Pude comprobar hace unos días, cuando asistí a unos de los festivales de flamenco que durante el periodo estival se celebran en Andalucía, cómo el público se deshacía en ovaciones durante ciertos momentos de la actuación. A pesar de algún murmullo disonante relacionado con el carácter picnic que a veces toma estos eventos, en los que las coca-colas y las patatas fritas forman coreografía entre el ir y venir de los asistentes, consiguió instaurarse la magia.
Era una de esas inusuales noches frescas de verano en las que hubiera agradecido sacrificar mi look veraniego por una sudadera y un par de vaqueros. Creo que empecé a tiritar porque en un momento de gran fraternidad, mi amiga, con su habitual elegancia, se inclinó para sacar de su bolso un pañuelo y prestármelo mientras me cuchicheaba al oído: se nota que estamos al lado del río Anzur.
Acto y seguido, el cantaor o la cantaora, no recuerdo bien, se fue despidiendo, y entre reverencias y agradecimientos hizo una reflexión: eran muchas las giras y los espectáculos que recorrían por todo el mundo, pero era solo en la tierra cuando podía sentir el calor de un público diestro siempre en el saber acompañar con un ole a compás.
Nunca antes se me hubiera ocurrido relacionar este concepto con el de «instante decisivo» en fotografía, de no haber sido porque justo unos días previos se lo había oído decir al fotógrafo Joel Meyerowitz (el Bronx, 1938) en un entorno tan diferente como lo era el Auditorio Christine Ruiz-Picassso, en una conversación mantenida con Miguel López-Remiro, director artístico del Museo Picasso Málaga y comisario de la exposición Joel Meyerowitz. Europa 1966-1967.
Tengo que reconocer que una de las cosas que más me gustan de las inauguraciones son todas esas actividades que se desarrollan de modo paralelo y que en este caso adquirían una especial significación, al encontrarse el propio fotógrafo en la ciudad casi sesenta años después de su primer viaje. Me parecía un lujo escucharle hablar sobre su trabajo, con un interlocutor que sabía sacar lo mejor de él en su propio idioma.
Al principio no podía creer que la charla fuera a desarrollarse en el inglés nativo del neoyorkino Meyerowitz, desacostumbrada como estaba a oír a líderes políticos y otras personalidades públicas a expresarse en un idioma que no fuera el suyo propio. Pero este no era el caso, el comisario y director del museo Miguel López-Remiro se manejaba en un perfecto inglés, a pesar de los tecnicismos y las profundas reflexiones que a veces exigía el tema. Por primera vez tuve la sensación de la igualación generacional. Sorprendida, iba comprendiendo aquello que en el coloquio se iba desgranando, hablaban de fotografía y ese era uno de mis campos de actuación.
La exposición que el Museo Picasso Málaga ofrece hasta el mes de diciembre se estructura como un mapa cuyas fotografías nos sirven para configurar mentalmente una hoja de ruta, la misma que el fotógrafo siguió en 1966 cuando tras recibir una importante suma de dinero por un trabajo publicitario, se lanza a la aventura de realizar un viaje por Europa junto a Vivian Bower, su compañera de aquel momento. Los dos son muy jóvenes (él veintiocho, ella veinticinco años) cuando desembarcan en Southampton, Inglaterra.
Si contabilizamos el periplo total, este comienza con el viaje a Inglaterra, Gales, Cornualles e Irlanda, haciendo un alto en París, hasta llegar a España. La pareja pasa un tiempo en Andalucía para de nuevo en carretera continuar hacia Alemania, Austria y los países comunistas. Incluso se adentran en el Oriente, visitan Estambul y Anatolia para finalizar su recorrido en los manantiales ocultos: Grecia e Italia. El diseño expositivo ha sido perfectamente trazado para comunicar al espectador esa idea de aventura on the road, dedicándole incluso una de las secciones centrales a esas fotos que fueron disparadas desde el coche en marcha, imágenes inauditas que en su día el MoMA consideró para realizar una exposición gracias a que su director, el también fotógrafo John Szarkowski, supo ver el potencial de aquellas tomas que en principio fueron descartadas. A la fotografía en ese tiempo solo se la consideraba por su valor comercial o se la entendía como una actividad artesanal, de ahí la importante labor de la institución en promover la fotografía de autor a través de un departamento específico. Para esta ocasión, López-Remiro, en colaboración con el museo neoyorkino, ha respetado la selección y disposición de la muestra de 1968, incluidos los textos que la acompañan.
