En un viaje a Bilbao, al atravesar la ría, hoy ejemplarmente limpia, una buena amiga parisina que era quien conducía el coche exclamó: Regarde, la Seine! No supe qué decirle de inmediato, sin embargo, al mostrarle mi sorpresa por la expresión, me respondió con la tranquilidad que dan las certezas cartesianas en nuestro país vecino que, «para nosotros, los Parísinos, todos los ríos son el Sena». De eso hace más de un año. Ahora, en septiembre de 2024, recurro a mis paseos por las orillas del Sena (el de París, el de los puentes de la canción de Édith Piaf), para pensar la recepción entre franceses de los modos de pensar españoles. Lo hago desde mi condición de científica social interesada por el pasado tanto como por el presente.
En abril de 1644, Pierre de Marca, erudito, nacido en el Bearne, hombre de refinados gustos, polígrafo que llegó a ser arzobispo de Toulouse y de París, arribó a España para reunir pruebas, entiéndase documentos de archivo, que justificaran que las tierras al sur del Aude pertenecían al rey de París y no al de Madrid, entiéndase, a Luis XIV y no a Felipe IV. Al atravesar la frontera sabe ya cual es su exacto cometido; y al dejarla en 1651, con un carromato lleno de documentos que luego organizaría su secretario Étienne Baluze, supo que su trabajo había hecho posible la creación de una frontera cultural entre Francia y España. De entrada, los documentos elegidos sirvieron para legitimar el principal acuerdo político entre ambos reyes (dejemos a un lado en esta ocasión la paz de Westfalia), el Tratado de los Pirineos, firmado en 1659 y, que, por extensión, ha servido para asentar la frase que machaconamente aparecerá en los manuales escolares: «Los Pirineos que nos separan de Francia». Ya está la gran transformación, las montañas dividen, en lugar de, como había ocurrido durante siglos, unir territorios, culturas, sensibilidades, que diría el gran Lucien Febvre. Marca no solo legitimó que su rey, desde su palacio de París, se sintiera señor de unas tierras que hablaban de todo menos francés: hablaban catalán, provenzal, aragonés, y eso que llamamos occitano, sino que también creó un modelo de faire l’histoire de una región europea. El monumental libro Marca Hispánica fue el referente durante tres siglos del difícil alto medievo peninsular, y contribuyó a creer que los territorios, hoy catalanes, fueron en su tiempo una marca del Imperio carolingio, y por lo tanto en la consideración de este insigne polígrafo unas tierras de francos, vale decir de franceses.
Al parecer, poco le sirvieron sus andanzas por las tierras aragonesas para hacerse con la cultura y la mentalidad de un país orgulloso de su historia, tierra de acogida de peregrinos, singular por un folclore que crea una identidad, o que su sobrino, Juan de Marca, uno de los arquitectos más importantes del siglo XVII, aceptara reconstruir el palacio de los Luna en Illueca (sí, el del famoso papa que resistió hasta la muerte en su cargo), o edificar un palacio a la italiana en Morata de Jalón a la vez que construir el puente que unía ese pueblo con el vecino Chodes, también diseño suyo a la italiana. La falta de permeabilidad del viejo Marca, durante su estancia en tierras aragonesas, sorprende al ser él un autor de renombre gracias a una soberbia Histoire du Bearn, referente incontestable para estudiar esa bellísima región de los Pirineos atlánticos. De haber sido permeable, quizás hubiera valorado que esas tierras eran las de Baltasar Gracián, a cuyo conocimiento tanto le debemos a Aurora Egido como en su tiempo al padre Batllori, y no hubiera evitado la lectura de su obra (si la leyó, calló). El fundamental Oráculo manual y arte de prudencia de 1647 fue traducido al francés en 1684, veinte años después de la muerte de Marca, con gran éxito, bajo el título el título de L’Homme de Cour. Fuera por lo que fuese, Marca creó una frontera política para satisfacer a su rey que, por su forma de hacerlo, fue desde entonces una frontera cultural. Luego, pueden argumentarse todas las justificaciones que se consideren necesarias: que Gracián era jesuita; que había sospechas de que los jesuitas habían estado detrás del magnicidio del abuelo del rey, Enrique IV; que el padre Mariana, también jesuita, había publicado un libro justificando el magnicidio que pronto se prohibió en Francia; que el Imperio español, pese a haber dado lugar a un Siglo de Oro en la literatura y en el arte, daba signos de debilidad militar en su conflicto con las Provincias Unidas; que los intereses mercantilistas del Estado francés ideado por Mazarino y Richelieu chocaban con las redes del comercio sostenidas por los galeones españoles. Cualquier justificación era buena para fijar un eje norte-sur, con los Pirineos como frontera cultural que daría lugar, con el paso del tiempo, a la famosa y repetida frase que tanto daño ha hecho a nuestra concepción del mundo: África empieza en los Pirineos. Injusta apreciación por más que el bueno de don Miguel de Unamuno, en los cafés de París, se mostrara orgulloso de ser africano como el famoso heresiarca Tertuliano.
