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El tren «alemán» de Lenin (y 2)

El tren «alemán» de Lenin (1)
Lenin en Moscú, 1919. Fotografía: Getty.

Viene de «El tren alemá» de Lenin (1)»

Finalmente, Lenin se entrevistó con un enviado de la embajada alemana en presencia de testigos para ponerles una serie de condiciones. Los vagones que ocupase su séquito debían ser entidades extraterritoriales, nadie podría acceder a ellos sin autorización, el convoy haría el recorrido sin detenerse, ningún pasajero podría ser obligado a abandonar el tren, no habría control de pasaportes ni selección de pasajeros por sus ideas. 

Paralelamente, trató de negociar por última vez con los Aliados, pero Allen Dulles, el embajador estadounidense en Berna, había salido para jugar al tenis cuando le telefoneó y ahí quedó zanjado el asunto. Dulles, posteriormente, alto cargo de la CIA, contaba esta anécdota a las nuevas promociones de agentes, aunque no se sabe de qué estaba orgulloso exactamente. 

El tren salió de Zúrich según lo establecido con los alemanes. Las dos primeras horas fueron muy agradables, el paisaje era de hermosos valles y viñedos. A las afueras de Neuhausen am Rheinfall pudieron contemplar la cascada más grande de Europa, pero la placidez se acabó en la frontera, una ley impedía la exportación de alimentos de Suiza a Alemania, y el pasaje iba cargado de salchichas y queso. Se lo quitaron todo y se quedaron sin provisiones para el resto del viaje. 

Habían exigido asientos baratos. Y habían pintado una línea con tiza que separaba sus vagones de los demás, para que quedase claro que no habían tenido contacto con el enemigo. Otra maravilla que contemplaron fue, en Singen, el Hohentwiel, un volcán inactivo de setecientos metros de altura con una fortaleza del siglo X en la cima. Allí pasaron la noche, enfrente de una enorme industria que daba cuenta del poderío del capitalismo alemán, era la fábrica de sopas en polvo Maggi. 

En el vagón, todos menos Lenin iban cantando «La marsellesa» y bebiendo la cerveza que les pasaban desde el otro lado de la línea de tiza. Como nadie podía bajarse, el ambiente empezaba a estar cargado y Lenin estableció unas normas rigurosas: no se podía fumar y tendrían unos pases para poder fumar en el baño. 

Atravesando la zona montañosa alrededor de Rottweil y su castillo de Horb, pudieron ver por las ventanas que los alemanes estaban muy delgados y exhaustos. Encima los miraban con odio, porque iban comiendo pan blanco, algo que los alemanes llevaban sin ver desde 1914. Hubo que llamar la atención al pasaje para que dejara de cantar «La marsellesa», porque no era precisamente del gusto de los locales, que ya sabían que los pasajeros de ese tren eran socialistas rusos, todos mucho mejor alimentados que ellos. También viajaban en unas condiciones infinitamente mejores que otros revolucionarios que cobrarían una fama inmensa años después. Stalin y Kámenev llegaron a San Petersburgo desde Siberia en marzo en vagones atestados de exiliados, campesinos y desertores. Viajando de pie durante horas y días.

En Frankfurt tuvieron que situar el vagón de Lenin en una vía muerta para evitar que lo descubrieran las masas. Sin embargo, fue descubierto por un grupo de soldados alemanes que se colaron para preguntarles, cerveza en mano, si traerían la paz. A la mañana siguiente, en Halle, el tren privado del príncipe heredero tuvo que detenerse para dejar paso a Lenin. En Stralsund, uno de los antiguos puertos hanseáticos del Báltico, el vagón fue cargado en un transbordador. Siguieron hasta Sassnitz y la terminal portuaria, donde dejaron el tren para subirse al vapor Queen Victoria que los llevó a Suecia en cinco horas. 

Allí recibieron una noticia importante, Estados Unidos había declarado la guerra a Alemania. El III Ejército Británico iba a liderar una gran ofensiva para poner fin a la contienda. La inteligencia británica en Berna informó de que los revolucionarios que habían partido hacia Petrogrado se caracterizaban por «su fanatismo y su intolerancia», una gente que resultaría «totalmente inocua» si otros rusos en Suiza, de los ocho mil que había, también hubiesen sido autorizados a regresar, pero no era el caso. En el frente, un millón y medio de soldados rusos ya habían abandonado sus posiciones.

