Los elogios se renuevan. Van pasando los Zeitgeist y la visión del genio mejora, en juicios compartidos por la crítica, el público y por quienes no tienen ni idea de música clásica, debilitados tras la repetida escucha del nocturno. En la historia, no hay nadie que pueda gozar de la popularidad en los tres mundos, ni siquiera Mozart, su gran ídolo, el modelo a seguir frente a la encrucijada idealista beethoveniana. Y es que Chopin prefiere escalar el muro de la melodía infinita mozartiana, atrapado con divino gusto en las alturas de su propia belleza. Frente a él, la pretendida música seria sigue el camino trazado por Beethoven y Hegel de la conquista humana en el periplo horizontal. El espíritu absoluto aparece fugazmente, mientras del encierro en la intimidad de la torre de marfil se escapan los primeros rayos del diamante extremo de la simplicidad.
Melodía versus armonía, éxtasis versus lucha: verticalidad exquisita cuyo payback temprano fue su encierro en el salón, en el desliz de la lágrima, en enfermedades románticas, en los brotes femeninos de un hombre indomable, un hombre contradictorio, muy difícil de definir dentro los parámetros del movimiento romántico de la primera mitad del siglo XIX. Porque para Chopin no había nada más mezquino que las fantásticas efusiones aforísticas de un Schumann, o las florituras rimbombantes del Liszt virtuoso, contemporáneos ambos y los mejores transmisores de la música del polaco. Fue Schumann, en su calidad de crítico musical más influyente de Alemania, quien escribió en el Allgemeine Musikalische Zeitung de diciembre de 1831, a propósito de las Variaciones «Là ci darem la mano» op.2: «Me quito el sombrero caballeros, un genio». Más tarde, en 1838, Schumann dedicó a Chopin una de sus obras maestras, la Kreisleriana op.16. Al recibirla, Chopin se limitó a hablar favorablemente del diseño en la portada, sin ni siquiera abrir la partitura. Con Liszt la historia era distinta, aunque los mismos tintes de desprecio se hacían visibles en términos de técnica pianística. Es cierto que Chopin envidiaba la manera de Liszt de ejecutar sus dos cuadernos de Estudios, « ¡ojalá pudiera robarle su forma de tocarlos», pero cuando el húngaro —que por cierto fue quien le presento al último amor de su vida, George Sand— interpretó uno de sus nocturnos en público, añadiéndole ornamentos y florituras, Chopin dictó sentencia: «mantened a ese cerdo fuera de mi jardín».
Recordemos que Liszt escribió un libro sobre su amigo, cuya muerte en 1848 le afectó sobremanera. Muchas de sus obras de aquella época llevaban selladas tributos heroicos a su recuerdo, en especial Funérailles, la última pieza de las Harmonies poétiques et religieuses, en donde Liszt introduce en la sección intermedia una marcha guerrera basada en un ostinato de octavas en cascada en los registros bajos del piano, recordando la sección central de la Polonesa «Heroica» en La Bemol mayor op.53 del difunto. El húngaro veía en el polaco un romanticismo puro, alejado del virtuosismo y de los poderes imaginativos de la música de programa. «Nadie se le compara. Brilla solitario, sin par en el firmamento del arte». Otro juicio por carta a su examante, Carolyne Sayn-Wittgenstein, veintisiete años después de su muerte. (¿Sería malvado escribir aquí una réplica del muerto a la lisonja del vivo?: Puede que algún día llegue a ser diputado, incluso rey de Abisinia o del Congo, pero en cuanto a los motivos de sus composiciones…).
El caso es que Chopin, frente al intento de escurrirse del halago, debió de comportarse con arrogancia y displicencia, pasando más tiempo en el cuidado de su apariencia, en el establecimiento de una calidad de vida abundante en los pequeños lujos de los aspirantes a la aristocracia soñada, que en la búsqueda romántica de ideales. Chopin era un clásico. No había otros modelos que el contrapunto de Bach, la melodía de Mozart y el bel canto de la ópera italiana. Ninguna referencia extramusical entraba en el revuelto chopinesco. Se han intentado encontrar paralelos literarios en la heroicidad de las cuatro baladas, basando el fundamento en los poemas de su gran compatriota, Adam Mickiewicz, aunque de la boca de Chopin jamás salió una sola mención a un programa. El autocontrol, superado a veces por un exceso de pasión, como ocurre en las turbulentas codas de estas piezas milagrosas, ponen en la diana del deseo al exceso imaginativo de la fábula romántica, alimentada por una nueva libertad que trajo consigo el mal du siècle. Hundimientos psicológicos en valles remotos, en las antípodas de una escalera del lujo que el frágil Chopin sube como puede, haciendo el máximo esfuerzo por mantener la postura y el orgullo en su lenta ascensión por la feria de las vanidades.
