Cine y TV

‘Flash Gordon’: Flash, mi mejor amigo

Flash Gordon. Imagen MGM.
Flash Gordon. Imagen: MGM.

Tengo la manía de identificar mis películas favoritas con las personas que más quiero. Mi padre es Blade Runner (Ridley Scott, 1984) y mi madre Memorias de África (Sydney Pollack, 1985). Mis hijos son las tres primeras partes —las que se rodaron antes— de Star Wars (George Lucas, 1979, 1980 y 1983) y la madre de mis hijos, Vacaciones en Roma (William Wyler, 1953). Hay una mujer a la que, desde hace mucho tiempo, odio y amo en secreto que para mí, en esta artificial clasificación, es la inefable Grease (Randal Kleiser, 1978). 

La película Flash Gordon (Mike Hodges, 1980), siguiendo con mi manía, es mi mejor amigo de la juventud; aquel compañero de las primeras juergas que fue el más guapo, ingenioso y brillante hace treinta años, pero que, a diferencia de los demás integrantes del grupo (que terminaron sus estudios y formaron una familia), se fue quedando colgado y hoy, con todos sus defectos y toda su ingenuidad, representa para los demás lo mejor y lo peor de nuestro pasado. Quiero mucho a mi amigo, de la misma forma en que no puedo dejar de amar a Flash Gordon. 

Vi Flash Gordon por primera vez cuando tenía diecisiete años y lo hice en una de aquellas salas de pantalla gigante en las que gracias a su inmensidad dejabas de ser persona para perderte gozosamente en lo que ocurría en la película. Gracias al sensurround, sistema de sonido entonces innovador, la música de Queen retumbaba en mis oídos y elevaba mi excitación. Con posterioridad he visionado muchas otras veces este filme, pero no he vuelto a experimentar la emoción de aquella primera vez. He madurado, puede ser. Y, al igual que con mi amigo, hay cosas en Flash Gordon que hoy me parecen criticables. Podría ser, todo hay que decirlo, que —como ocurre con mi amigo— en los defectos de la película, paradójicamente, se base la fidelidad que treinta y tres años después me sigue uniendo a esta obra cinematográfica. 

Hacia el final de esta película se puede asistir a una de las escenas más ridículas de la historia del cine. Flash Gordon (Sam J. Jones), el héroe, se bate en duelo con el príncipe Darin (Timothy Dalton, sí, el que luego fue James Bond) sobre una pequeña plataforma redonda movida por control remoto y de la que salen largos pinchos de hierro que ponen en peligro la vida de los contendientes. Si pierden pie y caen de la plataforma, se precipitarán en el abismo. Flash y Darin utilizan el látigo como arma. Alrededor hay numerosos espectadores que jalean a los luchadores y entre ellos se encuentra Dale Arden, la compañera de Gordon que como él es retenida como prisionera. En uno de los lances del combate, el príncipe tiene el cuello de Flash rodeado con su látigo y todo indica que lo va a ahogar. En el peor momento para el héroe, cuando ya agónicamente saca la lengua, Dale, la chica, le grita: «¡Flash! ¡Te quiero! ¡Pero solo nos quedan catorce horas para salvar la Tierra!». Siempre que he visto la escena no he podido evitar compadecerme del protagonista e imaginarme lo que pasaría por su mente: «Debe pensar esta idiota que estoy aquí, a punto de morir, porque me apetece», debería estar pensando Flash ante el grito de su amada. Los diálogos del filme, está claro, no son utilizados como buen ejemplo en las escuelas de cine. 

Hay otra escena, esta al comienzo, en la que Flash Gordon, que es, en su vida civil, un famoso jugador de fútbol americano, intenta librarse de los esbirros de Ming, el malvado dictador que gobierna en el planeta Mongo, derribándolos como si estuviera practicando su deporte. En esa delirante escena los protagonistas se pasan entre ellos un objeto que tiene la misma forma que el balón de rugby y que utilizan para golpearse en la cabeza. Los mamporros que se dan entre sí los actores son tan poco verosímiles que algunos críticos los compararon con las escenas de acción de aquellos filmes de segunda que protagonizaron en los años setenta Bud Spencer y Terence Hill. Cuando antes del estreno se proyectó la cinta en los habituales test que las productoras realizan, las carcajadas del público asistente ante este atemporal e improvisado encuentro pseudodeportivo no debieron sentar muy bien al guionista.

Estas escenas, más propias de una película de cine B, se quedan grabadas en la memoria. 

Porque la adaptación del cómic de Alex Raymond que en 1980 produjo Dino de Laurentiis y dirigió Mike Hodges, analizada con la distancia que da el tiempo, es puro cine B. Lo más curioso de este filme es que acabase cayendo dentro de la categoría de cine B (cintas de temática comercial y realizadas con pocos medios económicos) contra su vocación, a pesar del altísimo —para la época— presupuesto del que gozó. Si lo comparamos con el dinero invertido en otras películas que tuvieron éxito en los años ochenta, los treinta y cinco millones de dólares que De Laurentiis reunió para esta aventura espacial demuestran que se quería hacer todo lo contrario a lo que terminó siendo.

Flash Gordon merece estar entre las cien mejores películas de ciencia ficción solo en el caso de que juzguemos con el corazón. En caso contrario, si la selección se debe hacer según criterios objetivos, debemos condenarla al peor de los infiernos. Del mismo modo que mi mejor amigo solo merece nuestra consideración y cariño si olvidamos sus numerosos defectos y volvemos a valorar lo que fuimos durante el mejor periodo de nuestras vidas.

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3 Comentarios

  1. La vi de pequeño en la sesión de las cuatro y media en el cine, cuando la estrenaron (creo que fue mi primera película en pantalla grande, o tal vez la segunda, después de Kung fu contra los 7 vampiros de oro). Creo que preferiría no verla ahora.

    • Madre mía, Kung Fu contra los 7 vampiros de oro!!!. Acabo de retrotraerme a mi infancia en un cine de la avenida escaleritas, en las Palmas de Gran Canaria. Lágrimas como croquetas.

  2. Es curioso, era la película preferida de uno de mis mejores amigos de joven y la recuerdo con cariño. Pero no la he vuelto a ver desde hace décadas.

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