En Malmö, Lenin cogió un tren nocturno hasta Estocolmo. Al amanecer, en la capital sueca se le tomaron varias fotografías, aparecía caminando animado, llevaba un abrigo y un paraguas. En el hotel Regina, al ver cómo iban vestidos, no les dejaron entrar. Tuvieron que demostrar que sus habitaciones habían sido pagadas por adelantado para poder alojarse. Cuando el líder socialista sueco Fredrik Ström le preguntó cómo impediría que Kérenski se convirtiera en el Napoleón de la revolución, Lenin mencionó una de sus teorías: por la dictadura del proletariado. A continuación, le pidió dinero a Ström, porque viajar por Suecia, también entonces, era prohibitivo. 

En unos almacenes PUB, en los que trabajaría Greta Lovisa Gustafsson, luego Greta Garbo, Lenin se compró calzado decente (llevaba unas botas con tachuelas hechas a mano), pero se negó a comprar una muda y un abrigo nuevos. Dijo a sus acompañantes que iba a hacer la revolución, no a abrir una tienda de ropa para caballeros. Acto seguido, compró toda la prensa que pudo y dedicó treinta y seis horas a leerla entera. 

Quedaba la parte más difícil, de Haparanda a Tornio, cruzar el río Torne, que estaba congelado, la frontera con Finlandia. Ese tramo lo hicieron subidos a trineos tirados por ponis. Ya quedaba poco y la ofensiva de la Entente estaba a punto de comenzar, Estados Unidos ordenaría la retención de los préstamos a Rusia si abandonaba la guerra, y la única oportunidad que tenían de parar a Lenin estaba allí, en ese lugar remoto y gélido llamado Tornio. 

Al llegar, fueron separados por sexos y sometidos a un duro interrogatorio largo y minucioso. Durante horas, se inspeccionó todo su equipaje. Un agente británico de los que estaban destinados a vigilar la frontera, Harold Gruner, desnudó de Lenin. Dilató el proceso todo lo que pudo, pero ya no se podía prolongar más. Podían pasar. Gruner nunca olvidó que fue quien permitió la entrada de Lenin en Rusia, dice Merridale que Lenin tampoco, porque, nada más llegar, le condenó a muerte. 

En Finlandia, el líder bolchevique dio un discurso muy suavecito, no quería desvelar sus intenciones. Ya no mencionó la guerra civil mundial. Envió un telegrama a sus hermanas indicando la hora de llegada a Petrogrado y, por fin, pudo comprar el Pravda y alucinar: no se habían seguido sus directrices, solo le habían publicado un par de artículos de todos los que había mandado y lo que leía olía bastante a colaboración con Kéresnki. 

Sin embargo, el recibimiento en la estación Finlandia de Petrogrado fue espectacular, tanto que le asqueó. Las calles estaban adornadas con pancartas que pedían la paz y la fraternidad, una mujer le dio un ramo de flores, detalle que detestaba, y los niños en formación que le esperaban le recordaron al Imperio, pero se dejó de historias y en su primer discurso ya pidió la guerra civil europea. Le sacaron de la estación subido en la torreta de un carro blindado y, parándose en cada intersección, repetía su discurso. 

En lugar de encender a las masas, ocurrió lo contrario. Sus antiguos camaradas pensaban que se había vuelto loco. La mayoría estaba de acuerdo en que la revolución se dirigía hacia la democracia liberal, la fase que entraba ahora era la de establecer un Parlamento con partidos políticos y prensa libre, lo que había pasado en el Reino Unido o Francia, y luego llegaría el socialismo. Lenin estaba radicalmente en contra, predicaba que había que preparar a los obreros y campesinos para que ellos ostentaran el poder, además de suprimir la policía, el ejército y la burocracia. Los que le oían pensaban que eso era un suicidio político. 

En alguna ocasión tuvo que abandonar las salas donde exponía sus ideas entre abucheos. Un asistente en una ocasión calificó su discurso como «los desvaríos de un demente». Pero eso ocurría por arriba, por abajo la situación era completamente distinta. Los bolcheviques habían pasado de veinte mil militantes a ochenta mil en tres meses desde el inicio de la revolución. 

Los que se habían unido al movimiento en este periodo eran muy radicales, estaban hartos de palabrería y estaban dispuestos a combatir. Por lo menos, a pegarse en la calle con los socialistas que apoyaban al Gobierno provisional. En el congreso de primavera del partido, Lenin logró imponer sus tesis. Crearon una publicación hermana de Pravda para distribuir entre los militares, en su mayoría campesinos, y en sus páginas les prometían tierras. La subida de precios del pan hizo el resto…

El barón Von Grunau, enlace del Ministerio de Asuntos Exteriores con la Corte Imperial de Alemania, envió una nota: «Entrada Lenin en Rusia todo un éxito. Está trabajando exactamente como desearíamos».

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