de entretenimiento digital. Esta visión no considera el potencial de estas plataformas para democratizar la producción y distribución cultural, así como para fomentar la diversidad cultural y el pluralismo. Michel de Certeau, en su obra sobre las prácticas cotidianas, argumenta que el consumo cultural es una forma de producción simbólica en sí misma, donde los individuos reinterpretan y resignifican los productos culturales de manera creativa. Desde esta perspectiva, las nuevas formas de cultura digital no son meramente banales, sino que representan un campo emergente donde se negocian nuevas formas de identidad y comunidad.
Es importante, también, cuestionar la interpretación limitada del capital cultural de Pierre Bourdieu que el artículo presenta. Bourdieu definió el capital cultural como un conjunto de recursos no económicos que permiten a las personas obtener ventajas en la sociedad, tales como la educación, los conocimientos culturales, y las competencias lingüísticas. Estos recursos no solo facilitan la movilidad social, sino que también refuerzan las estructuras de poder existentes al permitir que las élites mantengan su dominación a través de prácticas culturales específicas. No obstante, reducir el capital cultural a una herramienta de seducción, como se sugiere en el artículo, es desvirtuar la complejidad de las dinámicas sociales y de poder que Bourdieu describió. En su lugar, el capital cultural debe ser entendido como un elemento multifacético que interactúa con otros tipos de capital (económico, social y simbólico) para producir y reproducir desigualdades en diferentes esferas de la vida, no solo en las relaciones personales o sexoafectivas.
Además, el artículo parece pasar por alto un punto crucial en la teoría de Bourdieu: la distinción y la legitimación cultural no son estáticas, sino que se transforman continuamente en respuesta a los cambios sociales y económicos. La tesis de que el capital subcultural ha reemplazado al capital cultural ignora cómo los campos culturales se reconfiguran de manera que las élites culturales pueden seguir ejerciendo distinción incluso dentro de la cultura popular. Richard Peterson, citado en el artículo, desarrolló el concepto de «omnivorismo cultural» para describir cómo las élites culturales contemporáneas consumen tanto alta como baja cultura, un fenómeno que refleja la flexibilidad y adaptabilidad del capital cultural en diferentes contextos. Por tanto, la distinción cultural no ha desaparecido, sino que se ha sofisticado, haciendo más compleja la identificación de las formas contemporáneas de capital cultural.
No puedo dejar de mencionar, y con esto caigo en el juego de Fanjul, la supuesta reivindicación de La Oreja de Van Gogh. Esto es totalmente equívoco y aparece en el texto para, precisamente, atraer las simpatías de los lectores. La Oreja de Van Gogh ha pasado al circuito «indie», pero también Amaral. Como escribí en Mátame camión: la nueva etapa moña de los festivales indies, las empresas festivaleras están ampliando su «target», pero eso no implica elevar a los altares a bandas que antes habrían sido descartadas por los mismos sectores que ahora las acogen ni que un seguidor de Ángel Stanich haya cantado en el San San la canción de «Rosas» en comunión con el resto de asistentes. Es más, esta inclusión en los festivales no es más que una estrategia de mercadotecnia para atraer a un público más amplio y diverso, sin que ello signifique que estos grupos hayan alcanzado un estatus de culto o sean objeto de una auténtica revalorización cultural. Al final del día, esta movida responde más a la lógica del mercado que a una verdadera apreciación artística. Así que, no nos engañemos, la presencia de estos grupos en el circuito indie es más una cuestión de números que de méritos culturales.
Por otro lado, el artículo aborda el fenómeno de la democratización cultural a través de Internet como un proceso que, según se sugiere, ha despojado de su poder a las formas tradicionales de cultura. Este punto de vista es, en cierto modo, reduccionista. La democratización del acceso a la cultura no implica necesariamente una devaluación del capital cultural; más bien, puede dar lugar a una transformación en cómo se produce y se consume la cultura. Aquí es útil referirse a las teorías de la cultura digital, como las de Henry Jenkins sobre la cultura participativa, donde los consumidores de medios se convierten en productores y colaboradores activos en la creación cultural. Esto genera nuevas formas de capital cultural digital que, aunque distintas de las formas tradicionales, no son menos significativas. La relevancia de estas nuevas formas de capital cultural en la economía digital actual y su influencia en la construcción de identidades y estatus social subraya la necesidad de una comprensión más matizada de lo que constituye el capital cultural en el siglo XXI.