Me veo yo ahora reflexionando sobre el sentido de esta frontera cultural, y me viene a la memoria mi llegada a la Universidad de Lyon con mi reciente y lucífera licenciatura en la Autónoma de Madrid para seguir los cursos de doctorado, y entonces me topé, sin apenas percibirla, con la sombra de Pierre de Marca. Debo decir que es una sombra que me ha acompañado desde entonces, porque con los años opté por hacer una tesis doctoral sobre una familia noble del Bearne e incluso inicié una nueva tesis en La Sorbona y un trabajo sobre los papeles de Baluze, trabajos ambos archivados. La primera impresión en Lyon no pudo ser más demoledora del mito con el que había viajado hasta allí: un profesor, del que ahora no recuerdo su nombre, identificaba la Edad Media española con la Reconquista. De un golpe se demolieron mis sueños. Yo había ido allí pensando en la escuela de los Annales, en la herencia de Marc Bloch y Fernand Braudel, o en los estudios de Jacques Le Goff, para que me enseñaran a cuestionar los paradigmas interpretativos avejentados con los que había aprendido en mi facultad la Edad Media peninsular, y resulta que en mi primer contacto con el espíritu français, ilustrado y volteriano, me encontré que el profesor veía la España medieval como un país no europeo marcado por una multisecular guerra contra el islam. Vamos, lo que los herederos de Sánchez Albornoz (nunca el maestro) decían por todas partes en nuestro país. Menos mal que por allí estaba Pierre Guichard, con su benévola apreciación de la historia de España, que me hizo ver que también había otras formas de entender el pasado medieval. Tampoco me ayudó comprobar que el hispanismo forjado por la respetable figura de Marcel Bataillon no insistiera en sostener que el erasmismo español fue el primer movimiento crítico del mundo moderno, y que, al lado de la reforma de Lutero, creció la ingente obra de los hermanos Valdés, Alfonso y Juan, y de tantos otros que forjaron una naturaleza crítica que daría lugar no solo al lenguaje moderno de la novela, sino a la conducta del europeo para enfrentarse al peso de la religión. No entendía que El Lazarillo no fuese una lectura obligada para situar el papel de España en la historia del siglo XVI, y después de esto, lo poco que se seguían aquí los debates entre Sotomayor y Mateo Alemán, vale decir, entre la novela pastoril y la novela realista. Una actitud que generó un doble olvido, uno que les afectó a ellos y otro a nosotros. El de ellos no lo entiendo, pues dejan a un lado, como antigualla, a Rabelais, a Montaigne, o a Margarita de Navarra, y, el de nosotros, que tampoco entiendo, al no asumir que nuestra formación cultural se fundamenta en aquello que hizo posible las Novelas ejemplares y El Quijote. Cuando escuchamos que la herencia cervantina es una de las pocas aportaciones de la lengua española a la historia universal, no hacemos otra cosa que legitimar la frontera cultural creada por Marca para Luis XIV. Y me preguntaba en Lyon, a los veintitrés años, y ya de profesora en las Grandes Écoles y en las Universidades ¿cómo es posible que la frontera cultural creada para sostener la política de Versalles se haya insertado tanto en el inconsciente colectivo de un pueblo que es capaz de olvidar los autores que les dieron su razón de ser? No basta con pensar que una de las obras más leídas en el mítico periodo revolucionario, la década de 1789-1799, sí, la década en la que se formó el mantra Liberté, Egalité y Fraternité, que vemos en los frontispicios de los ayuntamientos de todos los pueblos de Francia, es la de Jean Pierre de Claris de Florian, sobrino de Voltaire, traductor de La Galatea de Cervantes, una novela sobre el fin de los nazaríes de Granada y los héroes que lo acompañaron. Y de ese complejo de aceptar y a la vez no aceptar la frontera cultural nace el grito de protesta de Chateaubriand que, con El último Abencerraje, invita a considerar el legado del Romancero, un legado que debemos atender por ser el producto de una sociedad entrecruzada de razas y religiones como la española, que decía el hoy casi olvidado Américo Castro.