En sus inicios Meyerowitz había comenzado a fotografiar con una Leica M2 por las calles de Manhattan de forma autodidacta junto a sus colegas Garry Winogrand, Tony Ray-Jones o a Tod Papageorge. Eran principiantes que deseaban perfeccionar su oficio al tiempo que cultivaban la amistad compartiendo su pasión por este arte que, caprichos del destino, un día les hizo cruzarse en un desfile con el mismo Henri Cartier-Bresson, quien los invita a tomar café. Para Meyerowitz, descubrir Europa con su cámara era un sueño y la suerte parecía estar de su lado.
Llegado el momento no lo duda y decide emprender su camino en solitario, convencido de que solo así llegaría a adquirir una conciencia propia sobre las cosas. Y si toda épica se construye con unos artilugios específicos, entre los de Meyerowitz se cuentan dos cámaras que utilizó para fotografiar simultáneamente en blanco y negro y en color, junto a unos setecientos carretes que dieron lugar a unas nueve mil fotos de Europa que no serían reveladas hasta su regreso.
Fue Susan Sontag en Sobre la fotografía quien reparó en la utilización de esta como un medio para experimentar un sentimiento de pertenencia y dar una apariencia de participación entre los miembros de aquellas sociedades industrializadas que habían sido obligadas a renunciar al pasado, no sin cierto trauma, como había sucedido en países como los Estados Unidos y Japón. En el caso de Meyerowitz se suma su anhelo por conocer las raíces europeas de sus antepasados y también porque, a modo de ritual, al haberse formado en Bellas Artes, siente el deseo de seguir la estela de aquellos viajes que los artistas flamencos realizaron a Italia, o el de los pintores americanos de posguerra que habían ido a estudiar a Roma y París.
Hay una imagen en esta exposición que simboliza ese momento en el que el Meyerowitz fotografía el correr de las aguas que va dejando atrás en el Atlántico a bordo del SS France que lo conduce al Viejo Mundo. En medio de la nada y sobre ese horizonte difuso que ya no diferencia la tierra del mar, una vez perdidas las referencias y las coordenadas, emerge un nuevo estado mental, el del héroe que se adentra en lo desconocido para revelar otra faz. «¡Así que la historia va de ESTO! ¡El viaje de un año durante el cual yo me hago mayor como persona y como artista!».
El carácter documental del proyecto recae en la idea misma del viaje, donde se puede apreciar que no había un programa previo fijado de antemano, sino el deseo de descubrir nuevos lugares y formas de vida. El único plan pasaba por recoger un coche a su llegada al Reino Unido que habían comprado desde antes de su partida, pero al no estar listo, la espera se prolonga más de lo previsto y es entonces cuando el reencuentro con una serie de amigos serán de vital importancia para el acercamiento de Meyerowitz a Andalucía. En Londres coincide con su antiguo jefe, Harry Gordon, que le presenta al escritor neoyorquino Paul Hecht, quien entonces vivía en Málaga y los invita a pasar por allí.
A su llegada, no fue nada difícil para la pareja encontrar en el bar Guardiola a Pablo «el Americano», como así se le conocía en la ciudad al hispanista que andaba investigando sobre el flamenco y quien no dudó en llevarlos esa misma noche a la casa de una familia gitana, los Escalona. Este encuentro, junto a la cálida acogida, y el clima que permitía pasar tiempo en la calle, fueron factores decisivos para que Joel y Vivian decidieran quedarse a vivir en Málaga durante seis meses, la mitad de su tiempo en Europa.
La búsqueda de contrastes atraviesa toda su obra. De los hombres trajeados con paraguas y bombín a las chicas con minifaldas de Londres y París. Encuadres deshabitados frente a otros donde prima el caos. De pronto un hombre —o un caballo— se desploma a la salida del metro, cunde el pánico y cierto estupor entre los viandantes, el obrero con el martillo continua su marcha sorteando el cuerpo como si de un mero obstáculo se tratara. Señoras y señores pasen y vean, el espectáculo de lo cotidiano que solo el ojo adiestrado en el saber mirar a través de la lente ha podido capturar.
La Leica de Meyerowitz barre los límites espaciales adentrando al espectador en múltiples perspectivas que casi milagrosamente el fotógrafo consigue recoger en un plano, especie de fotograma congelado extraído del continuum de lo real que nos deja fascinados y en vilo preguntándonos ¿dónde está el truco? ¿Cómo ha podido intuir que eso iba a pasar? El arte del fotógrafo se juega en unas décimas de segundo. Escenas inolvidables que parecieran haber sido preparadas al estilo de las sorprendentes puestas en escenas de instantáneas de Jeff Wall. Qué duda cabe de que esta nueva forma de interpretar el ritmo de la calle se presta a los homenajes.