La pureza musical se mezclaba con la elegancia en las maneras, aunque todo esto parecía venirse abajo con la elección de una pareja: el amor por la escritora George Sand, que bien podría pasar hoy por un emblema avant la lettre del colectivo LGTBIQ. Una mujer escandalosa que trajinaba por los salones parisinos de la época vestida de hombre fumando puros, acostándose con medio Paris, llevando a la explosión de las convenciones, por mucho que los círculos fuesen artísticos. Por intermedio de Liszt, quien les presenta en 1836, el pequeño y delicado Chopin, quien nunca pesó más de cuarenta kilos, cae en los brazos de una mujer así y la unión, que durará nueve años, es desconcertante, aunque Sand nunca se hizo un harakiri creativo, como lo haría después Alma Mahler, pese al cuidado del genio, debilitado por la tuberculosis.
A finales de 1838 Chopin, Sand, Solange y Maurice (sus dos hijos de un matrimonio previo) parten de París a Mallorca buscando un clima que favorezca la salud debilitada del maestro, así como un escape a la ajetreada vida parisina. El viaje no puede ser peor para Chopin y para la familia. Debido a su condición tuberculosa, la gente de la isla le trata como a un apestado, refugiándose en la estética de celda medieval como es la cartuja de Valldemossa, donde las condiciones de vida imponían una terrible ascética. El tiempo tampoco acompañaba. Tras el abandono de los sirvientes, el disfraz de enfermedad escondiendo en las islas una pretendida luna de miel se salda con la siguiente carta de Sand a madame Marliani poco después de volver a Francia, a principios de 1839: «Por fin, querida, ya estoy en Francia… Un mes más y Chopin y yo habríamos muerto en España; él de melancolía y asco, yo de rabia e indignación. Me han herido en lo más sensible del corazón, han atravesado con alfileres a un ser que sufría ante mis ojos, nunca les perdonaré y si escribo sobre ellos, será con resentimiento». Y así fue, Sand se tomó la venganza en la literatura y en el género epistolar, echando a parir a la comunidad balear por el trato sufrido. Hay voces que han intentado insuflar el desprecio de la escritora con su progresivo contagio del antisemitismo del propio Chopin… En fin, resulta sorprendente que, pese a la comunión del sufrimiento en la soledad de la celda española, después de nueve años de relación, Chopin nunca dedicase ni una sola pieza a la mujer que le cuidó en sus momentos de mayor proximidad a la muerte.
¿Acaso fue esa peligrosa cercanía, en las cumbres de la desesperación y de la enfermedad, la que posibilitó el esfuerzo heroico y la composición de la que es quizás su obra maestra absoluta, los 24 Preludios op.28? Estas piezas, definidas por Schumann como «cañones enterrados entre las flores, esbozos, comienzos de estudios o, por así decirlo, ruinas, alas individuales de águila, todo desorden y confusiones salvajes», son una pulidísima concentración de los más diversos estados de ánimo. La violencia de los contrastes, el carácter genuino de cada pieza, la trama argumental que fluye en el río de la estructura pese la extrema variedad de los temas, le convierten en catecismo romántico por excelencia, una suerte de testamento decimonónico posterior al Clave bien temperado de Bach y a las treinta y dos sonatas para piano de Beethoven. La unión en la diversidad hace la fuerza y crea la autoridad necesaria para que este ciclo sea una estampa fundamental del repertorio. La aspiración barroca a lo abstracto —por mucho que se hayan subtitulado las piezas más famosas con nombres detestados por el propio Chopin— le reservan también un lugar en los confines de la música pura, tan amada por los pretendidos metafísicos de la Alemania idealista, enamorados de la sonata desnuda, sin pretensiones de programa, y próximos al barro cromático desencadenado.
Chopin destruye la saturación de notas con un simple trazo, el del genio de la expresión. En una serie de entrevistas en Nueva York junto al crítico David Dubal, el gran intérprete chopiniano Vladimir Horowitz afirmó que «hay más música en una mazurca de Chopin que en una sinfonía de Shostakovich». El pianista fue injusto con el ruso, aunque el sentido apunta a la depuración de una expresión que sea lo más directa posible. «La simplicidad es el logro final. Después de haber tocado una enorme cantidad de notas, es la sencillez la que emerge como la recompensa suprema del arte». Estas palabras epistolares de Chopin contribuyen a la búsqueda de una extrema sofisticación en los géneros de la pieza corta como son sus colecciones de Baladas, Polonesas, Nocturnos, Mazurcas y Valses. En ellos, la aguja punzante de la expresión es tan afilada que consigue reunir a un público musical con otro cuyos intereses estaban en las antípodas de la nota. Y no es por las razones sentimentales que podrían acompañar a uno de las más grandes melodistas de la historia, sino más bien el hecho de compartir emociones universales, a medida que la aguja nos penetra el corazón. Por ello, el esnobismo también sucumbe ante el irreversible hechizo de un diamante extremo que concentra, en la transparencia de su cristal luminoso, la piedad y el heroísmo, la congoja y la furia, el encanto y la verdad.