En suma, me veo a mí misma primero como estudiante y luego como profesora enfrentándome a una madeja de tópicos y al mismo tiempo al hecho singular, para mí definitivo, de mi propia forma de ser, en la que tanto insisten mis amigos franceses, los que hice en los años entre la Saône y el Ródano, y los de los años posteriores en las orillas del Sena. Amigos que veían en mí la excepcionalidad que los franceses siempre ven en algunos españoles que son diferentes a lo que ellos creen que es un español. Aunque, en mi caso, los talibanes de la causa chovinista me hayan hecho ver más de una vez, entre copas, que aún mantengo un charmant petit accent.
La frontera cultural creada por el Tratado de los Pirineos es mucho más fuerte que la línea Maginot, que no solo se mostró frágil ante los blindados alemanes en junio de 1940, sino que por su carácter fuera de época ha hecho posible que el Rin deje de ser una frontera. Paradojas de la historia. La revista Entre Deux Mondes sirvió de nexo a dos mundos que querían entenderse, tras una espantosa guerra (me refiero a la Gran Guerra, la de 1914-1918). Pero cuando en la década de 1920 o incluso un poco antes llegaron junto al Sena muchos españoles a renovar el mundo artístico, con Picasso a la cabeza, aunque no fue el único, lo español aún conservaba el tono del españolismo forjado en la novela de Merimée y en la música modernista, de Lalo a Ravel por citar a dos entrañables adversarios. Fue una frontera cultural poderosa, pero con algunas fisuras. Por ella se colarán pintores, cineastas, escritores, diseñadores, profesores universitarios, y, tras la guerra civil española, exiliados que participaban abiertamente de los ideales republicanos que forman Francia. Pero ni siquiera esa avalancha fue suficiente para poner fin a la frontera cultural, porque ya no se trata del gracioso o seductor petit accent, sino del hecho de que la administración recela de todos aquellos cuya lengua maternal es el español, y eso vale, paradójicamente, para chilenos, argentinos, venezolanos, mexicanos, y digo paradójicamente porque fue en París donde se produjo el boom de la novela latinoamericana y fueron parisinos de adopción ilustres como Michel Foucault quienes llamaron a autores como Borges para fomentar un cambio en los modos de pensamiento; y fue en París, con el Sena de verdad en el horizonte, donde los mentores del nouveau roman acogieron en su seno como uno más de los suyos a nuestro Jorge Semprún. Era la excepcionalidad con la que a veces se me trataba entre mi círculo de amigos, los de Liberation, l’EHESS, L’Association y los otros, mientras daba rostro a figuras de alguna viñeta de Killoffer, aunque sabía que esa excepcionalidad no traspasaba la frontera cultural creada y lo español, en el fondo, seguía siendo un tópico. O mi amigo el librero Jacques Galloy, que en su maravillosa librería de les Pouces de París, lamentablemente hoy desaparecida por los efluvios turísticos, se sorprendía de que los extranjeros supiéramos tanto sobre cultura o literatura francesa. De él aprendí muchas cosas de lengua, literatura y argot, de libros antiguos y de ediciones importantes, y sobre todo de la generosidad gala; en su reino, los sábados y domingos se hablada de Proust, Voltaire o Verlaine, y espero que desde Père Lachaise sonría al ver que le menciono. Sin olvidar mis ya habituales rondas por la librería Vendredi de Julien Viteau en la rue des Martyrs, que entre otros hallazgos me sirvió para conocer al sabio Jean Paul Iommi-Amunatégui, que confió en mí para que se tradujera al castellano y al catalán su bello ensayo sobre La Tradición de las Lágrimas. Pero también, anoto como, detrás de la barra de un clásico bar en la rue Mouffetard, Claude, su propietario, discute fluidamente con unos parroquianos que toman un café o un vino con Le Monde en la mano, sobre los detalles de las obras de Annie Ernaux, por los que, en su opinión, había merecido el Nobel, aunque antes ya había recibido por lo mismo el Premio Formentor que anima y dirige Basilio Baltasar.