Porque el chico del Bronx sabe de bailes. Si algo nos descubren las imágenes de Meyerowitz es la presencia del propio cuerpo del fotógrafo en la escena, su posicionamiento ante la realidad circundante y la fotografía como el rastro de esa experiencia. El énfasis de su trabajo está en el movimiento, esa danza que lo dejó atrapado la primera vez que vio trabajar a Robert Frank en una sesión fotográfica y que le llevó a dejar su trabajo y anteponer la fotografía sobre la pintura como medio de expresión.
Philippe Dubois debió haberlo visto pasear por alguna calle destacándose su figura cuando escribió en El acto fotográfico que la fotografía no es solo una imagen sino un verdadero acto icónico, una imagen pero trabajando, algo que no se puede concebir sin sus circunstancias, una imagen-acto que implica no solo su producción sino también su recepción, su lectura. Le seguimos de cerca, seguimos su pista. A los interiores plenos de intimidad le siguen otros de tintes neorrealistas. En las lindes entre lo urbano y lo rural, los animales se amontonan y se interrumpen como la comitiva de una boda se desintegra ante los novios que parten. Imposible discernir la vigilia del sueño porque todo puede o no ser real.
Esa sensación de estar ampliando visualmente los límites de los cognoscible se acentúa cuando llegamos a conocer el vínculo que Joel y Vivian establecieron con la familia gitana de los Escalona en Málaga. Al principio la música, el toque, el cante y una grabadora Uher con la que Meyerowitz realizó los primeros registros sonoros de un arte que hasta entonces solo se transmitía de forma oral. «Que me vio de nacer, viva Málaga la bella, la que me vio de nacer, por muy lejos que me vaya siempre te recordaré». Dice una de las letras que se recogen en la playlist Flamenco x Joel Meyerowitz creada por el propio museo en Spotify. ¿Se imaginan que pudieron sentir estas gentes cuando se escucharon por primera vez?
Aquel invento les daba entidad y elevaba su vida dedicada al flamenco a la categoría de arte, de algún modo los profesionalizaba, lo que venía a coincidir con el auge que experimentaba la ciudad con la aparición de los estudios y las peñas flamencas. De hecho, más que la fotografía que puede resultar algo más fría y distante, fueron estas grabaciones las que sirvieron para romper el hielo y crear un primer vínculo con la familia, sobre todo con el patriarca Antonio Escalona, que los acoge al reconocer en ellos un espíritu bohemio. Resulta inverosímil pensar que fuese en esta ciudad mediterránea del sur de una Andalucía atrasada y con una fuerte presencia de los poderes del Estado en la calle, donde Meyerowitz lograse alcanzar la mayor libertad creativa. Ante ello, la respuesta solo puede ser una: el duende.
El fotógrafo logra tomar el pulso a la ciudad, el tempo al compás flamenco y a sí mismo, siendo su voz una más en esas reuniones en las que al unísono los aficionados jaleaban al cantaor ya fuese por tangos, bulerías o alegrías. Luego las imágenes reflejan ese sentir de fiesta y alegría que revelan la íntima convivencia y como su experiencia no se limitó a la búsqueda de lo fotogénico, a conseguir una imagen a modo de souvenir, sino que algo más hondo de esa cultura había sido interiorizado. Si Lorca lo sabía, Meyerowitz lo intuía, «el gitano es el que guarda el ascua, la sangre y el alfabeto de la verdad andaluza y universal».
Un autorretrato de Joel al comienzo de esta exposición tomado en Inglaterra posiblemente a los pocos días de llegar a Europa, nos invita a penetrar en el espacio más íntimo del autor compartiendo con los espectadores una pregunta por su identidad. Está realizado delante de un espejo donde el propio acto de fotografiarse ha quedado capturado y enmarcado en un lienzo al estilo velazqueño. El deseo de convertirse en un artista singular va adquiriendo forma, como el marco que lo circunscribe. Desnudo, su mirada ligeramente se alza por encima de la máquina. La disyuntiva de la fotografía entendida como «ventana o espejo» que estableciera Szarkowski es aquí superada: la exploración del mundo exterior y la expresión del mundo interior se superponen. Es un yo en devenir.
Meses después aquel joven flaco y aparentemente algo inseguro tendrá el arrojo de fotografiar con soberbia al patriarca gitano en lo alto de un cerro en Cártama como si fuera dueño y señor de la tierra que divisa. Su figura se erige en el centro del encuadre, cual junco en su cénit. Sus ojos y el anillo que sobresale de su mano izquierda apuntan al espectador. El retrato de este hombre simplificado de uniformes, insignias, y sotanas inspira otro poder y consolida una manera de mirar que es ya única en la historia de la fotografía moderna y contemporánea.