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Te voy a erigir la estación más bonita del mundo (1)

Te voy a erigir la estación más bonita del mundo
La estación más bonita del mundo, Amberes. Fotografía: Soo Hon Keong / Getty.

Desde tiempos muy remotos, existe un chiste clásico y recurrente sobre Bélgica que adopta la forma de una pregunta capciosa: «¿Puedes nombrar a algún belga famoso?». La coña se sustenta en lo mucho que, supuestamente, tendrá que rascarse la cabeza el interrogado para localizar algún nombre famosete más allá de Hércules Poirot o Tintín, dos personajes que, para colmo, ni siquiera son reales. Y todo porque, de algún modo inexplicable, Bélgica ha cultivado la reputación de ser un lugar aburrido y poco remarcable, poblado de seres grises que consideran la desidia como deporte de competición. Un prejuicio alimentado por la mala publicidad desde hace siglos: en 1772, Voltaire visitó Bruselas y calificó a los moradores de la región como gente lenta, muy tradicional, atrasada, carente de inteligencia y más dependiente de la fe que del pensamiento crítico. Una percepción bastante faltosa que se ha extendido hasta nuestros días: en la película Escondidos en Brujas (2008), Colin Farrell disparaba otro chiste sobre el país que, en su versión original, resultaba mucho más ofensivo que el chascarrillo con el que hemos abierto este mismo texto: «¿Por qué es famosa Bélgica? Por el chocolate y los abusos a menores. Y solo inventaron el chocolate para acercarse a los niños».

En realidad, Bélgica es mucho más que una mera diana para bromas de dudoso gusto. Para empezar, porque el terreno que hoy ocupa acarrea una historia muy convulsa en la que ocurrió de todo. Numerosas divisiones y anexiones desde la época del Imperio romano, dinastías ilustres como la merovingia o la carolingia al mando, grescas bautizadas con nombres tan llamativos como la batalla de las Espuelas de Oro, levantamientos contra la pérfida Corona española, que dominaba el cotarro entre los siglos XVI y XVIII, e incluso una revolución que se inició durante la representación de la ópera Masaniello, o La muda de Portici y desembocó en la constitución de Bélgica como tal tras independizarse de los Países Bajos en 1830. El resultado de todo lo anterior moldeó el carácter de una región insólita, con tres lenguas oficiales (el neerlandés, el francés y el alemán) y habitada por personas que interpretan el sentimiento nacionalista de una manera más difusa y despreocupada que el resto del planeta.

A pesar del estereotipo popular, lo maravilloso es que Bélgica, como la fascinante anomalía que es, resulta un territorio de lo más interesante, repleto de personalidades de renombre y emplazamientos de mención. Quizás en ningún otro lugar hubiera sido posible construir la estación más bonita del mundo. 

La ciudad más rica del mundo

Amberes, capital de la provincia homónima en Flandes, a orillas del río Escalda, a tiro de piedra de la frontera con los Países Bajos, y a unos cuarenta kilómetros de Bruselas. Una urbe con más de medio millón de almas en sus entrañas que la convierten en la ciudad más poblada del territorio flamenco. Podría ser una metrópolis como cualquier otra en la que haya decidido apiñarse la humanidad si no fuera por un pequeño detalle: en cierto momento de la historia, Amberes se convirtió en el centro del mundo.

Ocurrió durante la primera mitad del siglo XVI, cuando la ubicación de la ciudad y el puerto del que disponía convirtieron el lugar en uno de los principales núcleos de negocios de la época. Durante aquellos años, Amberes recibía mercancía e información desde todos los puntos del globo. Y eso provocó que, por una parte, aflorasen los mercaderes, los banqueros, los prestamistas y los empresarios. Individuos muy dispuestos a comerciar con especias, oro, lana, diamantes, libros sobre nuevos descubrimientos médicos, azúcar y, en general, cualquier cosa que pudiese ser transportada en barco o en carro. Por otro lado, tanto trajín también propició que el lugar se llenase de buscavidas, de espías, de contrabandistas y de gente con cara de andar conspirando cosas turbias. Tenía lógica, porque Amberes era el epicentro de la información global. Por sus calles circulaban las últimas noticias, los rumores, los escándalos e incluso las señales que preveían acontecimientos venideros: las ventas de armas o armaduras anunciaban guerras inminentes, y el tipo de moneda que se recaudaba para pagar a las tropas predecía el lugar donde tendrían lugar aquellas contiendas. 

Amberes era el sitio donde había que estar para enterarse de todo y vender de todo. El médico, astrólogo y alquimista suizo Paracelso llegó a afirmar que había aprendido más visitando los puestos de los mercaderes amberinos que durante su paso por la escuela. Y con tanto negocio en marcha, Amberes no tardó demasiado en convertirse en la ciudad más rica de Europa, un punto de encuentro que lidiaba con el cuarenta por ciento del comercio mundial. En cierto momento, la propia urbe llegó a prestar dinero al Gobierno inglés cuando aquel se encontró en apuros y con la hucha bajo mínimos. Según el historiador Luc-Normand Tellier, el puerto de Amberes proporcionaba a la Corona española siete veces más beneficios que sus asuntos en las Américas.

Desgraciadamente, la fortuna de Amberes comenzó a evaporarse a partir del año 1540. Los comerciantes huyeron y se encadenaron descalabros financieros que propiciaron que Ámsterdam tomase el relevo como capital para los negocios gordos. La ciudad perdió su lustre, pero conservó en su memoria la idea de que para triunfar lo más importante era estar bien comunicado.

Te voy a erigir la estación más bonita del mundo

A principios del siglo XIX, Bélgica se convirtió en el segundo país de Europa, tras el Reino Unido, que se animó a instalar una línea ferroviaria. No resultaba sorprendente, los belgas ya venían con la lección bien aprendida y tenían muy claro que el progreso llegaba rodado cuando existían buenas vías de entrada y salida.

Inicialmente, el trayecto de los trenes se proyectó para conectar el puerto de Amberes con el resto de poblaciones de los alrededores, aunque el primer tramo instalado fue el que unió Bruselas con Malinas. Una línea inaugurada el 5 de mayo de 1835, durante un pomposo evento al que asistió el rey Leopoldo I de Bélgica, en calidad de espectador pero no de usuario: el monarca se limitó a mirar desde lejos cómo circulaba el cacharro sobre los raíles, evitando subirse a la máquina al considerarla potencialmente peligrosa. Aquel día, un selecto grupo de pasajeros fueron transportados por tres locomotoras de vapor fabricadas en talleres ingleses y bautizadas La Flèche, Stephenson y L’ Elephant. Poco después, el propio Leopoldo I se animó a subirse a los vagones. Ocho meses más tarde, Bélgica comenzó a fabricar sus propios trenes. Y al año siguiente, el 3 de junio de 1836, el trazado se conectó por fin con Amberes, dotando a la otrora opulenta ciudad de una terminal de trenes propia. Un edificio construido en madera que estaba lejos de ser la estación más bonita del mundo porque aún no le había metido mano un belga cuyo nombre nadie parecía saber escribir correctamente.

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2 Comentarios

  1. Di George

    Errata repetida, en el ultimo parrafo es 1835 y 36 y no 1935/6.

    Si no, estarían construyendo el tren para la 2a guerra mundial…

  2. Pingback: Te voy a erigir la estación más bonita del mundo (y 2) - Jot Down Cultural Magazine

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