Imágenes entrañables de un París resistente una vez más a proyectos de falsa modernidad como los surgidos cuando la gobernanza de Francia pasó a manos de los animosos partidarios de ver el país en marche, brillantes burócratas que no han evitado, como ha sucedido en otros países europeos, por supuesto, España, que el inglés sea la lengua de uso académico internacional. Con muchos recelos, sin duda, pero con poca, o ninguna, posibilidad de éxito de cara al futuro. Así que, al final, la frontera cultural creada por Pierre de Marca a mayor gloria de Luis XIV ha sido superada por un elemento que no estaba previsto, como es la lengua inglesa.
¡Interesante ironía de la historia!
En el mundo académico español desde hace años se valora fundamentalmente las publicaciones en inglés, los congresos en inglés, las mesas redondas en inglés, los máster, aunque sean en la Carlos III, ¡ay!, en inglés. Todo en inglés y por eso, ahora —¿cómo podemos extrañarnos?— el cine español en inglés. Al respecto, leí el otro día una noticia que le hubiera gustado a Marca. La famosa actriz Tilda Swinton afirmaba que habría aprendido español solo para poder trabajar con Almodóvar, aunque, como hemos visto, no le ha hecho ninguna falta porque el hecho ha sido al revés, ha sido el reputado cineasta español quien ha decidido hacer su película en inglés. Con todo, y para soñar un poco, me hubiera gusta que la señora Swinton, que vive en un misterioso castillo medieval, hubiera decidido aprender nuestro idioma, y por extensión nuestra cultura, para leer directamente, sin necesidad de una traducción, las obras de Rosalía de Castro, María Zambrano, Rosa Chacel o Anna Caballé, o incluso algo más prosaico, pero no menor en mi opinión, ver La casa de papel en versión original, aunque sea con subtítulos. A los pocos días, y vete a saber por qué diabolique casualidad (que algo debe tener que ver con la famosa película de Clouzot) la academia del cine de Venecia ha galardonado a Almodóvar con el León de Oro con su primera obra en inglés.
Lo que va de ayer a hoy. Vuelvo a mis años adolescentes, cuando Almodóvar fue aclamado en Francia por su película Tacones lejanos. Todo el mundo en los cafés de París recordaba algunas escenas y, sobre todo, las canciones de la película y a Luz Casal, claro. También se hablaba de Mecano, aunque menos. Pocos años después sucedió lo mismo con Jordi Savall y su maravillosa interpretación del músico francés Marin Marais en la película Tous les Matins du Monde. Pasaba Almodóvar a convertirse en uno de esos españoles tan apreciadísimos por la cour française, como antaño lo habían sido, claro, Picasso, Buñuel, y algunos otros de los sesenta como Eduardo Arroyo que vivió en La Ruche, ese paraíso de pintores en forma de colmena que había acogido a Soutine, Modigliani o Chagal; y por último pero no menos importante, al gran Paco Ibáñez con la inolvidable actuación en el Olympia, en el 68, entonando el «para enterrarlos en el mar» de Alberti, las lunas de Lorca o la oda al dinero de Quevedo entre otras canciones que hicieron cabalgar, cabalgar en la ilusión de una renovación española, rompiendo la pesada frontera cultural que llevábamos siglos arrastrando.