Otro aspecto que realmente merece una crítica es la «brillante» idea de que la alta cultura ha perdido su prestigio frente a las formas más populares o comerciales. Porque, claro, ahora resulta que las élites culturales, esas mismas que siempre han utilizado la alta cultura como un símbolo de distinción en sus exclusivos círculos sociales, han decidido que todo ese esfuerzo era en vano y que es hora de mezclarse con el vulgo. Y, por supuesto, la alta cultura, que tan sólo persiste en pequeños rincones irrelevantes como las instituciones académicas, las industrias creativas o las artes, ha sido completamente reemplazada por formas culturales más accesibles y efectistas, como si hubiéramos tirado a Bourdieu por la ventana. Porque, al parecer, pensar que las prácticas culturales todavía funcionan como mecanismos de inclusión y exclusión social, incluso en un mundo donde las fronteras entre alta y baja cultura parecen más borrosas que nunca, es algo pasado de moda.
¿Acaso Fanjul cree que ya no existen esos raros especímenes de lectores que se identifican con editoriales como Anagrama o Acantilado? ¡Por favor! Ahora todos, absolutamente todos, hemos decidido abandonar esos libros densos y complicados en favor de tomos con cubiertas llenas de dorados y relieves, porque, claro, ¿quién no querría un poco de brillo extra en la estantería? ¡Qué idea tan moderna y avanzada! Subestimemos, entonces, el poder de la alta cultura y declaremos, de una vez por todas, que el público que valora la profundidad intelectual y el prestigio estético ha desaparecido del mapa. Total, todos somos ya adeptos al gran mercado de la cultura masiva, ¿no?
El artículo también plantea que las nuevas generaciones se inclinan más hacia el «mainstream» y las formas de cultura masiva, argumentando que esto marca un cambio de valores hacia el éxito y la fama. Sin embargo, esta afirmación subestima la complejidad de las identidades juveniles contemporáneas y sus prácticas culturales. Las subculturas juveniles, que el artículo menciona de manera superficial, son espacios donde se negocian y reconfiguran constantemente los significados culturales. La sociología de las subculturas, con estudios pioneros como los de Dick Hebdige y su análisis de la subcultura como un modo de resistencia, nos muestra que las prácticas culturales juveniles a menudo desafían las normas sociales dominantes y crean nuevas formas de capital cultural que pueden ser igualmente poderosas. Estas subculturas no son simplemente apéndices del mainstream, sino espacios de innovación cultural que a menudo anticipan tendencias más amplias en la sociedad.
Además, el enfoque del artículo en la figura del «gafapasta» y la parodia de la cultura culta como elementos obsoletos o irrelevantes simplifica excesivamente las dinámicas de poder cultural. La representación mediática de la cultura culta como una moda pasada subestima cómo la capitalización de la cultura por parte de las élites sigue siendo un medio para el mantenimiento de la hegemonía cultural. Esta capitalización no se limita a las formas visibles de consumo cultural, sino que incluye la perpetuación de valores estéticos y éticos que refuerzan la posición de las élites en la sociedad. La cultura, en este sentido, no es simplemente un bien de consumo, sino un campo de lucha simbólica donde se disputa la legitimidad y el poder.
Dice Fanjul que «El esnobismo que hoy es motivo de burla, sin embargo, se basa más bien en la alimentación saludable, las prácticas ecológicas y la vida activa, y se asocia a las mismas élites progresistas a las que antes se asociaba lo cultureta», lo cual es otra artimaña para mantener su tesis. No, Fanjul, el esnobismo saludable lleva siendo objeto de críticas desde antes de Frasier. Nos llevamos riendo del footing, jogging y running toda la vida, y ahora lo haremos con el crossfit. Y, de la misma manera, seguimos riéndonos del esnobismo clásico, tanto de los flipados del Ulises de Joyce como de los fanáticos de la familia Atreides en Dune. Esnobismo es esnobismo, ya sea en la alta cultura, en las modas de salud o en las franquicias literarias de ciencia ficción. Así que no, no hemos dejado de parodiar ni a los culturetas ni a los que se toman demasiado en serio cualquier tendencia, solo que el blanco de la burla se va adaptando a los tiempos. El esnobismo, en cualquiera de sus formas, sigue siendo el objetivo de nuestras risas.
Vaya repaso le ha dado usted al señor Fanjul. Mis dieses.
Pues para mí, son dos textos tal para cual
Leí el artículo de Fanjul, y me pareció ingenioso. Más sorprendente es que se le replique desde aquí. ¡Es la guerra!
Me ha encantado. Una maravilla. Qué envidia de narrativa
«…como si hubiéramos tirado a Bourdieu por la ventana», algo como:«tirar al niño con el agua de bañarlo». No es mala imagen, desde luego.
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Al principio iba a decir que flaco favor le hacías a Fanjul comparándolo con Soto Ivars, pero hay que llegar hasta el final para comprender.
Qué se le va a hacer, está de moda entre los columnistas «de moda» de este país de ciegos ofendidos creerse o hacer creer que se ha iniciado la debacle de la civilización occidental desde hace poco para acá, y que menos mal que están ellos para denunciarlo. Pero viendo el éxito que tiene entre su perdida parroquia, cuela.
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