Eso fue ayer, hoy, al parecer, la consigna es otra: la consigna es cambiar de lengua y hacer las «Europas». Señal de los tiempos en forma de renuncia. Y eso me lleva a recordar lo que, en 1790, ¡buen año para hacerlo! el erudito Francisco de Bruna escribía al refinado Jovellanos: «Uno de nuestros mayores males es que a los astros que sobresalen en la nación, al instante los mismos patricios les apagan la luz, abaten su fama o destrozan su reputación, dando materia a los extranjeros para su injusta censura, en lugar de aplaudirlos, aprender y seguir sus reglas, no conociendo que hombres de genios sublimes bostezan siglos enteros la naturaleza para producirlos».
Pues eso, pensemos realmente en lo que queremos hacer. Por mi parte, llego a esta querella casi con la misma actitud que tenía Paul Morand, al que leía en las tardes de París en homenaje a mis dos mejores amigos, parisinos de verdad aunque adoptivos de una ciudad a la que querían y ella no les respondía, con casa en el Marais, la suya y la de sus padres, afincados con sus hijas en colegios del barrio, que han decido irse a Venecia, y entonces al pensar por qué lo hicieron abrí las Venecias de Morand, una vez más, y ya eran muchas, y leí un pequeño fragmento de una verdad oculta, ¿no es así, Anne Cauquelin?, una frase que nos hace pensar en que siempre hay otra posibilidad: «No sé si es el destino o si la culpa es mía, pero llego siempre cuando apagan». Una frase que me hace pensar en una especie de lema que ha marcado mi vida y que parece muy español, aunque si lo consideramos de cerca tiene algo de proustiano: yo siempre llego pronto, pero llego tarde.
Almudena Blasco Vallés es doctora en Historia Medieval. Trabaja actualmente en el IH-CSIC y la Universidad Carlos III de Madrid; durante años ha sido profesora en l’École Polytechnique de París. Comisaria y crítica de arte, es colaboradora de Jot Down, La Vanguardia y otros medios tanto franceses como españoles.
Ensayistas, filósofos, historiadores e intelectuales abordan uno de los grandes enigmas de la cultura española: el motivo por el cual permanece apartada del fecundo diálogo de los pensadores europeos.
- «Un terco y doloso complejo», por Basilio Baltasar.
- «La lengua de Ortega y Gasset», por Víctor Gómez Pin.
- «Sin asiento en la Gran Jerga», por Miguel Herrero de Jáuregui.
- «Debilidad y fortaleza de la filosofía en España», por Norbert Bilbeny.
- «Por qué no existe la »Spanish Theory»», por Antonio Valdecantos.
- «Pensar no es cualquier cosa», por José Enrique Ruiz—Domènec.
- «Un asunto delicado», por Anna Caballé.
- «Una cultura que se desprecia a sí misma», por Ignacio Gómez de Liaño.
- «Una cuestión de fe», por Ana Rosa Gómez Rosal.
- «Las voces de las diversas periferias», por Sonia Contera.
- «Las dimensiones ocultas y el lado oscuro de la ciencia en España (que inventen ellos)», por Juan José Gómez Cadenas.
- «La obstinada singularidad ibérica», por Carlos Collado Seidel.
- «En las orillas del Sena», por Almudena Blasco Vallés.
- «La España de la insignificancia tecnológica», por Pablo Artal.
- «La excepción baladí», por Jorge Freire.
- «La periferia del imperio», por Raffaele Simone.
Réplicas a La querella española
- «Filosofía española por el mundo», por David Teira.
- «La situación actual de la filosofía española en el contexto internacional», por Antonio Diéguez.
Las fronteras son todas culturales y políticas aunque se puedan establecer sobre hechos geográficos. Son culturales porque separan grupos en el territorio y esa separación crea divergencia que crea sentido de diferenciación respecto a los otros y ese es uno de los mecanismos más potentes de creación de identidad colectiva. Son políticas en cuanto los límites establecen un área acotada donde un grupo o varios tienen «derecho» a gestionar ese territorio y desarrollar sus prácticas e instituciones en él. Que sean culturales y políticas no significa que sean rígidas e inamovibles (que una frontera separe comunidades ya implica que en caso de hostilidad esta actitud se refleje en el toma y daca reclamando territorio más allá de sendos lados de la línea imaginaria tan real): desde que existen las fronteras una de sus características ha sido la porosidad, incluido en nuestro tiempo. Por mucho que una administración quiera nunca podrá impedir el paso de personas, y con ellas las prácticas y cosmovisiones de quienes vengan.
Es cierto que por el tratado de Westfalia y otros orbitales la concepción de la frontera ha cambiado sentando las bases de como las entendemos hoy día desde el paradigma de la soberanía, el Estado centralizado frente al feudal-patrimonial y la administración fuerte. Más adelante se articularían conceptos de nación y etnicidad a partir del siglo XIX. Estos desarrollos han facilitado que en el mundo de los Estados-nación arraigue una actitud defensiva y despectiva frente a los migrantes que se desborda y afecta a las diferencias en general, tratando muchas veces a grupos minorizados tradicionalmente asentados dentro del territorio como extranjeros internos. Estas actitudes han generado marcos que ignoran que los movimientos de población de diversos tipos han sido uno de los factores más importante en la conformación de las culturas a lo largo de la historia, incluyendo nuestro tiempo así como han minimizado el entendimiento de las experiencias de las poblaciones fronterizas. Por ejemplo en la zona en la que vivo, la raya hispanolusa en Extremadura, la frontera no es solo una institución política y administrativa sino que significa muchas cosas más: hasta hace bien poco miles de familia vivían del contrabando transfronterizo que hacía de muchos mochileros héroes y de los guardias civiles y guardinhas sus quimeras; sus enfrentamientos creaban épica y mito y se establecían relaciones de toda índole que ignoraban la rígida frontera de antes de la UE. El contrabando es tal vez la más evidente muestra de esta porosidad pero hasta hace bien poco para muchas personas del lado español su lengua materna era el portugués, lazo familiar que la uniformidad escolar nacionalista estirpó con salvajismo burocrático. Algunos pueblos de nuestro lado, así como otros de Portugal, explican buena parte de su historia por los devaneos de la línea. Olivenza y Campo Maior son los casos más obvios por ser plazas intercambiadas en conflictos armados pero hay otros pueblos como Cedillo, que aún conserva su carácter luso en instancias como el habla, que fueron fundados de strangis por campesinos portugueses que desde el siglo XVI cruzaban el Tajo para pescar, comercias, divertirse o huir de leyes restrictivas y obligaciones militares.
Sin duda el mayor fracaso de la Revolución Francesa, en cuanto a legado, fue el de la uniformidad cultural (parte integral de la idea de Nación) que se vinculó a la producción y reproducción de la idea de la República. Sus efectos son a día de hoy dramáticamente visibles. De esta vinculación entre homogeneidad cultural y administración política racional, el chovinismo: ¡cuántos artistas y pensadores españoles condenados a ser menos! Y con ellos amas de casa, obreros fabriles, «lúmpenes» (¡asqueroso concepto!), huérfanos, refugiados… y no solo españoles: cientos de gentiles compartieron, y comparten, su mismo destino. Aunque se están haciendo esfuerzos incluso desde algunas instancias administrativas, en Francia se sigue minusvalorando el importe de la migración a lo largo de su historia, tanto las externas como las internas, sobre todo en tiempos modernos. Los grupos minorizados han sido en la capital de la modernidad dinamizadores (a veces dinamizando a dinamitazo) de debates y transformaciones de primer orden, no solo objetos sino también sobre todo como sujetos, agentes. Amenazados por miriadas de esfuerzos integradores y enajenadores estos grupos forjaron lazos de solidaridad, muchas veces interétnicos, para asegurar desde la supervivencia más cotidiana hasta el apoyo a las fuerzas transformadoras «nativas» esperando poder vivir pie con pie y codo con codo entre todos y frente a todos en el ideal de la República Universal.
Este artículo es una auténtica joya para los nerds de la historia y la cultura. La autora maneja bien referencias y lo hace con un estilo que engancha a pesar de la densidad del texto. Me gusta especialmente la comparación entre la política de fronteras del siglo XVII y las barreras culturales actuales. Si te mola el rollo «historia meets crítica social», este artículo oro puro. Gracias Jot Down.
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Brillante.